Samuel van Hoogstraten, Las Pantuflas, Dordrecht, 1654-1662. Oleo sobre lienzo, 103 x 70 cm.
Les presentamos tres textos reflexivos sobre la belleza, dictados tal vez desde la habitación en el que la belleza descansa de nosotros y de lo que creemos que es el mundo sin ella.
Por: Ivonne Bordelois
Definiciones de la Belleza
Relato de Pettoruti: Mientras deambulaba por Florencia buscando un azul especial, Pettoruti descubre en un anticuario un vaso antiquísimo del azul exacto. Entra inmediatamente y dice que se lo lleva a cualquier precio. Le piden una suma elevada, pero cuando van a envolverlo no hay embalaje adecuado en la casa: ni papel ni caja suficiente para empaquetar el dichoso vaso. Entonces Pettoruti lo arroja al suelo, lo hace trizas y le dice al asombrado anticuario: «Ahí lo tiene. Ahora sí lo puede envolver y por fin me lo llevo».
Claro, él buscaba el azul y no el vaso; buscaba la belleza. Qué manera de no confundirse ¿no? Ese azul era su Único Necesario. ¿Cuál será el nuestro?
Macedonio Fernández: Lo bello no es lo importante porque lo bello no puede conversar con la muerte (algo parecido dice Platón cuando compara el amor de amistad con el amor pasional).
Un muchacho en el colectivo habla de su recuperación de las drogas y dice que ahora escribe poemas y pinta cuadros. «No sé si son hermosas mis obras o no; lo que importa no es la belleza, sino la sencillez y la intensidad». Interesante cambio de valores.
Alguien cuenta que la hermana de Tausk también se suicidó ahorcándose. Esto ocurrió a la llegada de los nazis. Dejó una carta que decía: «La vida es muy bella. Preferiría que no cambie».
Belleza e Infancia
Me pregunto si las grandes imágenes de la casa de campo donde nací no fueron a la vez precursoras y consolidantes, en mí, de la armonía interior de la que habla Spinoza. Los árboles bajo la lluvia, bajo la luna: la sensación de ser testigo y parte, a través de mis ojos que la veían y celebraban, de la misteriosa belleza del Universo. Acaso esta experiencia previa, justamente, fue lo que me permitió volver de los desmanes de la manía.
A la siesta nos fugábamos primos y hermanos para alimentar nuestra aventura que se llamaba el Tesoro, así, con mayúscula. Era una gran caja rectangular de cartón donde guardábamos los objetos más curiosos que íbamos encontrando a nuestro leve paso por el mundo. Recuerdo que eran candados oxidados, frascos azules, lupas robadas, mariposas desecadas, una carta ilegible encontrada entre matorrales, un mechón de pelos del perro preferido y desaparecido: no sé qué conjuro armábamos desde esa parafernalia. Sí recuerdo que una vez, llevada por no sé qué impulso, metí mi mano en el hueco de un eucalipto determinado —había cientos de eucaliptos en el monte— y retiré una placa ovalada de hierro con la figura de un pez y una extraña inscripción alrededor, que se convirtió en la pieza clave de aquella colección canicular. En esa libertad e instinto para encontrar objetos marginales en lugares inesperados e investirlos de los poderes de la imaginación ingenua, veo ahora una de las felicidades mayores y más fecundas de nuestra infancia, que estuvo providencialmente desprovista de juguetes complicados o didácticos, y nos arraigó en la idea inapreciable de que un mínimo de pobreza es necesaria para gozar de ese salto que va de los propios y modestos recursos naturales a la construcción de un mundo de belleza y fantasía que ningún oro del mundo puede ya comprar.
De golpe, comprender que la gigantografía del escritorio, con la espléndida avenida del parque de mi casa natal, significa que el odio a mis padres por habernos arrancado de ese lugar edénico se ha lavado y se ha convertido en aquella otra persuasión: nadie nunca puede echarte de aquel lugar, «nunca nadie podrá».
El lugar persiste, su imborrable belleza que nada ni nadie puede ni siquiera arañar.
El único y más lindo regalo de Navidad fueron las preciosas fotos que tanto te agradezco, desde las baldosas del baño de Abuelita al contraluz de Pedro en la cocina de los peones. Qué buen milagro el de la infancia recuperada señalando ese lugar maravilloso donde el tiempo no existe, sólo la belleza y el corazón.
Esta mañana alguien me mandó un mail con reflexiones de un matemático norteamericano, Brian Swimme, sobre el sentido del cosmos. «A veces pienso que lo más importante que pueden hacer los padres es percibir la belleza y el encanto de sus hijos. Los niños son maravillosos, indescriptiblemente lindos, pero no tienen conciencia de su belleza».
