Pintura: Edvard Munch, Mujer en tres etapas.
Por Ángela Gaviria Piedrahíta *
Las olas acariciaban sus pies, y humedecían su vestido, que rozaba la arena. La espuma iba y venía, mientras Aisling miraba hacia el sol a punto de hundirse. Siempre que podía, Aisling se iba al mar, y la encontrábamos absorta, observando las olas. Pero recientemente, la habíamos estado viendo en aquel trance mucho más de lo normal.
Antes de que ella se perdiera entre la marea, nosotros creíamos que era simplemente su forma de relajarse y descansar del mundo y de su trabajo por un momento. Tal vez, para ella era algo mucho más en serio. Porque esa vez, atravesó el delgado límite entre las olas y la playa. De su mano arrastraba un hilo atado a una balsa que ella misma había construido. La miró con tristeza, creyendo que no sería suficiente para llevarla tan lejos como ella soñaba llegar. Y se quedó ahí hipnotizada, esperando con ansias a que la marea subiera y se la llevara, de una vez por todas.
No había qué temer. Aisling ya se la había pasado naufragando entre el mar y la playa, sin estar del todo en algún lado. Y por eso, ya conocía a la marea casi a la perfección. Ya sabía que tras un rato de esperar frente al mar las olas le salpican la cara, y lavan toda ilusión en ella. Pero al mismo tiempo se le entran a los ojos y le nublan la vista; la agarran por los tobillos y la arrastran a la profundidad del océano.
Pero la marea no solo llegaba cuando ella se paraba frente al mar a esperarla. Podía llegar en cualquier momento, y en cualquier lugar. A menudo la veíamos completamente desconectada del mundo, como si no perteneciera a ningún lado. Incluso sentada en su escritorio de trabajo ella iba y venía. De repente, empezaba a soñar, y entonces Aisling se desconectaba del mundo, como víctima de un trance, hasta que la marea bajara y la arrastrara de vuelta. Entonces Aisling se quedaba plantada en la tierra firme, y de nuevo se veía obligada a enfocar sus ojos hacia el frente.
Aisling bien prefería sumergirse y no volver a salir, pero sabía que necesitaba mantener el contacto con la realidad para poder vivir o, al menos, para seguir dentro de esa bola de cristal que era la tierra firme. Porque así lo sentía ella. La brisa del mar era lo único que realmente la oxigenaba, y sus escapes eran lo que le permitía seguir viviendo. No; los escapes eran su vida misma, y estar en tierra firme era una obligación que le impedía naufragar en sus sueños.
Pero aún la marea ya había bajado del todo, Aisling todavía sentía la piel húmeda y la arena entre sus pies. Ella se negaba a aceptar que la tierra firme era su mundo. Por el contrario, el mar era su mundo, y el mundo era un mar que la ahogaba.
Así, Aisling se la pasaba en el vaivén de la realidad y la fantasía, sin ninguna esperanza de salir de aquel limbo. Ella veía las olas tratando de trepar por la playa, pero escurriéndose. Volvían a intentar, y volvían a escurrirse sin remedio. A ella le ocurría lo mismo, porque trataba de arrastrarse hacia el mar, pero bien las olas la vomitaban, o el mundo real la jalaba de vuelta. Volvía a tratar, y de nuevo no podía. Las olas insistían en que todo se debía quedar en el lugar donde pertenecía. Ellas, en el mar; Aisling, en tierra firme.
Pero ella, al menos, disfrutaba de un pequeño consuelo. Aunque ya no estuviera navegando, ella podía crear un mundo que fuera verdaderamente suyo, y que ni las olas, ni la tierra firme le pudieran arrebatar. Apenas quitara su lápiz del papel, todo dejaría de existir. Pero siempre que quisiera, ella podría volver, y encontrar algo que la alejara de la realidad. No era porque no le gustara lo que vivía, ni porque quisiera desconectarse, sino porque no se sentía capaz de contemplar su vida de otra forma que no fuera a través de sus palabras. Por eso soñaba ella; esa era su forma de palpar el mundo, y de vivirlo al máximo.
Para Aisling, soñar era vivir. Hasta que cambió realidad por sueños.
Luego de conocer lo que estaba más allá, la tierra firme dejó de ser suficiente para ella. La realidad era un velo que ella luchaba por atravesar. Era apenas la playa, y más allá se extendía el inmenso mar, aún desconocido.A veces sin querer, como parte de un delirio, y otras veces con un toque de malicia, ella tiraba retazos de ficción en los artículos que redactaba para el periódico. Porque Aisling no quería esperar a que la realidad le dictara lo que ella debía escribir. Por eso, ella perdió su trabajo como reportera. Y entonces, se dio cuenta de que ya se habían elevado todas las anclas que la podían mantener en el mundo.
Aisling seguía yendo y viniendo, pero cada vez se adentraba más, y se demoraba más en volver. Es cierto que era habitual verla completamente absorta, pero pronto desaparecieron del todo los momentos donde ella aún tenía contacto con la realidad. Las conversaciones que intentaba mantener con nosotros terminaban siendo completamente incomprensibles.
Para Aisling, todo se volvió difuso. Ahora, ella caminaba a tientas, cuidando de no tropezarse con la ilusión, o de que se la llevara la corriente, y luego no pudiera volver a la realidad que tanta insatisfacción, pero tanta seguridad le daba. Sin embargo, también adquiría la libertad de definir y crear sus propias líneas. Solo vería lo que quisiera ver.
