Dibujo de Rimbaud hacia 1871, hecho por Ernest Delahaye, quien fue compañero suyo en el colegio de Charleville.
A la memoria de Nicolás Suescún, a quien nunca conocí, pero cuya traducción de El barco ebrio fue mi primera lectura de Rimbaud. A ella siempre vuelvo.
En mi comienzo está mi fin.
T. S. Eliot, “East Coker”, Cuatro cuartetos
I
Rimbaud, bárbara mirada penetrantemente azul, en éxtasis ante el fuego, soberbia y autoritaria constatación; Rimbaud, oscuro rostro del adulto arrepentido, polvoriento, golpeado de realismo; Rimbaud, talismán de dos partes, infatigable deseo que muta mas no cesa, continuidad del abandono; Rimbaud, enredaderas y riachuelos, naturaleza hambrienta, hermética, desesperada. Siempre que lo veo cambia de rostro, siempre me deslumbra de forma distinta. Cada uno de los textos que he escrito no es más que un fragmento de esa inmensidad, fragmentos que se tocan, pero que nunca logran esa totalidad llamada Rimbaud.[1] He tenido que convencerme de la inutilidad de la tarea. Me ha sobrepasado, me ciega, necesitaría muchos más textos, muchísimos. Y, sin embargo, soy niño cuando lo leo, vuelve a mí la convicción y el amor. Siento ante Rimbaud la devoción y la fe que él sintió, muy joven, por la poesía. En un momento de rimbaldiana exaltación diría: Rimbaud es la poesía misma, su definición, su sinónimo, su manifestación corpórea, su fracaso. Esta es una confesión de amor por aquel niño que ha taladrado mi alma con sus versos y con la fuerza vigorosa de su presencia.
II
En busca de esa totalidad inalcanzable, de esa imagen entera imposible, me encontré con la edición de la Obra completa bilingüe de Rimbaud publicada en los últimos meses del 2016 por la editorial española Atalanta.[2] Rimbaud completo, contenido, en su entera extensión me interroga desde el libro de tapas azules, me pregunta por esa imagen imposible, por un sentido. ¿Habrá una llave que abra todas las puertas, que una los fragmentos iluminados y los aún oscuros? No podría asegurarlo, pero tras mi exploración de sus distintos rostros intuí cierta ley rimbaldiana, cierta constante: siempre parece haber en él un deseo, uno que impulsa un movimiento agresivo y liberador. Siempre hay un querer y un hacer, un deseo y un movimiento. “Prácticamente desde su primer poema, trata de huir, de ir lejos”, afirma Mauro Armiño en el prólogo de esta Obra completa. De ser así, debo buscar la raíz profunda de su deseo allí, en su comienzo, en el Rimbaud niño, en el púber de quince años. Quizás entre sus cartas desesperadas y sus poemas anhelantes se puede entrever una imagen primigenia: algo que une toda su obra, toda su vida, todos los fragmentos; algo de la savia secreta pero constante que circula en su imagen entera y terrible. Quizás en su primer rostro están contenidos todos aquellos otros que llegó a ser.
III
Hay que ir, entonces, al verdadero comienzo: ¿cómo llega Rimbaud a la poesía? Aunque en términos estrictos sus primeros poemas son las composiciones latinas escritas entre 1868 y 1870, creo que es en el mes de enero, ese año de 1870, cuando Rimbaud nace para la poesía moderna; al colegio de Charleville llega George Izambard, un joven profesor de retórica de apenas veintiún años que enseña al niño, de quince, la poesía francesa romántica y parnasiana. Izambard, como si viniera del país de las maravillas, le muestra a Rimbaud el fuego, la llama de una vida nueva. Rimbaud sucumbe, nace.