Fidelidad a la Belleza
Decía Borges: «la literatura es una forma de la felicidad, y no se puede obligar a nadie a que sea feliz». Pienso que esto significa asimismo que se debe rehuir firmemente todo lo que conduzca a la infelicidad en la literatura, como lo es sepultarse en la mediocridad ignorante de los otros, para extraer la brizna de poesía, totalmente casual, que pueda resplandecer entre tanta opacidad y basura. Me hace feliz ahora leer el Cratilo, mi diario, algunos poemas de la generación del 40 —como los de Barbieri—, la desengañada y excelente autobiografía de Bogarde, la gramática del IE que se traspapeló en los estantes etimológicos. Reservar la energía -o más bien preservar, defendiéndola ferozmente, la devoción por aquella única forma de la belleza que somos los únicos en avistar.
Todo genio tiene sus pequeñeces, pero la exhibición de las mismas no aclara ni enaltece nada y además, degrada la literatura: son chismes de peluquería los que afloran en estas conversaciones de Bioy con Borges. Quizá lo que se salve es la irreverencia con que Borges acomete a los grandes clásicos, como Quevedo o Shakespeare, pero lo triste es que esos destellos de irreverencia se acompañan de excesos de vulgaridad imperdonable con respecto a otros temas: rimas ridículas o groseras sin ninguna gracia, referencias malignas con respecto a colegas menos exitosos, etc., etc. ¿Qué mundo mental o afectivo habitaba cotidianamente Borges? Parecería que en ciertos aspectos uno asfixiante, por lo que aquí trasluce —y también, mundo profundamente desdichado, sin verdadera ternura, sensualidad ni alegría. Quizá lo interesante fuera estudiar qué alquimia de barro y belleza es la que se requiere para el surgimiento de un genio— es decir, cuáles son las proporciones tolerables de fango para que la belleza no se ahogue y florezca con todo. Lo he dicho en otra parte: «Tan ubicuo como certero, el genio de Borges nos espera así, en estas narraciones, con una ironía saturada de inteligencia, desde donde fluye indiscutiblemente su magnetismo y su universalidad. Es como si estuviéramos en un castillo giratorio poblado de espejos que fueran repicando, a través de inmensas y misteriosas galerías, los enigmas de nuestra naturaleza y de nuestra incertidumbre radical. Algo así como una serena sonrisa de aceptación de la desdicha y la falibilidad que todos compartimos, como seres humanos, habita estos relatos. La exactitud de su lenguaje es una prueba más de lo inexorable en los destinos que narra. Borges no ha buscado conmovernos, sino conducirnos para siempre a ese lugar inevitable donde el universo se apodera de nosotros, y el rostro de la belleza no se distingue del de la fatalidad».
Pienso en mí misma, mujer de cuarenta años, leyendo en mis solitarias vacaciones de verano, junto al mar, las memorias de Virginia Woolf, de Lilian Hellman, de Simone de Beauvoir. Estas mujeres –tan distintas como lo han sido- me alimentaron, me inspiraron y también me sublevaron, en ocasiones. Si mis memorias nutren en alguien algo semejante, ese río misterioso que es la vida nos habrá unido en nuestra interrogación y nuestra necesidad de sobrevivir con mayor lucidez. No pretendo, por cierto, ser un modelo de vida, pero sí dar testimonio de lo asombroso y lo angustiante de la existencia, de lo hermoso inexplicable, la indecible belleza que tantas veces nos rodea. Algo así como un reconocimiento a esa maestra poderosa e insobornable que ha sido y sigue siendo mi vida para mí.
La presente publicación es gracias a la gestión del poeta Fredy Yezzed, corresponsal de Literariedad en Buenos Aires.
Ivonne Bordelois. Poeta y ensayista. Se doctoró en lingüística en el Instituto Tecnológico de Massachusetts con Noam Chomsky, y ocupó una cátedra en la Universidad de Utrecht (Holanda). Recibió la beca Guggenheim en 1983. Ha escrito varios libros, entre los cuales se destacan El alegre Apocalipsis (1995), Correspondencia Pizarnik (1998) y Un triángulo crucial: Borges, Lugones y Güiraldes (1999, Segundo Premio Municipal de Ensayo 2003). En Libros del Zorzal ha publicado La palabra amenazada (2003), Etimología de las pasiones (2005), A la escucha del cuerpo (2009) y Del silencio como porvenir (2010). Ganó el Premio Nación-Sudamericana 2005 con su ensayo El país que nos habla.