Imagen de una calle de la capital del mundo
Les presentamos un testamento peatonal de Sofía Castillón, en donde podremos recorrer a la velocidad de los rayos todos los milagros de la ciudad luz, eso sí, sin dejar de querer regresar, otra vez, por primera vez.
Latinos, negros, chinos, afganos, japoneses, indios, europeos, en el subway, en el bar, en el museo, en el parque, en la calle. Chinatown, Little Italy, Harlem, Queens, Brooklyn, Upper East Side. Todos son y hacen New York.
Manhattan dice, desde su trono, que ser cosmopolita significa entender que la sangre no es ni roja, ni azul, ni amarilla, ni trigueña, sino un gran No. 5 de Pollock que se volvió líquido y corre por las venas de la ciudad desde Van Cortland Park a Time Square, desde Time Square a Brooklyn Bridge, desde Brooklyn Bridge a Wall Street, a 82st Jackson Heights, a Rockaway Blvd., y sigue vibrando en el motor del subway que mueve la humanidad en este rincón de la tierra.
El glamour, las luces de colores, los zapatos de diamante, los tapados largos como un leopardo, como un visón, como un zorro. La vida que brilla en las lentejuelas de tu bolso, en el strass de tus uñas, en los apliques de tu sombrero, en los cristales de tus pestañas.
El mercado de la música desprende las notas del jazz y del blues como si fueran la carne suave, sintética y deliciosa de unas barbacue ribs, y sus escenarios prometen la auténtica experiencia neoyorquina que nos sigue vendiendo Hollywood y que compramos, agradecidos.
Van Gogh, Picasso, Da Vinci, Gucci, Prada, Marc Jacob, las armaduras medievales, las flores de cerezo en sedas antiguas. Hasta el sexo entre pingüinos puede ser objeto de exposición y deleite en las vidrieras y museos de La City. Su pecado capital es, sin dudas, la gula.
En New York el pincel, el acorde y la tinta saben muy bien a quién, y a cuánto. Chinos que se toman la selfie en el Met con el Guardián Protector del Este y su residencia permanente. Harry despide una y otra vez a Sally en Washington Square Park mientras Robert Redford camina descalzo.
«En N.Y. los ricos están tristes, en Colombia los pobres están felices», cuenta un mesero rolo, mientras carga la bandeja con dos caballitos de mezcal en un restaurante que se recuesta sobre el Upper West Side y recuerda al andar desencantado de Federico.
Sobre 5th Avenue, una mujer implora tu mirada junto al espectáculo de luces de Navidad de Saks; «Me siento invisible, olvidada, simplemente no valgo nada», dice, mientras la multitud ríe con Blancanieves y su manzana envenenada. ¿Por qué oler la fruta pasada cuando Sephora regala perfume francés?
Todo lo que brilla, en alguna parte, decanta su sombra. En New York los homeless, la pobreza, el olvido, el dolor se ubican en el extremo más marginal de la vida, y al mismo tiempo tan cercanos para tender una mano que por rutina nunca llega.
En New York el ser humano baja las escaleras infinitas de Broadway vestido con plumas y brillantes. Abrimos el telón y extendemos los guantes de seda aunque las uñas estén negras y los dedos descompuestos. Pero todos no entramos en el mismo escenario, entonces nos empujamos y retorcemos por ocupar el milímetro de tabla donde apunta la luz central, el foco redondo que nos sigue al compás de la música; y cuando abrimos los ojos y miramos hacia adelante, te vemos, vos, tan único y tan vivo, con tu segundo de gloria en el mundo. La muerte sonríe, los sonidos calman, el público aplaude.
En un pestañeo, el gran momento ya pasó, y si tenés suerte sos el público que aplaude, y si no, sos el mendigo en la puerta del teatro. El artificio de las luces es tan rápido que podemos estar seguros de que nadie nos vio mientras nos retocábamos el maquillaje escondidos en la butaca.
New York es una caja azul Tiffany’s, sea que guarde un diamante, o un anillo de Cracker Jack.
Díganme, por favor, si hay una ciudad en este mundo que nos muestre mejor como seres humanos, tan fascinantes como ruines, que New York.
New York, con su energía de movimiento, te mira desde sus edificios de mil reflejos que niegan la vejez y la decrepitud. Allí caminamos, siempre jóvenes y bellos. Pero cuidado, ya hemos visto que en los cuentos de hadas los espejos pueden estar encantados.

Bahía Blanca, Argentina. Es licenciada en Comunicación Social de la Universidad Nacional de Quilmes. Trabaja en la Universidad Nacional de Quilmes, Instituto Universitario Hospital Italiano de Buenos Aires y en la Universidad Nacional Arturo Jauretche.