Imagen de una de las infinitas casas del arte
Les presentamos un ensayo de Daniel Rodríguez sobre arte, religión y cultura, que bien podría situarnos justo en frente de la obra de arte, en silencio, o detrás de ella, contemplando el silencio de los que están al otro lado.
Para Norberto Cambiasso
“Todos los valores son valores humanos, valores relativos, tanto en el arte como en cualquier otro aspecto”
Clement Greenberg
Clement Greenberg está obligado a salvaguardar una moral; Harold Rosenberg a decir una verdad. Hay instituciones, una ciudad, un país, una religión, una época, un tiempo histórico del cual no pueden huir. El judaísmo neoyorquino, o la ciudad de Nueva York respecto a París, o Estados Unidos respecto a Europa.
En El Nacimiento de la Tragedia, Nietzsche sostiene lo siguiente:
«Mucho es lo que habremos ganado para la ciencia estética cuando hayamos llegado no sólo a la intelección lógica, sino a la seguridad inmediata de la intuición de que el desarrollo del arte está ligado a la duplicidad de lo apolíneo y de lo dionisíaco: de modo similar a como la generación depende de la dualidad de los sexos, entre los cuales la lucha es constante y la reconciliación se efectúa sólo periódicamente (…) Esos dos instintos tan diferentes marchan uno al lado de otro, casi siempre en abierta discordia entre sí y excitándose mutuamente a dar a luz frutos nuevos y cada vez más vigorosos, para perpetuar en ellos la lucha de aquella antítesis, sobre la cual sólo en apariencia tiende un puente la común palabra «arte»: hasta que, finalmente, por un milagroso acto metafísico de la «voluntad» helénica, se muestran apareados entre sí, y en ese apareamiento acaban engendrando la obra de arte a la vez dionisíaca y apolínea de la tragedia ática».
Diferenciar a estos dos pensadores es también unirlos. Greenberg y Rosenberg son, ellos mismos, un solo cuerpo, contradictorio pero infranqueable e indiscutidamente eficaz, casi como nadie lo ha sido en su campo. Se necesitan, como Caín y Abel, como los mismos Apolo y Dionisio, para destruirse pero a la vez confirmarse en una profunda, aunque inconsciente, admiración mutua. Entre el desprecio explícito que hay en sus textos (se han gritado muchas de sus verdades, fundamentalmente en «How art writing earns its bad name» –Greenberg; 1962 y «Action painting: A decade of distortion» –Rosenberg; 1963-) hay un nexo común que los unifica y los desvía de sus diferencias. Es, desde ya, esa obra de arte que viene a funcionar como el símbolo único y por ende siempre aurático; esa concepción que es también de ellos, de su propia unión amorosa y violenta. Es esa obra de arte que, como sostenía Nietzsche, confirma la presencia de lo apolíneo y lo dionisíaco en un mismo plano, nada más que sobre un lienzo manchado.

Jackson Pollock, por ejemplo, suele ser visto como el hijo pródigo de Greenberg (así lo fue), pero también ha sido un artista profundamente admirado por Harold Rosenberg. En sus pinturas cada uno de ellos veía lo que deseaba ver según sus argumentos. Posiciones que eran más que caprichos; pensamientos que sostenían detrás a toda una cosmovisión del mundo.
Estados Unidos, la imagen de la libertad, es también la de la desolación del individuo anclado entre sí mismo y la nada que gira siempre a su alrededor. El existencialismo, entonces, verá su apogeo lógico e inmediato en ese mundo que lo invitó a florecer tristemente. Porque nada hay en la vida que no sea una condena o sufrimiento.
Es imprescindible no olvidar que Greenberg se ha pronunciado (tal vez como pocos críticos de arte) durante el período anterior a la Segunda Guerra Mundial. En él está también la misma decepción que en los artistas. A él también lo acompaña la misma congoja que llevan consigo todos los auténticos trotskistas del pasado. Él, entonces, se debe, primeramente, a él mismo; a no traicionarse, a no engañar lo que verdaderamente piensa, a aquello que considera superior por sobre la mediocridad reinante. Él es él y sus condiciones. Greenberg es un hombre que aboga por un arte independiente, libre y apolítico justamente porque él mismo no es nada de eso. Si así lo fuera, nada le importaría entonces. Si así lo fuera, él podría ser como su «rival», Harold Rosenberg. Pero no, él ha vivido lo suficiente como para saber que ciertas acciones estimulan fijas reacciones; que determinadas causas generan siempre similares efectos.
