Imagen de un peatona viajera
A propósito de los 60 años que cumple Breakfast at Tiffany’s, la nouvelle de Truman Capote, en este 2018, les presentamos una reseña, y de paso una hermosa semblanza, sobre uno de los personajes femeninos más encantadores de la literatura del siglo XX: Holly Golightly, representada por la hermosísima Audrey Hepburn cuando fue llevada al cine, en 1961.
Reseña de Desayuno en Tiffany’s (1958), Truman Capote
Holly Golightly es una mujer elusiva. Su apellido nos advierte que es resbaladiza, ligera como un pañuelo, y la tarjeta que se halla en el buzón de su apartamento también nos anuncia que es mujer de ningún hombre y de ninguna parte: Holly Golightly, Viajera.
«Acostumbrarse es como estar muerto», le dijo alguna vez Holly a «Fred», su vecino —así lo llamaba ella—, cuyo nombre verdadero (si es que eso existe) nunca se nos revela. Fred es el narrador de esta novela, es a través de su voz que nos acercamos a la historia de aquella mujer que soñaba con habitar en un mundo en el que se sintiera como si estuviera en Tiffany’s, ese lugar silencioso, de atmósfera arrogante y aroma a plata y a billetera de cocodrilo: «No quiero poseer nada hasta que encuentre un lugar en donde yo esté en mi espacio y las cosas estén en el suyo. Todavía no estoy segura de dónde está ese lugar, pero sé qué aspecto tiene: es como Tiffany’s».
En 2018 se cumplen 60 años de la publicación de Breakfast at Tiffany’s, —nouvelle de Truman Capote— y Holly Golightly aún nos resulta familiar, quizá más que en 1958 cuando salió a la luz. Es una mujer que encaja perfectamente en esta sociedad cosmopolita que lo último que anhela es un vínculo estable y perpetuo con algo o con alguien. Es mujer huidiza, a quien es mejor no amar por el propio bien del amante, aunque es tan encantadora que resulta inevitable enamorarse de ella. Pero Holly lo advierte: «No le puedes entregar tu corazón a una criatura salvaje. Cuanto más se lo entregas, más fuerte se hace. Hasta que se vuelve lo suficientemente fuerte como para huir al bosque. O para trepar a un árbol. Luego a un árbol más alto. Y luego al cielo».
Durante la Segunda Guerra Mundial, Golightly se evaporó voluntariamente de otras formas y circunstancias. Y aunque sus conductas a veces eran reprochables por sus vecinos y conocidos, sobre todo sus fiestas bullosas, su hábito de perder la llave y pedir que la abrieran la puerta del edificio a altas horas de la noche y la cantidad de hombres que la visitaban, ella siempre se mantuvo fiel a sus principios y a su propia moral: «Sé lo que quieras, excepto una cobarde, una hipócrita, una criminal emocional, una puta: prefiero tener cáncer que un corazón deshonesto. Eso no es piadoso. Solo es práctico».
Podríamos reseñar, a secas, Desayuno en Tiffany’s: es la historia de una palurda del sur de Estados Unidos que sueña con ser rica; viaja a Nueva York y allí se dedica a transformarse a gusto de los hombres adinerados para poder alcanzar la vida que desea. Si se aguza la mirada crítica, la nouvelle de Truman Capote, por muy divertida que sea, resulta cliché. Sin embargo, más allá de una trama compleja o novedosa, Capote nos sorprende con una magnífica voz narrativa figurada en la subjetividad de un personaje que reconstruye una historia ocurrida hace varios años.