Izambard había despertado en su discípulo el deseo amoroso de la poesía y no podía pedir un terreno más dispuesto; en Rimbaud, el niño de quince años, convergen un espíritu ocioso y hambriento de sensaciones nuevas, un inconformismo vital, un deseo de leer, un deseo de escribir: en suma, un deseo esencial de ser poeta. En una carta a su maestro, enviada el 25 de agosto de 1870, pude ver la estructura espiritual que acompañará toda la vida a Rimbaud:
“Mi ciudad natal es superiormente idiota entre las pequeñas ciudades de provincia. […] Estoy desorientado, enfermo, furioso, idiota, trastornado; esperaba baños de sol, paseos infinitos, reposo, viajes, aventuras, bohemiadas, en definitiva: esperaba sobre todo periódicos, libros… […] Afortunadamente, tengo su habitación: —Recuerde el permiso que usted me dio. —¡Me he llevado la mitad de sus libros! […] Además, ¿qué decirle?… He leído todos sus libros, todos”.
El estancamiento, la ciudad natal, es mediocridad, estupidez, burguesía; el movimiento, el anhelo de lo que no ha llegado, de lo que se persigue, es ilusión, gozo, luminosidad. Rimbaud desespera constantemente y desea un relámpago en su espíritu. Esa es la razón fundamental de querer ser poeta.
Además, en ese año definitivo, 1870, el niño escribe por lo menos veintidós poemas que enviará, en distintas cantidades, a tres destinatarios: a Izambard, a Théodore de Banville, un gran poeta parnasiano de la época, y a Paul Demeny, otro poeta a quien su maestro le había presentado. Los tres, me parece, serán los asistentes a su nacimiento como poeta. Aunque aquella colección de veintidós poemas se conoce como el “Cahier de Duoai” o “Recueil Demeny”,[3] mejor valdría llamarlas “Los poemas de la primavera”. Se trata de sus primeras composiciones serias, escritas con gran entusiasmo.
IV
¿Qué pensaba el niño Rimbaud de la poesía? Su carta a Banville, enviada el 24 de mayo de 1870, es muy diciente al respecto:
“Querido Maestro:
Estamos en los meses de amor; tengo casi diecisiete años,[4] la edad de las esperanzas y las quimeras, como dicen, —y resulta que he empezado, niño tocado por el dedo de la Musa,— perdón si es trivial —, a expresar mis buenas creencias, mis esperanzas, mis sensaciones, todas esas cosas de los poetas — a eso yo lo llamo la primavera”.
Cada ilusión, cada deseo latente, pero también su correspondiente fracaso, hicieron nacer poemas como radiantes brotes primaverales. Rimbaud se ve a sí mismo como una naturaleza vital, vigorosa; la estación florida es su escritura juvenil y eterna. A Banville le envía tres poemas: “Sensación”, “Credo in unam…”, “Ofelia”, y espera ser tenido en cuenta para la próxima entrega de Le Parnasse contemporain, en lo que Banville podría haberle ayudado, pero que nunca llega a suceder.
¿Cuál es el deseo que mueve al yo de estos poemas? ¿Cuál es el objeto en el que Rimbaud ha depositado su impulso espiritual? “¡Cielo! ¡Amor! ¡Libertad!”, escribe convencido en el poema “Ofelia”. Pero a Rimbaud no le basta la sola idea de su deseo, él quiere sentirlo, quiere la experiencia corporal, sensual, dolorosa, si es el caso. De allí el bellísimo poema “Sensación”: “iré por los senderos, / picoteado por los trigos, pisando la hierba menuda: / soñador, sentiré su frescura en mis pies: / dejaré al viento bañar mi cabeza desnuda”. En varios de sus primeros poemas clama Rimbaud por nuevas sensaciones físicas, por el influjo de la naturaleza penetrando su cuerpo púber: “esas gratas noches de septiembre en que sentía gotas / de rocío en mi frente, como un vino de vigor”, escribe en “Mi bohemia”. Busca en la Naturaleza, en la divinidad, la sensación de ser “brutal de ebriedad”, como escribe en “Las réplicas de Nina”, o de estar “borrachos de terribles esperanzas”, como en “El herrero”.