Clement Greenberg conoce quizás demasiado bien a la sociedad y al trágico siglo XX como para ser lo saludablemente inocente. Lo que quiero decir, pues, es que todo aquello que en su pensamiento parece contradictorio y ambivalente, es en realidad de una lógica que sólo un admirador de Kant como él puede llevar a cabo. Es el pensamiento cambiante de un siglo igualmente vertiginoso. Lo único que termina preocupándole a una razón y a una sensibilidad como la suya es la vida humana. Detrás de ese formalismo in extremis en realidad existe una obsesión casi opuesta: la salvaguardia de todo eso otro que el arte no es. Si el arte es, para Greenberg, forma pura, pensamiento racional autocrítico que se implementa más allá del deseo, de las intenciones y de la acción misma del sujeto, la separación con toda acción humana es casi absoluta y radical. Entonces ya no hay peligro de que el arte caiga en la palabra prohibida, o revolucionaria, o incluso reaccionaria. Porque el arte, que es forma pura, es el único elemento vivo dentro de un orden opresor que quiere todo muerto y para él. El arte, entonces, encontrará en la alienación de la sociedad capitalista moderna su propia justificación; es en esa sociedad en la única en la cual es posible hacer «arte elevado». Es Nueva York, en efecto, el nuevo epicentro del arte moderno, luego del apagón parisino que implicó la ocupación nazi.
Creo que Greenberg es consciente de los peligros de la época, y actúa en consecuencia. Es él, el elemento apolíneo, quién entiende, mediante la más fría racionalidad que a su vez se combina con un gran pero mucho menos visible sentido de la humanidad, que el arte sólo puede escapar de lo kitsch sumergiéndose en su propio submundo, con sus reglas propias, con su propia lógica interna.
El arte no discute ni critica ni acepta ni reacciona, porque simplemente no está en la sociedad. Pero en realidad esa supuesta inadecuación es un requisito para su existencia; o sea, para su adecuación. El arte abstracto, como un enunciado sin enunciador, se muestra ante el público como lo alternativo; como el lugar en donde el sentimiento de lo humano está en su proporción más pura, más separada de lo social y de lo relativo al kitsch y a la cultura de masas. Pero para perpetuar esta característica única, divina y pura dentro del sistema capitalista moderno (el único en el cual ese tipo de arte puede llegar a florecer), el arte abstracto debe borrarse a sí mismo; debe ocultar sus marcas de creación artística. En definitiva, lo abstracto debe fingir para seguir siendo resistencia. Debe parecer que en realidad no es más que una búsqueda formal hacia la planitud característica de la pintura que se aleje de toda temática potencialmente representativa. En efecto, de aquí viene la obstinación despreciativa que Greenberg tiene para con todo lo literario y narrativo en general. Lo que se representa, se dice.
En síntesis, Clement Greenberg tiene miedo de que lo único que queda de verdadero y bello en la cultura, desaparezca a manos de ese sistema monstruoso que todo se lo apropia. Ha perdido su fe en la lucha por la superación de esa misma sociedad, por eso parece defenderla con el inmenso desencanto de quién es arrastrado a conformarse con tan sólo migajas de lo que había soñado sería un gran banquete. Su propaganda es en realidad para lo que él sí defiende e intenta salvar del abismo que se ve en el horizonte.

Harold Rosenberg será aquél quién ponga en palabras todo aquello que los artistas del expresionismo abstracto son y representan en su verdadera esencia. Lo que estos hombres sienten está expresado en esa cara fría, indescifrable y aparentemente fortuita que son sus obras. Él va a ir más allá, hacia donde la verdad escondida surge indefectiblemente; hacia el lugar en el cual todo flota en la superficie.
