Este jardín, en La Rioja, España, estaba lleno de pájaros. Llegaban por la mañana temprano (recuerdo los desayunos, el gran contraste en la densidad de los materiales: el cuchillo contra la cerámica tras atravesar la mantequilla y la cerámica presionando el mármol). Cantaban como locos los pájaros. Les poseía, al alba, la histeria que a mí me posee en la madrugada. Ellos de madrugada guardaban silencio pero yo los sentía muy cerca, casi dentro, conviviendo con mis sueños y con el miedo que les provocaban los ladridos de la casa vecina. Pobres perros. También ellos temían algo. La oscuridad, la soledad, las horas como décadas.
Juro que aquella vida en aquel jardín era más rica y amplia que cualquier otra. Mi abuelo lo sabía. Por eso siempre quería estar allí con las avispas, las moscas, los topos, y sobre todo con la noche, con la luna iluminando los 250 melocotoneros que él mismo había plantado con sus manos en sólo una semana, a 35 por día, como si levantara un ejército, como si se hubiera convertido en un Federico II de aquel territorio, de aquellos seres elegidos. Estoy seguro de que les hablaba a los árboles mientras los iba plantando, les daba instrucciones básicas, de paciencia, de fortaleza, les metía en la cabeza a los melocotoneros que tenían una misión. Y estos obedecieron las órdenes con diligencia hasta el final de sus días. Poseen una inercia imparable los árboles. Inercia de dar.
El tío bueno que sale en esta foto no soy yo. Es Juan, el protagonista de mi novela “Starring Juan”, poco antes de protagonizarla. Juan vivía y vive solamente para protagonizar aventuras que luego sean novelas. Juan vive una existencia estética. Es muy criticado por ello pero a él no le importa porque él no es él, es un personaje. Juan se acuesta con mujeres sin pesar (hoy día menos que entonces y menos de lo que quisiera), está solo sin pesar y disfruta de la contemplación de un destornillador semienterrado en la arena. O pasa una tarde entera oliendo la menta.
Juan es un personaje, y por lo tanto, como tal, no existe, es una ficción. Juan vive para la galería, actúa para vosotros, se sacrifica por vosotros. Y yo, Urruzola, escribo su vida. Quien escribe este texto es Urruzola. O mejor dicho: estas letras, estas frases, estos párrafos, son de Urruzola.
Urruzola está intoduciéndose en este mismo instante, a 120 kilómetros por hora, en el interior de una pantalla. Se diluye ahí dentro. Es imposible ver a Urruzola. Nadie lo ha visto nunca. A Urruzola se le ve cuando se le lee. Urruzola tampoco existe. Existe la visión de Urruzola en los textos de Urruzola. Él no existe y sin embargo va a a sobrevivir a Juan. Si ahora mismo vosotros fuerais la pantalla de este ordenador portátil verías a Juan, al tío bueno de la foto pero 10 años más viejo, lo verías desplazándose a 120 km por hora, sentado en la parte de atrás de un monovolumen. Un chófer lleva a Juan a La Rioja, un chófer conduce a Juan, diez años después, al mismo jardín de la foto. Y Urruzola, tomando prestada por una hora la voluntad de Juan, escribe su columna para Literariedad en el coche porque no ha tenido tiempo de hacerlo antes, porque Juan no se ha dejado poseer antes por Urruzola, Juan no se ha sentado y ha aflojado los músculos, ha estado moviéndose, creando material para la ficción. Juan, en La Rioja, una vez que yo, Urruzola, abandone su cuerpo, presentará la novela de la que es protagonista. Ya no es tan guapo. Viendo hoy cómo era el protagonista de la novela (esta foto) y cómo es el Juan actual (al que estáis viendo poseído por Urruzola en la parte trasera del coche) parecería que al Juan actual lo hubieran caracterizado para protagonizar la novela. Pero no le caracterizaron, simplemente ha pasado el tiempo.
El Juan de la foto aún no conoce el paso del tiempo. No lo siente. Lee sin sospechar que la lectura le va a llevar desde ese jardín directamente hasta México, a protagonizar “Starring Juan”, la novela de Urruzola. ¿Veis cómo no existe conexión directa entre la lectura y la escritura?: la lectura lleva a Juan a querer vivir de una forma estética, lleva esa empresa a cabo con una actitud romántica de poeta que está fuera de la realidad, luego se estrella pero mantiene el tipo y se termina convirtiendo en una estrella que protagoniza una novela. ¿Veis cómo funciona el tránsito?: lectura-cambio de paradigma existencial-vivencia nueva a partir del nuevo paradigma-hallazgos-hitos poéticos-escritura.
Venid a ver a Juan desde Colombia hasta La Rioja, y luego a Cartagena (Murcia) y luego a Barcelona y luego a Madrid. Venid a escuchar al viejo Juan contar sus batallitas de México hace diez años. Venid a oír al actor que está aprendiendo a ser hombre.
Y ahora pensad en mí, en Urruzola. Soy sólo un autor: soy quien escribe, en las pausas del rodaje, la vida que vive el actor Juan delante de la cámara. Juan es un hombre que se entrega a todo, que sólo da, como los melocotoneros del jardín, como los pájaros ingenuos que celebran cada mañana como si fuera la última. Y Juan quiere y tiene también los focos. Yo, Urruzola, no. Urruzola es tímido y sufre y está en la sombra componiendo su utopía, su biografía ideal.
Venid a ver al tío bueno envejecido y a aplaudir los frutos de su interpretación.
Ved el sacrificio mutuo, cómo nos amamos el uno al otro: Juan, que sabe que va a morir, da lo mejor de sí, se desfonda para que yo, Urruzola, tenga material para escribir; yo, Urruzola, por mi parte, me sacrifico, renuncio a la vida y le cedo a Juan ese privilegio. Pero yo no envejezco. Las letras quedan y tienen la misión de durar lo máximo que puedan para dar lo máximo que puedan. Yo, Urruzola, soy como los árboles del ejército del jardín de mi abuelo. Juan es las manos de mi abuelo, que generan el ejército para vivir siempre en él y ser defendidas por él.