En 1961, Breakfast at Tiffany’s fue llevada al cine bajo la dirección de Blake Edwards y distribuida por Paramount Pictures Corporation. Y aunque Truman Capote hubiera preferido a Marilyn Monroe como la personificación de su invento, fue Audrey Hepburn quien asumió el papel y quien se convertiría en un ícono femenino del cine. Y sin desvirtuar las bondades del séptimo arte, hay que reconocer que el formato cinematográfico eclipsó los mayores logros de Capote en esta nouvelle: la voz narrativa, el manejo del tiempo y la construcción de los personajes. La voz que nos habla es la de un escritor novel. Empieza en un presente, muchos años después de la huida de Holly, y entre ires y venires en el tiempo nos cautiva, no solo con la historia de esta mujer encantadora que al final, como siempre, se evapora, sino también con la construcción física y psicológica de personajes memorables.
Recordemos a O. J. Berman, el agente artístico de Hollywood, que sin esos centímetros de más que le añadían sus zapatos de doble tacón se podría confundir con un enanito de cuento: «Su calva cabeza pecosa era desproporcionadamente grande, como la de los enanos; y llevaba pegadas un par de orejas puntiagudas, exactamente iguales que las de los elfos. Tenía ojos de pequinés, despiadados y ligeramente saltones. De las orejas, y de la nariz, le brotaban matas de pelo; una barba de horas agrisaba sus maxilares, y su apretón de mano era casi peludo»; a Joe Bell, el dueño del bar, cuyo carácter no es precisamente afable, como él mismo lo reconoce, de lo cual le atribuye la culpa a su soltería y a «las malas pasadas que le gasta su estómago»; a Mag, la compañera de Holly, «la fealdad derrotada, que suele ser mucho más cautivadora que la verdadera belleza, aunque solo sea por la paradoja que lleva consigo». Incluso el tartamudeo de esta mujer, aunque forzado, era auténtico: gracias a él se las arreglaba para que sus trivialidades parecieran originales, y servía, a pesar de su estatura, de su aplomo, para inspirar en sus oyentes masculinos un sentimiento protector; a Rusty Trawler, el enamorado de Holly, un excéntrico huérfano millonario que «nunca había llegado a desprenderse de sus michelines infantiles, aunque algún ingenioso sastre se las habría arreglado para camuflar casi por entero aquel rollizo culo al que te daban ganas de azotar».
Y finalmente imaginemos a Holly Golightly, quien «pese a su distinguida delgadez, tenía un aspecto tan saludable como un anuncio de cereales para el desayuno, una pulcritud de jabón al limón, una pueblerina intensificación del rosa en las mejillas». Tenía una cara que «había dejado atrás la infancia, pero que aún no era de mujer». Sus ojos eran grandes, «un poco azules, un poco verdes, salpicados de motas pardas: multicolores, como su pelo; y, como este, proyectaban una luminosidad cálida». Inolvidable su mirada cuando «Fred» la llamó por primera vez por su verdadero nombre, Lulamae: esos ojos eran como «prismas fragmentados, y las notas azules y grises verdes no eran más que pedazos rotos de su antiguo centelleo».
Golightly es una mujer que siempre huyó, buscando el cielo, un cielo parecido a Tiffany’s; pero su búsqueda siempre estuvo menguada por el profundo y paradójico anhelo de no encontrarlo. Porque ella, como nosotros, se satisface ante la imposibilidad de alcanzar una utopía que a la vista parece realizable: «es mejor quedarse mirando el cielo que vivir en él», decía Holly, como si en ello residiera la magia de la búsqueda perpetua e inalcanzable de la felicidad. El cielo «es un sitio tremendamente vacío. No es más que el país por donde corre el trueno y todo desaparece»: porque el cielo es elusivo. Como la felicidad. Como Holly Golightly.
Danielle Navarro Bohórquez. Comunicadora social de la Universidad EAFIT y estudiante de la maestría en Hermenéutica literaria de la misma universidad. Hizo parte del equipo editorial del periódico Nexos y ha sido colaboradora de medios como El Espectador, De la urbe, Al poniente, Revista Canéfora, Cuadernos de Ciencias Políticas, Bitácora y de la Revista Literariedad. Cofundadora de Camelia y Danielle, producto audiovisual para la divulgación de literatura.
Correctora de estilo. Bloguera en https://medium.com/@daniellenavarro