La obra de Newman es un buen ejemplo. Su pintura Vir Heroicus Sublimis está relacionada con su conocido ensayo The Sublime is now (1948). En él, Newman traza la línea de ruptura entre el arte anterior al expresionismo abstracto y éste. En las nuevas pinturas producidas en los Estados Unidos de posguerra, ya no hay una mera reformulación estética. Hasta el arte moderno anterior a la Segunda Guerra, el paradigma del arte renacentista no había sufrido mayores cambios. Los vanguardistas (en dónde sea que se empiece a pensar éste movimiento por demás heterogéneo) habían tomado a ese mismo arte como el punto de partida de su subversión. Había en ellos una virtud puramente racional. El devenir del arte estaba marcado por este evolucionismo basado en el pensamiento y la búsqueda de la forma pura y específica del medio. En lo representativo de la naturaleza estaba, seguía estando todavía, lo sublime. Por supuesto, esto ya no era tan evidente como en la pintura del siglo XVIII y primera parte del XIX, pero aún estaba allí, en las pinturas cubistas de Picasso y hasta en el geometrismo abstracto europeo de Mondrian. Lo que el nuevo arte norteamericano había venido a cambiar era, justamente, la noción misma acerca de lo sublime. El individuo, en el centro de la acción, contiene a todo lo absoluto en sí mismo, en tanto puede representarlo no figurativamente. El arte, entonces, lo precede a todo. La idea misma de la razón de ser humana es el principio de las cosas. El lenguaje y la idea de Dios conectadas en la acción misma de allí procedente. El ser humano se define por su grandeza anhelada, por su constante y eterno malestar frente al no poder retornar al Jardín del Edén, en donde Adán compartía el conocimiento con Dios. Lo social, entonces, es un descenso de ese estadio, que es lo esencialmente humano.
Esto, que Newman expresa maravillosamente en dos ensayos aparecidos en la revista neoyorquina Tiger’s Eye (The First man was an Artist -1947- y la mencionada The Sublime is Now -1948-), resume toda una teoría que no va a encontrar en él a su principal defensor:
«Harold Rosenberg me animó a explicar lo que podría significar una de mis pinturas para el mundo. Mi respuesta fue que si él y otros podían interpretarla adecuadamente, significaba el fin de todo totalitarismo o capitalismo de Estado». (The Sublime is Now)
¿Cómo podía ser que un arte estuviera abogando explícitamente por el fin del sistema que lo mantiene vivo y que, de hecho, ha permitido su aparición? Para mantener esa condición sublime tan preciada, el arte debía esconder sus principios y fundamentos; de lo contrario, se estaría suicidando en la propia revelación de la causa de su concepción. Por supuesto, Rosenberg no estuvo en absoluto dispuesto a callar lo que Greenberg consideraba que, por el bien del arte, debía de ser callado. Él encontró las razones por las cuales el nuevo arte norteamericano era tan especial. Desde ya, eso estaba en lo social, en el capitalismo salvaje y opresor propio de la cultura de los Estados Unidos. Si Estados Unidos era, en arte, sinónimo de expresionismo abstracto, era simplemente porque, además, también era sinónimo de capitalismo, individualismo, materialismo, macartismo, burocracia y alienación. Los artistas llegan hasta el descubrimiento de lo sublime que hay dentro del ser debido a la soledad que sufren insoportablemente dentro del mundo moderno.
Rosenberg va a ver a las pinturas de Pollock y compañía como un grito libertario dentro de ese contexto opresor. No quiere decir esto que los pintores no racionalicen sus propias obras, pero en todo caso no es ese el punto inicial de su creación. Hay en ellos un deseo de poder que sobrepasa los límites artísticos y, justamente por eso, los engrandece a la vez que se confina en estos.
En las pinturas del expresionismo abstracto ya no hay una imagen o una representación; ni tan siquiera una idea. Lo único que podemos ver ahí es una acción, un instinto.
El arte nuevo, entonces, será una forma nueva, la más cabal acaso, de engrandecer al ser humano y relacionarlo con lo sublime. Una negación de la individualidad a la vez que una confirmación de la misma. Un nuevo encuentro con lo sublime, pero con eso que no es sublime por fuera del dominio humano (la naturaleza) sino justamente por todo lo grandioso que el mismo ser tiene dentro de sí. Esa idea, que es un sentimiento, sólo puede ser producida por el individuo solo y alienado por el capitalismo moderno. A través de la carencia eterna se manifiestan la voluntad de poder y su única posibilidad de cumplimiento en tierra: el arte.
