Imagen de la belleza detenida en el tiempo.
Les presentamos este testimonio de Sergio Marentes de su primera visita a La galería de la belleza, un lugar misterioso que se debate entre la literatura y la realidad.
Por: Sergio Marentes
La galería de la belleza. Así se llama el lugar. Así de turbio es su nombre y, como queriendo enseñarnos las dos caras de una misma moneda a la vez, así de claro, así de directo. Se trata de una especie de museo antiguo, o más bien de una moderna galería de arte. Es, también, un lugar al que acuden en la misma proporción las imágenes de la belleza y lo bello de las imágenes. Imagino que para facilidad de los turistas y los transeúntes locales la galería se encuentra ubicada en el centro de la ciudad, junto a los palacios de gobierno y de legislación, frente a la catedral primada para terminar de completar el cuadrangular de la vitalidad citadina. No hay manera de no llegar a ella, todos la conocen, aparece en toda las guías turísticas y, se dice, no hay viajero que venga a la ciudad y no vea aunque sea su fachada de mármol tallado. Es un edificio antiguo que destila arte por donde se le mire. Quien solo pase frente a él, o lo vea en una fotografía, bien podría decir que contempló una obra de arte en pleno. La galería de la belleza no deja que la ciudad se detenga y, paradójicamente, la mantiene en el mundo de lo bello, no la deja afear, la mantiene atada con un hilo diminuto al centro de todo, en donde comienza la nada.
Ya adentro de la galería, y con toda la curiosidad aún por satisfacer, camino por el pasillo principal hasta el fondo, hasta la primera y única puerta. Sobre el marco hay un título, el nombre de la sala. El coronel no tiene quien le escriba. Me causa curiosidad, por supuesto, pero ingreso en ella sin pensar en que tiene algo que ver con el libro de García Márquez. Lo primero que noto que es que las imágenes están tituladas nada más que con dos palabras y que estas no mencionan ni la técnica ni el autor ni nada que las relacione con su creación. Una se llama El Amor, otra El dinero, El Silencio, hay una que se llama La Vida, así como otras La Enfermedad, El día, La Luz, La Noche, El café. Pienso que se trata de una especie de experimento o de broma, pero continúo dándole la vuelta a todo el salón y veo cada una de las imágenes, olvidándome de los nombres misteriosos y al parecer sin razón, y me sumerjo en su universo. Hay de todo, hay para todos los gustos. Hay una en la que hay un viejo frente a un fogón que prepara una única taza de café. En su mirada, y en sus tripas, en donde le nacen hongos y lirios venenosos, hay una necesidad de poner algo. en la siguiente, un poco más pequeña, una mujer descuelga un reloj de pared. Junto a ella hay unos periódicos. Tras ella hay un hombre con los ojos encharcados, un gallo reluciente y un pocillo con café. La siguiente imagen muestra a un viejo que camina por el pueblo en medio de la siesta del mediodía. No hay nadie que lo atestigüe. El consultorio del médico está cerrado. Nadie vigila la mercancía expuesta en los almacenes. Un hombre, con el rostro protegido del sol por un sombrero, duerme en sobre cuatro barriles de petróleo. El viejo está más solo que la soledad. Más adelante, la siguiente imagen, esta sí mucho más grande y llamativa que las demás, tiene a un hombre que llega de noche a su casa con un gallo bajo el brazo. Una mujer, que lo espera en la puerta, tiene un gesto de desilusión y de pena. A lo mejor el hombre y su animal comparten la pasión por parte de la mujer, que tiene un peso invisible en su espalda que la hace doblarse un poco, haciéndola parecer un poco menos mala, un poco menos con razón. Paso pronto a la siguiente, en la que dos viejos velan una tumba de alguien que murió de joven. Tienen flores en sus manos. La mujer reza un rosario. Lo lleva a la mitad. En medio del panteón están los dos, del mismo color de la lápida. Con el mismo vestido de la muerte. De allí salgo un poco afligido a la más divertida y diferente. En ella hay una pata seguida por varios patitos amarillos entra al despacho de un abogado. Los dos ocupantes del recinto son las dos caras de la misma moneda. Uno quiere espantarlas para siempre y el otro ni siquiera ha notado su presencia. No comprendo muy bien y paso a la siguiente, en donde un viejo está a punto de decir algo a una mujer que le habla enfáticamente. Lo tiene tomado de los hombros. Lo mira a los ojos. Pareciera que no ve nada más que lo que quiere decirle al hombre. Pareciera que ni siquiera ve el mundo alrededor y, mucho menos, a mí que los observo con la boca abierta. Junto a esta, hay una imagen alargada en donde dos viejos comen pan y café en una mesa desierta. El uno parece darle gracias a dios por la multiplicación de los panes. El otro, la mujer, nada más come con la mirada perdida en el horizonte, en el hambre del mañana. Curiosamente, debajo de esta imagen, hay una que me cautiva. Se trata de un hombre que mira a su esposa mientras ella reza el rosario que está a punto de terminar. El viejo tiene una mano en la lampara de mesa y la otra en su pecho. Los ojos de ella están a punto de cerrarse por el cansancio de dios y, los de él, por el contrario, no muestran el más mínimo indicio de cerrarse durante las próximas horas. Unos pasos más allá, como si se tratara del dibujo de la noche, hay una en la que el viejo se afeita sin necesidad de usar un espejo. Con los ojos libres, se dedica a observar en el espejo del otro lado de la habitación a su esposa, que pareciera inmóvil hace décadas. Luego hay una en la que una mujer mira al gallo del otro lado de la casa con rabia mientas el viejo lo mira con compasión. La expresión de los dos podría resumirse en el misterio de la vida. Parece que los dos tienen una sola certeza, la certeza de la vida humana dentro del gallo. Y más adelante, contra la pared de la entrada, hay una inmensa, en la que, en medio de un grupo de policías está el viejo, indefenso. Los ojos del hombre están fijos en uno solo de la fuerza policial, lo mira con la concentración del cazador. Y si no fuera por la combinación de los verdes de los informes con el del entorno selvático, podría vérsele el fuego que quema por dentro a ese hombre que, con cada uno de sus músculos faciales, está golpeándolo hasta matarlo, al hombre que ni allí ni nunca se sabrá culpable de algo. Esa es la última imagen del salón. Así de cruda es la despedida de El coronel no tiene quien le escriba.
Cuando salí el mundo me pareció, al contrario de lo que podría imaginarse, un poco más nuevo. Y lo único que pude hacer fue contar esto.