Por Andrés Mauricio Muñoz.
Siempre se dice que la literatura es un asunto de paciencia, lo cual me parece bastante atinado. No solo porque al escribir debemos aguardar a que la forma tome sus mejores formas, o la palabra apropiada se imponga después de vacilar con una o con otra, o un personaje demande más de lo debido en adquirir su verdadero carácter, sino porque una vez que hemos terminado el trabajo debemos esperar a que ese acto de escribir adquiera toda su dimensión y su valía. En algún momento se dará, suponemos; alguien tomará un libro nuestro entre sus manos o leerá en una revista un cuento al que nos hemos aplicado con rigor, y solo entonces, sin importar el veredicto, el ciclo se completa: hemos escrito.
No es fácil abrirse paso en la literatura, ganar lectores, hacerse a pulso. Tal vez ese sueño de ser publicado muchas veces nos obnubila, nos confunde, nos saca del camino; sin embargo, personalmente siempre he creído que el oficio de escribir lleva adherido a su espíritu ese anhelo de que nuestras letras lleguen a muchos lectores. De tal manera que aquellos senderos que debemos transitar para conseguirlo, a veces nos deparan pequeñas victorias, nos alborozan, nos llevan a creer que vamos bien, que aquellas frustraciones momentáneas no eran más que pequeños pasos en falso, un ligero trastabillar que no nos arrojará de narices contra el piso.
Es por esto que ahora me acuerdo que hace doce años gané mi primer premio literario. Estaba en una pequeña oficina, revisando una presentación de Power Point en la que debía documentar las razones del retraso en un proyecto en el que había estado involucrado dese hacía varios meses. También estaba estresado, abrumado, presa del apremio por no encontrar razones válidas. A mi lado estaba uno de mis grandes amigos de la empresa, de la vida; mientras yo hacía lo mío él se entretenía con un cronograma, entendiendo muy bien las fases, las tareas, el porqué del proyecto. Recuerdo que viajó desde Bogotá hasta Medellín para respaldarme en esa reunión tan importante. En una oficina contigua nos esperaba un director, un vicepresidente, un gerente, ya no lo recuerdo; pero sí recuerdo que aquel personaje estaba bastante enfadado por el resultado de mi labor, o por la ausencia misma de resultados, valga decirlo. En ese instante la puerta se abrió y una secretaria asomó la cabeza, anunciándonos que dentro de tres minutos podríamos pasar a la sala de juntas. Mi amigo se puso de pie, yo también; nos miramos a la cara con un gesto impreciso, a medio camino entre la resignación y el estoicismo.
La secretaria había dicho «tres minutos», y a ambos se nos hacían eternos. Entonces mi amigo comenzó a dar vueltas por la oficina en forma arbitraria. Yo permanecí sentado, afligido por mis desatinos profesionales. A ambos nos asistió la certeza de que en aquella reunión se definirían muchas cosas que podrían afectarnos laboralmente. Debía estar faltando un minuto para tener que salir y dar la cara, cuando recordé que aquel día fallaba el Concurso Nacional de Cuento de la revista Libros y Letras, al que había mandado mi cuento Una tarde en parís. Aunque pude haber decidido consultar el resultado en internet después de la reunión, en ese momento dos ansiedades chocaron en forma estrepitosa. De un lado estaba el agobio del ingeniero, presto a explicar lo que no tenía explicación, pero dispuesto a hacerlo con soltura; en dirección contraria corría monumental el escritor, con el ímpetu de un toro embravecido, decidido a embestir lo que encontrara a su paso, sin intuir que en unos minutos bien podría estar herido y a punto de caer en medio de la arena. De tal manera que de un brinco regresé a mi computador portátil, abrí el navegador, cargué la página de la revista y me dispuse a buscar el fallo. Ahí estaba. Comencé a leer despacio, procurando que mis ojos no saltaran a líneas posteriores, como solían hacerlo. Mientras leía comencé a balbucear en un tono juguetón, tal vez un poco burlesco, como una forma de asumir la aflicción que de seguro arribaría, aquella retórica que me sabía de memoria: El jurado calificador, reunido en la ciudad de Bogotá, y una vez leídos los 84 cuentos remitidos al concurso, ha decidido por unanimidad otorgar el primer lugar al cuento Una tarde en parís, firmado con el seudónimo de…. ¡Jueputa!!!! Todavía recuerdo la perplejidad de mi amigo, el asombro contenido en sus ojos por aquel alarido que salió de mí. Entonces le conté lo que había sucedido: me lo gané, viejo Juan, me lo gané, gané mi primer concurso, gané un concurso nacional de cuento. En ese momento se abrió la puerta. La secretaria, igual de seria, igual de severa, como si no hubiera escuchado nada, o a lo mejor regodeándose a su manera de lo que nos esperaba, nos invitó a pasar a la sala de juntas contigua.
Desde que nos sentamos el director, el gerente, el vicepresidente, he dicho ya que no lo recuerdo con exactitud, arrojó sobre la mesa una carpeta que tenía el contrato suscrito entre las compañías para la ejecución del proyecto. Luego comenzó a hablar. Lo vi mover sus manos, gesticular, arrugar el entrecejo; apelaba él a toda la locuacidad de la que era capaz, mientras con mi amigo lo escuchábamos. Supe desde el principio que no estaba entendiendo nada de lo que nos decía; para mí todo él era tan solo una boca, unos labios que se movían en forma aleatoria, una lengua que se insinuaba ágil, unos dientes de tonalidad amarillenta por el abuso del cigarrillo que por momentos quedaban al descubierto. Unos segundos después, tal vez unos cuantos minutos, no lo sé porque había perdido por completo la noción del tiempo, la boca se detuvo. Comprendí que algo había sucedido porque no se movió más. Entonces salí de mi arrobamiento y lo miré a los ojos, en los que refulgía la más genuina incredulidad. Luego de eso me preguntó: ¿Puedo saber de qué se ríe?
Me reía, claro. Aún hoy me sigo riendo.
Me gusta la honestidad de este relato. Todos participamos en algo y todos soñamos con ganarnos algo, por supuesto. Porque pensamos que sonreiríamos más, que nos hará justicia, por lo que sea. Un abrazo a Andrés Mauricio.