Volviendo a “Sensación”, junto al influjo físico de la naturaleza aparece otra constante de estos primeros poemas: “pero un amor inmenso entrará en mi alma, / e iré lejos, muy lejos, lo mismo que un bohemio, / por la Naturaleza, — ¡feliz como con una mujer!”. En otra versión del poema, enviada a Demeny, Rimbaud altera uno de los versos: “pero el amor infinito me subirá al alma”. El amor, entonces, sube desde la tierra, preña de amor mismo su corazón. Él amará a una mujer y será feliz en la lejanía del mundo, guiado, protegido, por el amor infinito. Qué fe bárbara, qué apertura la de su alma juvenil.
Pero el amor sensual no es solo para Rimbaud anhelo o impulso, sino la materia misma del mundo. Así lo escribe en “Credo in unam”: “tumbados en el valle, sentimos / que es núbil la tierra y rebosa de sangre; / que su inmenso seno, henchido por un alma, / es de amor como Dios, de carne como la mujer, / y que encierra, preñado de rayos y de savia, / ¡el vasto bullir de todos los embriones!”. La tierra, para el niño poeta, palpita de amor, vive y da vida por el amor que alberga. Todo el poema se trata de la exposición de una fe amorosa. Liberarse de Cristo para entregarse a Venus, encarnación del amor universal: “¡Creo en Ti! ¡Creo en Ti! ¡Divina Madre, Afrodita divina!”. Cuando leo los versos más vigorosos de Rimbaud es imposible no sucumbir a su voz de aliento, a su invocación tan plena: “¡Espléndida y radiante, del seno de los grandes mares / surgirás, lanzando sobre el vasto Universo, / en una Sonrisa infinita, el Amor infinito! / ¡El mundo vibrará como una inmensa lira / en el estremecimiento de un inmenso beso! / —¡El Mundo sediento está de amor! ¡Tú vendrás a aplacarlo!…”. Son versos de una fuerza luminosa, destellante; los primeros poemas de Rimbaud son principalmente solares. En una carta a Izambard, el niño poeta le avisa que ha escrito unos versos y agrega: “léalos una mañana, al sol, como yo los he escrito”. El mundo vivo parecía hablar en sus poemas.
El deseo rimbaldiano es, pues, un éxtasis solar, es la plenitud de la vida realizada en el amor, es el influjo sensual de la lejana Naturaleza, es la libertad de las mezquindades humanas, la libertad libre. Lo que es sorprendente de estos tres poemas enviados a Banville es la fuerza indestructible de la ilusión, principalmente en “Credo in unam…”: “¡Y todo crece, y todo sube!”. El movimiento hacia ese múltiple ideal anhelado es, en Rimbaud, siempre vertical. De la tierra emerge el amor hacia nosotros, el influjo vital del mundo nos sube, trepa a nuestros corazones. Se apunta hacia el cielo, al sol, allí es donde lograremos nuestros anhelados deseos.
Esa fuerza, esa vehemencia, se vuelve para Rimbaud una confianza plena en la poesía y en los poetas. Al final de su carta, después de presentarle los tres poemas a Banville, Rimbaud pregunta, esperando aprobación: “¿no son la fe de los poetas?”; es decir, ¿no es todo aquello que he expuesto en lo que deben creer los poetas? ¿No es su primer credo, inviolable? Y continúa: “Los poetas son hermanos. Estos versos crecen; aman; esperan; eso es todo”. Estos versos, parece decir Rimbaud, son la primavera misma, y el acto de escribir poesía es la síntesis y, de cierta forma, la realización de todas mis ilusiones. Quiero ser poeta: ese es el deseo latente en sus primeras cartas.