Un evento, una acción que redime y justifica la vida, en un contexto donde no hay otra cosa que la justifique. El hombre convenciéndose de su propio poder frente a una divinidad inalcanzable.
Ya no interesa lo estrictamente formal o la presencia de lo representativo sobre el lienzo; lo auténticamente valorable ahora no es otra cosa que todo aquello que la pintura tiene de presencia real, de efervescencia honesta, de expiación impulsiva. Lo objetivo en la tela es aquello que confirma la subjetividad del ser humano en un ámbito determinado y, así, niega a toda presencia hedonista y falsa del narcisismo romántico.
Por eso es que el expresionismo abstracto es un arte auténtico. Ya no se trata de hacer arte pretendidamente subversivo y profanador para epatèr la bourgoise; el arte abstracto toma estas características porque no puede evitarlo, no puede ser de otra forma de la que es. Es, en verdad, el arte de su época. Por eso será recordado.

Detrás de todo el misticismo poético de Rosenberg está la idea de ruptura. El encuentro con Dios, que para el ser humano es el encuentro consigo mismo, es como una vieja novedad. Esa clase de elevación es lo inédito, sin importar lo que de allí devenga.
El hombre, centro de la historia, es el único que puede cambiarla. Con su sola presencia en el eje central, todo aquello que fue y es puede, de un instante a otro, acabarse, desaparecer.
En el formalismo frío y empírico de Greenberg, en cambio, subyace el progreso de la historia. El modernismo y el futuro como espacio de libertad son aceptables siempre que se mantenga la continuidad histórica, la presencia inmutable del pasado como lugar de reconocimiento de la acción humana. Si se borra el pasado, el hombre vuelve a la barbarie del vacío y al olvido de la civilización entendida como un proceso. En definitiva, de eso se trata, de la civilización y sus valores. En el modernismo de posguerra, eso es lo que se pone en juego y eso es, justamente, lo que Greenberg está dispuesto a defender. Los valores civilizados son los que, paradójicamente, también generan sus propios enemigos mortales. A aquellos Greenberg los quiere presentes y divinos, enaltecidos, ilustrando el verdadero sentido de la existencia. Para ello es necesaria una manutención.
De sus razonamientos, es posible inferir que el posmodernismo era, luego de la Segunda Guerra Mundial, un futuro casi inevitable, y hasta el mejor. Pero si en verdad se comprende la coherencia y lógica de su teoría, es posible escaparle a ese mismo posmodernismo, ya que se entendería lo que una época determinada, un pasado específico, demandaba a todos aquellos seres sensibles y pensantes. Hoy se recuperan las palabras de Greenberg desde otro lugar, entendiendo los sueños y angustias de su tiempo.
Sostener el pasado, lo mejor del pasado, para rearmar un futuro al cual dirigirse. Esa es, quizás, la enseñanza de Clement Greenberg.
No deseo, de ninguna manera, que esto sea leído como una preferencia irracional e infundada hacia Greenberg en desmedro de Rosenberg. Probablemente ningún crítico de arte del siglo XX haya escrito con su capacidad poética y profunda originalidad.
Es seductor, pero peligroso, porque tras ese grito está lo más aberrante: lo desconocido. Un horizonte brumoso, sin ciudades ni vidas que identifiquemos como las nuestras. Si lo sublime es ahora, si el momento definitorio es la explosión emancipadora y final, ¿qué habrá mañana?
Lo estético, en tanto acción primigenia y divina de la sociedad, anula todo lo demás. Los términos de medición de los actos se trasladan y el estándar pasa a ser la belleza o la fealdad. Lo bueno y lo malo desaparecen y sólo queda ese gusto variable, que todo lo permite. Las normas que rigen nuestras vidas se hacen a un lado y somos aspirados por la anarquía que implica el desconocimiento del valor de la humanidad.
En síntesis, un mundo sin certezas ni realidades ni formas tradicionales. Sólo alguien con serias tendencias destructivas (y tal vez ni siquiera) estaría dispuesto a aceptar ese camino como el que hay que tomar de cara al futuro. A los demás les parecerá inconcebible.

Quilmes, Argentina. Es licenciado y profesor en Comunicación Social de la Universidad Nacional de Quilmes. Ha publicado trabajos como periodista y como traductor. Su trabajo se orienta hacia la crítica cultural y el análisis político.