Entonces no nos sorprendió cuando la vimos en la playa, esperando a que la marea subiera para poder irse en su bote. Nos preocupamos por ella, porque era completamente capaz de navegar sin ninguna precaución, y perderse en el fondo del mar. ¿Pero no era eso lo que, en verdad, Aisling quería, y lo que siempre había soñado? Ella miró a la ciudad que estaba tras el mar y tras ella, y vio sus amigos, su familia, y todas las personas que preferían quedarse en la firmeza de la tierra. Nosotros, desde allí, la mirábamos sin tener claro qué sentir. Porque no sabíamos si la realidad era lo que ella veía desde su lado, o si era lo que nosotros veíamos desde el nuestro; si ella era loca, o si era la vidente.
«Ya la perdimos», murmuramos mientras la veíamos perderse. Ella era la que elegía aislarse, o al menos así veíamos, desde nuestro reflejo astigmático del mundo. Porque para ella, los demás eran los aislados, los que tenían el mundo tan enfrente que ya eran incapaces de enfocar más. Nosotros estábamos aislados del mundo, porque ya estábamos tan acostumbrados a él que se nos hacía borroso, y nos volvíamos incapaces de apreciarlo. Para ella, nosotros habíamos perdido nuestra conexión con el mundo por estar ahogados en el hastío, atontados por una realidad que ni siquiera entendíamos.
Pero de cualquier forma, y viéndolo desde cualquier lado, ya no había retorno. Aunque hubiera sido capaz de divisar la realidad, tan solo como el punto que una isla marca en el horizonte, ella ya no hubiera podido volver. Ella se había perdido en su mundo etéreo, y ya no sabía vivir de otro modo. Abandonó todo, y todo la abandonó a ella. Su escape se convirtió en lo que la encerraba.
Todos sabíamos que irse era lo que Aisling siempre había deseado. Algunos sugirieron que la dejáramos ir, pero, por su propia seguridad, decidimos buscarla. No podíamos dejar que se perdiera en el mar.
Un par de semanas luego de buscar, dimos con Aisling. La encontramos tirada en la arena de una pequeña isla. Ella miraba el mar de la misma forma que cuando se había ido. La llamamos varias veces por su nombre, pero ella no respondió. Nos acercamos más, tocamos su brazo; solo nos miró cuando intentamos arrastrarla hasta la lancha. No tenía expresión. Ni siquiera estábamos seguros de que en realidad nos estuviera viendo a nosotros.
La dejamos tranquila un rato, y decidimos inspeccionar la pequeña isla. Debajo de los restos de la balsa y de un albergue improvisado, encontramos cientos de páginas escritas, que nadie ha logrado descifrar. Ni siquiera hemos podido averiguar cuál idioma era aquel. Por el momento, las miramos con poco cuidado, y las guardamos para analizarlas después, con más atención. Finalmente, tratamos de arrastrar a Aisling hasta la lancha. La única resistencia que puso fue el inútil intento de clavar sus uñas en la arena. Pero la arena se abrió paso entre sus dedos.
No dijo ni una palabra durante toda la trayectoria. Tampoco le quisimos preguntar, ya que considerábamos apropiado esperar hasta que llegáramos a tierra firme, y ella pudiera poner sus pensamientos en orden y reconocernos. Pero eso nunca pasó. Hablaba un idioma que nadie más entendía, y señalaba en el aire cosas que nadie más lograba vislumbrar.
Desde que regresó, Aisling no ha logrado siquiera comunicarse claramente con alguien. Tampoco muestra interés en comer o dormir.
El aislamiento no parecía ser una explicación de su estado. Ella estuvo en esa isla menos de un mes. Luego, caímos en cuenta de que Aisling ya venía estando desconectada del mundo desde mucho antes. Ella se había adentrado en el mar desde que puso por primera vez su lápiz sobre el papel.
Las personas que antes la tenían tan cerca y que la conocían tan bien, tratan de jalarla de vuelta, o de al menos ponerle un ancla e impedir que se aleje aún más. Pero el mundo que era su realidad ya no se ve. Tal vez, Aisling tiene el vago recuerdo de haber estado allí, pero no podía ni quería volver. Ya ha naufragado, su alma se la llevó la marea. Simplemente ya no es compatible con nuestro mundo. Se la pasa tirada en la playa, haciendo un arte que nadie aprecia ni comprende.
Pero ella se ve feliz con lo que hace. Y todavía sigue en una isla, su isla propia, en la cual quiere quedarse. Ella ha seguido inventando día a día su mundo ajeno, para recordar los tiempos que pasó en su isla. Algo de ella se quedó atascado allí. Entre sus zapatos, aún tiene escondida la arena de la isla, que se niega a salir.
Yo no quise creerlo cuando vi a Aisling tirada en la playa como una demente. Y me tapé la cara, no para ocultar mi llanto, sino para no verla más allí. Hubiera preferido dejarla estar en la playa, el único lugar donde encontraba consuelo en ese mundo con el que ya no encajaba. Pero con su estado mental, tampoco estaba en condiciones de dejarla salir, pues podría ir a la playa y hacer cualquier locura peor. Entonces le conseguí un apartamento donde puede estar. Lo sé, no le conviene más aislamiento, pero no encuentro otro remedio.
Ella alcanza a ver un pedacito de mar a lo lejos, desde su ventana. Ahora el único mar que le queda son sus lágrimas, y la marea es la que sale de sus propios ojos, que lloran por el mundo que le ha sido arrebatado de las manos.
(*) Ángela Gaviria Piedrahíta. «Escribo más de lo que hablo».
Qué triste historia de Aisling. Tan oportuna para estos días de aislamiento…