V
Siento que llevo en mis manos y expongo el corazón amoroso de Rimbaud. Y, sin embargo, en su centro he visto una carencia fundamental. Se trata del “¡No hay madre en el hogar! — ¡y el padre está muy lejos!”, de su primer poema, “Los aguinaldos de los huérfanos”; se trata del hambre hiperbólica de los niños pobres del poema “Los pasmados”, aquellos que contemplan el pan recién salido del horno “— con tal fuerza que rompen sus calzones / — y sus blancos pañales temblequean / con el viento invernal…”. Como los huérfanos, como los hambrientos, Rimbaud carece de algo sustancial y lo único que tiene es su deseo.
El tamaño de su ilusión es igual al de su necesidad. Por eso es tan violento el anhelo, tan vehemente la creencia, tan arraigada la fe. “Y mis deseos brutales se pegan a sus labios”: no conozco verso más potente y más certero para delinear los contornos espirituales de Rimbaud.[5] El deseo es brutal porque es desesperado, persigue el amor a toda costa, sin importarle la dificultad del camino siempre se mueve hacia el amor. Es el movimiento, el anhelo de irse en busca de un algo que se necesita con urgencia, lo que mantiene palpitante, siempre, a Rimbaud. El amor, podría decir, llevó al niño poeta a escapar a París el 29 de agosto de 1870, en donde fue detenido y llevado a la cárcel de Mazas. El amor lo llevó a escaparse, a pie, en dirección a Bruselas, unos meses después, el 7 de octubre.
Durante este segundo viaje, al parecer tan dichoso, Rimbaud escribió una serie de poemas que luego también ofrecería a Paul Demeny. Dentro de estos, “La maliciosa” y “En el cabaret-vert” tienen un mismo motivo y un mismo desarrollo. En ambos poemas un yo, una especie de vagabundo, llega cansado, después de extensas caminatas, a una posada; se apoltrona en la silla más cómoda y pide perfumados alimentos y bebidas doradas y espumeantes; la mesa le es servida en ambos casos por hermosas mujeres, con mejillas “terciopelo de melocotón rosa y blanco” o “de enormes tetas y ojos vivos”. Ellas llevan en su sensualidad exuberante la promesa de un beso.
Hasta allí van los dos poemas, hasta la insinuación; pero cada mujer parece decirle al viajero, con su irradiante belleza: yo soy aquel amor infinito que vas buscando, soy tu deseo hecho carne y el fruto más tierno de tu primavera, soy la poesía misma, casi tu madre, tu paridora; ven, niño, quítate los botines destrozados, pega a mis labios tus brutales deseos, soy tu salvación. Para mí, todos los ideales en Rimbaud se corresponden como una potente analogía: sus imágenes más intensas son el sol y la mujer; sus deseos más comunes son el beso y el viaje, que aparecen constantemente. “[E]n los labios se siente un beso / que ahí palpita, como un pequeño animal”, escribe en el poema “Novela”; “En invierno iremos en un vagoncito rosa / con cojines azules. / Estaremos bien. Un nido de besos locos reposa / en cada rincón mullido”, escribe en “Soñado para el invierno”. Estaremos bien, asegura Rimbaud, como si dijera: estamos viajando y nos aguarda la esperanza de un beso, nada nos puede salir mal. “Todo ello”, dice Armiño, “parece resumir, para el adolescente a punto de cumplir los dieciséis años, la felicidad absoluta: la vida en la naturaleza, el cumplimiento de las necesidades y deseos del cuerpo, y una imagen de mujer”.
VI
He querido ver el rostro púber de Rimbaud, de cerca. Aquel se formó con mucha celeridad: en tan solo un año es atravesado por la poesía, adquiere la convicción de querer ser poeta, son prolíficas sus composiciones, crea toda una imagen suya, se escapa dos veces de Charleville, es arrestado, envía sus manuscritos a poetas mayores, busca con mucho interés ser publicado. Seguimos en 1870, Rimbaud cumplirá dieciséis años hasta octubre. Entonces no hay duda de que está marcado por el deseo y el movimiento: “¿Qué quiere?, me empeño horriblemente en adorar la libertad libre, […] — Debía volver a irme hoy mismo; podía hacerlo: llevaba ropa nueva, habría vendido mi reloj, ¡y viva la libertad!”, escribe el 2 de noviembre de ese año a Izambard.
