Emboscada
Hay autores que requieren de ferocidad para abordarlos. Con un calambre en los ijares nos acercamos a sus páginas, con una silla y un látigo, así o con una máscara para soldar junturas de puentes metropolitanos. Puede darse el escenario de que abramos el libro o decidamos asomarnos a comprobar la materia de que su prosa se alimenta, y al contacto de nuestros ojos con las palabras empiecen a saltar chispas. No ocurrirá la ceguera, habrá otra manera de ver posterior al encuentro. Será como un duelo, o como una despedida; como llegar y encontrar los pasillos de la casa en penumbra, la casa fría, los cuartos usurpados de su espacio: en el espacio habitando otro espacio. No se puede entrar, no se puede estar y hay que tirar puertas y mirar el vacío desde afuera, y sentir el peligro de estar vivos.
La imagen es de Héctor Rojas Herazo. En su segunda novela, En noviembre llega el arzobispo (1966), Rojas Herazo alarga una mano al borde de la noche e intenta guiarnos por las opacas luminiscencias de su siniestro mundo. Rojas Herazo invita con su sonrisa de abuelo bueno a que atestigüemos la paciente descomposición del mundo que acaba de inaugurar para nosotros.
Hay que ser feral. Hay que endurecer el hueso y afinar el oído como si fuéramos perros en la sierra o como si fuéramos un cerdo que descansa en la madrugada y adivina la emboscada del tiempo en forma de cuchillo.
Tenemos la sensación, casi la certeza, de que Rojas Herazo nos da entrada a su mundo, con sus pases de elegancia y bondad, puesto que sabe que, ya que nos sentemos a beber al ámbar de las velas, el fragor de un mundo que se asienta las extinguirá; en el silencio, que es suspenso, ocurrirá la aniquilación de nuestra esperanza.
Es que hay autores que saben muy bien que legar la alegría y el bienestar es un insulto de la peor clase, prefieren partir de las buenas maneras y alargan su respeto en una prosa de sintaxis insoslayable, y escupirnos a la cara toda la acumulación de su hastío.