Escuela de Fontainebleu, Gabrielle d’Estrées y una de sus hermanas, hacia 1595. Oleo sobre lienzo, 96 x 125 cm.
Les presentamos el primer capítulo de la novela histórica «Cómo se atreve», donde Silvia Miguens habla de la concepción de belleza de las mujeres en la colonia argentina, especialmente en la figura de la famosa educadora feminista argentina Juana Paula Manso.
Por: Silvia Miguens
Cualquiera que conozca algo de la historia sabe que los grandes cambios sociales son imposibles sin el fermento femenino. El progreso social puede medirse exactamente por la posición social del sexo débil (aunque sean feas).
Carlos Marx
Dicen que soy vieja, gorda y fea, y no me extraña. Qué mejor que mostrarme igual a ellos también en su aspecto desangelado y ocre.
Ocre, como ha dicho Sarmiento que soy. Y puede que, por esto de emularlos y situarme a sus alturas, Sarmiento haya dicho también que yo, Juana Paula Manso, he sido el único hombre entre cuatro millones y medio de habitantes, entre Chile y la Argentina, capaz de comprender su obra de educación. Así me ha definido Sarmiento, como el único hombre capaz. Además sostiene que, inspirándome en su pensamiento, he puesto el hombro a este edificio siempre a punto de desplomarse. ¿Es que hay otro modo de ver nuestro país? ¿Podríamos haberlo visto de otro modo? ¿Podremos? ¿Cuándo?
Algo habrá, sin duda. Puede que yo haya sido el único hombre capaz y puede que sea tan ocre como él y tantos otros cercanos a él, puede que me les parezca de algún modo, más aún de lo que yo misma creo. Por qué no… Sin embargo, existe otra verdad nunca dicha con respecto a mí y es que la inspiración, en tiempo y en distancia, me ha llegado desde mucho más allá del peso o el dominio de Sarmiento, de su ideología, de su pensar, de lo que él y tantos han definido «su potestad, su influencia»; es que cada uno es lo que es y no lo que debiera ser. Y aun otra verdad: mi condición de mujer ocre la he adquirido de tanto frecuentar a hombres como él.
Pero no siempre he sido así. Recuerdo que un atardecer, en Cuba, en casa de los Quesada Loynás, pasando por detrás de aquel grupo de señores enfrascados en la bebida y sus vanidades, le escuché decir a don Germán Castro:
—¡Qué tanta vaina, la señora de Noronha es intelectual y sin embargo no es fea!
Cuando las carcajadas de los hombres interrumpieron el decir de don Germán Castro, las cortinas se agitaron y el pelo blanco se le alborotó. Al mismo tiempo, y de un sorbo, empinaron el vaso y entre risas, se pasaron la lengua por la comisura de los labios para quitarse unas gotas carmelitas de ron. Segura, no obstante, de que nadie había reparado en mi presencia, yo, Juana Paula Manso, por aquel entonces «de Noronha», me hice la desentendida, me detuve frente a la mesa pequeña cercana a la pared, dejé la copa junto al florero y, como quien no quiere, olí las gardenias, al tiempo que ponía en orden la cinta que me sujetaba los pliegues del vestido bajo el busto. En la luna del espejo los vi sonreír por detrás de mí, observando como al desgaire la muselina blanca de mi falda.
Aquel día, atardecer en realidad, fue cuando comprendí que no era el camino correcto. Nunca encontraría el porvenir, tampoco la verdad, enfrentándome con dedicación al espejo sino enfrentándome con particular esmero a mis congéneres, afines o equivalentes, semejantes o análogos, paralelos o simétricos, los hombres. De todos modos no es fácil… bien se sabe que la mujer es esclava de su espejo, de su corsé, de sus zapatos, de su familia, de su marido, de los errores y de las preocupaciones, que sus movimientos se cuentan y sus pasos se miden. Eso le fue enseñado, así lo cree; un ápice fuera de la línea prescrita y ya no es mujer… sino un monstruo, un fenómeno, un ser mixto sin nombre.
«Ocre, vieja, gorda y fea», así me dicen. Así me ven. Así me piensan y dicen aún hoy, años después de aquella tarde cuando mi talle era todavía estrecho, firmes los senos y las caderas pan crujiente y tibio ante aquellos ojos ávidos, pese a mi condición de hembra a punto de parir o tal vez por ese motivo. Ocre. Así dicen de mí habiendo pasado tanto tiempo de esos días en que todavía yo no cuestionaba ni nadie ponía en tela de juicio que la sociedad es el hombre, el ojo del hombre, el capricho del hombre, su solo sentir. Porque él ha escrito las leyes y sus códigos y ha reservado la supremacía para sí mismo trazando en derredor de la mujer un círculo estrecho. Demasiado estrecho.
Mis preguntas no llegaron sino hasta que Noronha se fue. Entonces decidí regresar al terruño y comencé a padecer de este rictus tan mío. “Mujeres, me pregunto desde entonces, ¿por qué se condena su inteligencia a la noche densa y perpetua de la ignorancia?; ¿por qué se ahoga la conciencia de su individualismo, de su dignidad como ser que piensa y siente? ¿Por qué reducirla al estado de hembra cuya única misión es perpetuar la raza? Sin embargo, no todas estábamos de acuerdo en la Santa María de los Buenos Aires ni en otras tantas aldeas, nada importan tiempo ni lugar. Muy distintas eran nuestras inquietudes y aún lo son. Muy otra, la causa de mi desasosiego rondando la segunda mitad del siglo XIX. Mi preocupación por esos días era la pequeña Eulalia, el peso del vientre una vez más a punto de escindirme en dos, el temblor de los dedos al finalizar cada concierto de piano junto a Noronha, y Noronha.
Así fue desde aquel sarao en el Palacio San Pedro de Alcántara, cuando vislumbré su mirada dispersa por el auditorio al tiempo que con virtuosismo descerrajaba en el violín un ligero acorde de «El carnaval de Venecia». Nada más vi entonces ni por mucho tiempo. Así, fue desde que conocí a Francisco de Noronha, a poco de haber llegado al Janeyro, mi segundo exilio.
El primer exilio, destierro o expatriación y extrañamiento, fue de la Santa María a Montevideo, luego a Río de Janeyro, a causa de mi padre, don José María Manso, de Juan Manuel de Rosas, de Manuel Oribe y de tantos otros. Poco después, aunque por muy distintos motivos, la providencia o el destino y un nuevo destierro me llevaron de Río de Janeyro a Nueva York y a Filadelfia hasta llegar más tarde a Cuba y presenciar en casa de los Quesada Loynás aquel jolgorio provocado por el comentario ligero de don Germán Castro acerca de la curiosa compatibilidad en mi persona del ser-bella con el ser-intelectual.
La presente publicación es gracias a la gestión del poeta Fredy Yezzed, corresponsal de Literariedad en Buenos Aires.
Silvia Miguens. Escritora nacida en Argentina. Entre sus obras: Lupe y Lupe, después del viaje; Ana y el virrey; La gloria eres tú; Tantas maneras de vivir, Cómo se atreve; Eliza Brown; Catalina de Rusia; Isabel II de España; Estudios Literarios, sobre cuentos de Jorge Luis Borges; Biografías de Jorge Luis Borges, Eva Duarte y Astor Piazzolla y Madame Curié.