Deseo y movimiento: aquel es el signo que da nacimiento a su ser como poeta y es la marca que lo acompañará para siempre. Pero, por ello mismo, la vida de Rimbaud y su obra están, entonces, en proceso de traslación: no se pueden quedar en el mismo lugar. Esta primera convicción de la poesía como expresión de las creencias, esperanzas y sensaciones, la poesía como primavera, el amor que da vida al mundo y que trepa hasta el alma, el influjo sensual de la naturaleza; todo aquello debe convertirse en algo más para seguir siendo un planteamiento rimbaldiano.
Pero Rimbaud no sabe evolucionar, todos sus desplazamientos son violentos. Su movimiento es siempre el de aquel que desprecia con rabia lo ya hecho y recomienza con fervor. Así acaba la primavera de Rimbaud. En una carta del 13 de mayo de 1871 desprecia a Izambard:
“En el fondo, en ese principio suyo usted no ve más que poesía subjetiva: su obstinación por volver al pesebre universitario, — ¡perdón! — ¡lo prueba! Pero siempre terminará como un satisfecho que no hizo nada, porque no quiso hacer nada. Sin contar con que su poesía subjetiva siempre será horriblemente insulsa”.
Rimbaud desprecia a Izambard por haber decidido conscientemente el estatismo que tanto lo desespera, pues su maestro había aceptado un modesto trabajo local, en Douai, en vez de viajar a San Petersburgo para trabajar como preceptor de una familia, dice Armiño. Quizás por ello Rimbaud añade, en la carta: “Para mí usted no es Docente”. ¿Quiso decir que su antiguo maestro ya no tiene nada que enseñarle porque se ha conformado con aquello que más pavor y asco le genera a su espíritu convulso?
Por otro lado, el 10 de junio de 1871 Rimbaud pide a Demeny que “queme, así lo quiero, y creo que respetará usted mi voluntad como la de un muerto, queme todos los versos que fui lo bastante idiota para darle durante mi estancia en Douai”. En vez de quemarlos, Demeny vendió los poemas un año más tarde, explica Armiño. A ambos, Izambard y Demeny, Rimbaud les explicó, en cartas de estas fechas, su nueva concepción de la poesía, la famosa teoría del vidente: “El Poeta se hace vidente mediante un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos. Todas las formas de amor, de sufrimiento, de locura”. Rimbaud llegará a París a finales de septiembre de 1871 con “El barco ebrio” en el bolsillo. Sepultada había quedado la poesía como primavera, atrás la mezquindad de Charleville. Su espíritu se inflama de nuevo. Al ver el dibujo de perfil hecho por Ernest Delahaye que encabeza este texto, pienso en qué podría estar viendo el niño poeta con esa expresión desafiante. Quizás él mismo no lo sabe, pero algo dentro suyo desea dirigirse allí, a ese nuevo vacío; tiene que seguir moviéndose, avanzando incesantemente.
Vuelvo al comienzo, al primer rostro de Rimbaud y pienso que, sin su maestro, el agitado espíritu del púber jamás hubiera encauzado su infatigable deseo. Nunca podré terminar de agradecerle a Izambard por haber aparecido en la vida del joven Arthur; inmortales sean esos momentos, esos descubrimientos de la verdadera poesía, pues así se experimenta la intensidad dolorosa de la vida. Creo que aquellos son momentos necesarios para justificar el paso por el polvo de la tierra. Rimbaud experimenta la poesía a los quince años, pero perseguir esa intensidad lo llevó a su propia destrucción, tantas veces, durante el resto de su vida.
