Ilustración: Elisa Estévez.
Por: Santiago José Sepúlveda Montenegro
“…solo entendemos el cambio si conocemos su proceso”.
Fragmento – Atala y Elisa, de Elisa Estévez.
Recuerdo la primera vez que volé en avión. Era muy pequeño, así que las imágenes que quedan de aquella experiencia podrían ser ficciones, momentos reconstruidos a partir de lo que me contó mi madre luego de algunos años. Pero la imagen, cierta o no, es la de un niño que se asoma a la ventana y ve, primero, la tierra que se aleja y el abismo que se va formando. La emoción de ir por primera vez al cielo lo embarga. Luego, frente a la ventanilla, ve un tapete largo de nubes, otras nubes que pasan, se rompen, pero que permanecen ahí, inmóviles. “¿Y dónde están los ángeles?”, le pregunta el niño a su madre.
No recuerdo su respuesta, pero sí recuerdo que, justo en ese momento, la idea que tenía de Dios desapareció, se esfumó: eran más consistentes las nubes. Luego de eso he conocido otros abismos, me he desencantado muchas veces, pero nunca los abismos han sido tan profundos ni los desencantos tan dolorosos como cuando esos abismos han sido abismos íntimos.
Atala y Elisa, más allá de lo que se ha dicho de ella (que es de una niña de diecisiete, que es una novela para jóvenes, para adolescentes, y más allá de las preguntas de periodista como “cuál es tu mensaje para los jóvenes escritores”), más allá de todo eso, logra retratar muchos de esos abismos que rara vez nos atrevemos a mirar. Y es que es difícil, porque las herramientas que normalmente usamos no sirven de forma directa para eso: con los ojos reconocemos que sangramos, con el tacto sabemos de un golpe, con el olfato decidimos meternos a la ducha. Pero ¿qué herramientas son las que usamos para reconocer la tristeza, el amor, el gran malestar de no encajar?
Creo que, a medida que vamos leyendo esta novela, vamos descubriéndolo: no porque tenga respuestas a grandes preguntas filosóficas, o porque sea una novela sesuda y erudita (aunque ya he oído eso un par de veces), sino porque Atala, una chica de diecisiete años, logra ser sincera con ella misma, y así va mostrándonos sus abismos.
Las decisiones que la narradora toma a lo largo de la novela (qué decir, cómo decirlo, cuándo), permiten que a nuestros ojos se vaya construyendo un mundo que da cuenta de su mirada: las descripciones del espacio están cargadas de intimidad, los sueños reflejan el enfrentamiento de realidad y deseo, y la voz, que parece descuidada e impaciente, logra contener la naturaleza profundamente observadora del personaje.
Podría sumergirme un poco más en la novela, recorrer sus abismos: la mentira, el talento, la ignorancia, la capacidad de la poesía, las búsquedas artísticas, musicales, la sangre, el agua, el sexo, la amistad, y tantos otros temas. Pero siento que eso es tarea de cada quién, porque es allí, mirando al vacío de los abismos de Atala, donde vamos viendo reflejado su pasado, el por qué está donde está, y cómo ese lugar es el lugar valioso en el que podemos saber, con toda certeza, que ya podemos parar de escribir y avanzar.