Ni el suelo de las calle está tan sucio, ni el de una casa está tan limpio. Este es uno de los aprendizajes más importantes de mi vida. Tiene que ver con ampliar el espectro de lo posible: es posible experimentar lo inmaculado tumbándose en el suelo de una plaza; es posible experimentar lo grasiento al tumbarse en el suelo de un apartamento de lujo nuevo.
Estas reflexiones vienen al caso, no creáis. Llegaremos a ello. Es muy bonito ver cómo se derrumban todas las estructuras mentales que nos han constituido desde niños: fichas de dominó que caen en una secuencia perfecta. Caen las fichas cuando uno es capaz de mantener posiciones de rebeldía. Concretaré: ¿van el dinero y la seguridad asociados a la libertad? En mi opinión, no siempre. ¿Y va la incertidumbre, combinada con la determinación, asociada a la libertad? En mi opinión, siempre.
Recuerdo mi primer viaje solo. Cuatro meses por América sin destino ni rumbo ni propósito. Cuatro años vagando. Cuatro décadas lentas que supusieron cuatro siglos. Ahora no podría repetirlo porque tengo que pagar un precio por estar aquí haciendo lo que hago. Hago lo que hago con gusto, y pago el precio con gusto, porque el precio que pago por lo que hago es, paradójicamente, la misma recompensa que obtengo. Pero por aquel entonces, cuando hice el viaje, cuando no había nada por encima de mí, era diferente: me sentía como un pájaro, un pájaro que lanza, todos los días a la misma hora, los mismos gritos a causa del mismo amanecer: ¿por qué lo hace?: porque celebra que vive, celebra que ha sobrevivido a la noche, a las amenazas, a la oscuridad. Así me sentía yo: celebraba cualquier cosa, a saber, el viento frío, el viento cálido (por supuesto), el no tener techo, el tener techo una noche (por supuesto), las situaciones de peligro y las de calma (por supuesto), la carencia y la abundancia (por supuesto). Esto último de la carencia y de la abundancia hay que tomarlo con pinzas, teniendo en cuenta en todo momento que mi carencia es una abundancia y mi abundancia una sobreabundancia: hablo desde mis estándares, y no sé por qué me justifico a nivel de conciencia en un texto literario. Lo que quiero decir es que yo sentía todo abierto, vivo y milagroso, como si me encontrara en una llanura y nada ni nadie levantara un palmo del suelo, todos iguales, gentes pobres y exitosas, miraba igual a un mendigo que a un actor de Hollywood (recuerdo coincidir con un par de ellos en Nueva York), miraba su estructura molecular, y estoy seguro que si hubiera llegado a una de esas fiestas del Greenwich Village y me hubiera abierto la puerta un marciano, le habría dado un abrazo y sonreído igual que a Eduard Norton o a Keanu Reeves (los dos que conocí), exactamente igual. Yo me tumbaba en esos suelos enmoquetados de los pisos de los ricos del Village, pero también en la puerta de los estudios de los artistas en Brooklyn, junto a los cubos de la basura, que a mí me parecían los cubos de la pulcritud, y así sucesivamente.
Hoy pienso que aquel viaje de cuatro siglos continúa y que sólo hubo una pequeña pausa en el viaje. Hoy, que es lo que importa, soy consciente de que yo soy la llanura y de que casi todo está por encima de mí, y sin embargo vuelvo a tener la misma sensación de entonces, sensación de incertidumbre y de alegría desbordante (suicida) y de libertad desbordante (suicida) como consecuencia de aquélla. En resumen: ahora voy a coger mi guitarra y me voy a ir a un bar a cantar soul para sacar unas monedas. No las necesito, pero quiero hacerlo.
Me he enrollado mucho. Lo lamento: seré breve ahora para cerrar el texto: hace un año firmamos un buen contrato con nuestra banda de música, Cacto. No estoy hablando de un contrato de millones de dólares pero sí de una suma suficiente como para no estar demasiado preocupados por el dinero durante este último año. Una gira, un disco… Ese contrato se cumplió y expiró. Y ahora mismo no hay horizontes a corto plazo. Los habrá, pero ahora mismo no los hay. Con lo cual no hay rutina. Y no hay seguridad, o sea que vuelvo a divisar horizontes más inciertos, más extendidos. Y ese abanico desplegado me hace sentir vivo, hace que me sienta protagonista de la existencia y que tenga más hambre, aunque no pase hambre. Esto no es una apología del libre comercio ni de la sociedad competitiva, simplemente me siento más vivo y fuerte cuando nada me ampara.
Curiosamente, y esto es lo único que en realidad quería contar, el día que expiró el contrato y dejó de entrarme dinero sistemáticamente extrañé muchísimo a Lana. Me fui a caminar por los lugares por los que nosotros nos movíamos, como esperándola, como si la indefensión que yo sentía ante la vida sólo pudiera suplirse con una protección en el amor, o una protección maternal (perdonad que me ponga freudiano a estas alturas, que es lo tercero peor del mundo). En fin, comprendí mi neurosis, esa conexión inconsciente entre el amor y el desamparo, y entonces me separé de mi mente y hoy ya me importa todo un poco menos, relativizo más. No me da igual, entendedme, Lana sigue ahí, Lana es una cámara en el cielo que me filma, es un plano cenital o un ojo de dios, es un testigo de mis actos (no de mis pensamientos), y me conecto con ese testigo, y para él vivo, y ese testigo es mi fe aunque no exista (perdonad que, a estas alturas, primero me ponga esotérico -lo segundo peor del mundo- y luego escéptico -lo peor del mundo-).
Bueno, me voy a sacar sonidos de una caja de madera con seis cuerdas. Y de mi garganta. Adiós, hermosas estructuras moleculares, hermosos marcianos.