VII
Quemarlo todo, despreciarlo, empezar de nuevo, rigurosamente. Esta es la llave que quizás abre todas las puertas de Rimbaud, desde los quince hasta los treinta y siete años; desde su nacimiento como poeta hasta su muerte. Todo en él es deseo y movimiento. ¿A qué podía conducirlo tal signo que había adoptado para su vida? A la nada, al fracaso más rotundo. En dos años que llevo leyéndolo he podido concluir esto: Rimbaud, más que un poeta, es un estado del alma humana, es una lección vital de rigurosidad, amor y derrota.
Si he de ser consecuente con la lección de Rimbaud, les pediría a mis pocos lectores que quemasen el recuerdo de esta lectura, de mi último texto sobre el niño poeta. Que no quedara una sola palabra, ni una sola idea. Despreciémoslo todo, seamos rigurosos. Ya habrá tiempo de volver a empezar de la nada, con el vigor de las ilusiones. Y es que todo Rimbaud, toda la poesía, surge de allí, de las ilusiones.
Notas:
[1] Escribí, a lo largo del 2016, cuatro textos dedicados a él: “La mirada de Rimbaud”, sobre la primera y segunda parte del libro Estación Rimbaud, publicación del Festival Internacional de Poesía de Medellín; “Rimbaud, la realidad y el deseo”, sobre la tercera y cuarta parte del mismo libro; “Alain Borer tras Rimbaud”, una entrevista con el autor de Rimbaud en Abisinia, y “Rimbaud, la sed siniestra y la voz ensimismada”, sobre la edición de Nuevos versos y canciones publicada por la editorial argentina Buenos Aires Poetry. Este quinto texto cierra un ciclo de mi pensamiento, que gira incesante sobre él, sobre su imagen poliforme.
[2] Es un proyecto vasto y minucioso. En la contratapa se dice: “Esta Obra completa bilingüe de Rimbaud lo es de verdad”. La aseveración es completamente justificada. Al revisar la bibliografía incluida en el libro, pude ver que solo la editorial DVD, de Barcelona, había publicado en el 2007 la obra poética completa de Rimbaud en un tomo y no habían incluido las veintiuna colaboraciones de Rimbaud en el Álbum zutique, tan desconocidas. Son comunes las omisiones de estos poemas, de algunos textos en prosa o de la correspondencia. Otras editoriales, como Cátedra, publican poesía y prosa en libros distintos. Esto en España, aunque supondría que en Latinoamérica el panorama es similar. De esta manera, el trabajo de Atalanta podría llamarse la primera y verdadera obra completa de Rimbaud publicada en español en un solo tomo. A este logro se suma el absolutamente admirable trabajo de edición de Mauro Armiño. Gracias a él, a su prólogo, a su diccionario de personajes, a su cronología, a su disposición de las distintas versiones de los poemas y a sus minuciosos comentarios, he entendido mejor el desarrollo de la vida y obra rimbaldianas, los fragmentos se han organizado en mi cabeza y una luz más clara se posa sobre ellos. Todas las citas de los poemas y cartas vienen de esta edición, tan fundamental para la difusión entera de Rimbaud en países de habla hispana. El prólogo y algunos comentarios sobre el libro se pueden encontrar en la página web de Atalanta: https://www.edicionesatalanta.com/libro.php?id=120
[3] Se les suele llamar así porque fueron copiados por Rimbaud, para dárselos a Paul Demeny, durante la estancia de tres semanas en Douai, en la casa de las señoritas Grinde, a donde el poeta fue llevado por Izambard tras sacarlo de la cárcel de Mazas, en París.
[4] En las cartas Rimbaud miente sobre su edad, suele incrementarla. Cuando escribe a Banville tiene quince años y medio.
[5] Se trata del último verso del poema “A la música”, que, dice Armiño, fue cambiado por otro: “Y yo siento los besos que a los labios me vienen”, a petición de Izambard.