La inminencia de lo bello – Paul Brito

Jean Auguste Dominique Ingres, La Bañista, llamada Bañista de Valpinçon, Roma, 1808. Oleo sobre lienzo, 146 x 97,5 cm.

Les presentamos un ensayo compacto sobre el recorrido de la belleza a lo largo de la tradición literaria, filosófica y oral en el camino personal de su autor.

 

 

Por: Paul Brito

La belleza produce continuidad en el sistema,
cambios de forma, nuevos significados.
Stefano Zecchi

 

En el relato “La caída de la casa Usher”, de Edgar Allan Poe, el protagonista se aproxima a una vieja mansión y atisba desde la distancia una grieta. La grieta se extiende como una herida hasta sus cimientos y anuncia prácticamente la destrucción de la casa, pero también sugiere la posibilidad de vislumbrar su interior y atrapar su misterio. “Sensibilidad es vulnerabilidad”, afirma Byung-Chul Han en su libro La salvación de lo bello, y agrega: “Sin herida no hay verdad, ni siquiera verdadera percepción”. Por medio de las llagas del calvario, Cristo pudo volver al interior del mundo. Las grietas incurables de las tragedias griegas cumplían la misma función: permitían entrever el abismo, abrían mirillas en el alma.

Lo realmente bello sobrecoge, desgarra, porque es un pozo que succiona. La belleza que llamamos sublime o divina va acompañada siempre del temor a la muerte. “¿Cuál es el tono para su manipulación más alta?”, se preguntaba Poe. “Toda la experiencia humana coincide en que ese tono es el de la tristeza”. O sea, el silbido de la tragedia, el susurro de la grieta, el ardor de la herida que trasluce y destila el fondo del alma. Por eso la muerte era para Poe, y para todo el Romanticismo, el tema más poroso, el más bello.

Lo estético implanta la interioridad en la extensión de las cosas y les confiere continuidad, intensidad. Es una puerta entre lo mirado y el que mira, porque cuando surge lo bello lo mirado también nos toca. De hecho, San Agustín lo consideraba el encuentro entre la interioridad de un ser y el esplendor del cosmos, y Hegel definía el arte como una manera de transformar en ojo toda figura en todos los puntos de su superficie.

Así como el universo comenzó con un solo punto desplegado en dos y luego en muchos más (teoría del Big Bang), también la conciencia debió comenzar con un desdoblamiento germinal, cuando el primer y único punto del universo, su primer eje, su primer ojo, se comenzó a duplicar y pudo contemplarse desde afuera. “El pueblo chino intuye por instinto que ese universo que ha sido capaz de engendrar seres vivos provistos de ojos debió sentir la necesidad de ver y la capacidad de ver”, afirma François Cheng en Cinco meditaciones sobre la belleza.

En la novela La casa de las bellas durmientes, de Yasunari Kawabata, un hombre de 67 años visita un extraño burdel en el que los ancianos se acuestan con vírgenes narcotizadas, pero no para violarlas sino solo para contemplarlas. Las jóvenes dormidas les traen recuerdos; verlas soñando los sumergen en su propio interior, como las magdalenas en la famosa novela de Marcel Proust. Lo que fluía hacia el profundo interior de sus párpados “era la corriente de la vida, la melodía de la vida, el hechizo de la vida, y, para un anciano, la recuperación de la vida”. En Nocturno hindú, de Antonio Tabuchi, lo bello es una pista para perseguirse a sí mismo en el otro y al otro en sí mismo, para atravesar lo aparente y lo transitorio, y viajar a lo desconocido, a lo que está más allá de nuestra comprensión y que, sin embargo, vive instintivamente en nosotros. Lo bello es la punta de un indicio sensible que se proyecta a una razón universal, a una ley estética para todas las cosas. “Lo particular se presenta como un fragmento del ser que promete complementar en un todo íntegro”, dice Hans-Georg Gadamer y agrega: “El sentimiento de lo bello es la evocación de un orden íntegro posible”.

La verdadera belleza no es un adjetivo que ilumina la superficie de las cosas sino un sustantivo que las enciende desde adentro. Por eso para captarla no es suficiente con una mirada externa, superficial, sino con una visión que se reconozca profundamente en lo otro, como si en lugar de acusar su reflejo fuese una extensión natural de su luz interna. Sobre el ojo como íntimo receptáculo del misterio del mundo, Julien Green exclama en su Diario: “En este minúsculo abismo se transluce lo más misterioso del mundo, un alma”. Lo bello, lo verdaderamente bello, siempre es una continuación, una nivelación desde abajo que, a pesar de generarse a partir de una forma sensible, se amplía a una totalidad, como un cono de luz que se abre indefinidamente, como una grieta que se extiende hasta derrumbar los cimientos de lo real.

Platón llama bello y verdadero a lo que más se aproxime a su molde arquetípico, a lo que más transparente su ideal, a lo que no tiene más remedio que desbordarse en luz y belleza porque ya no logra represar la verdad y rectitud que contiene. La función ontológica de lo bello sería conectar lo real con su ideal, la realidad con su verdad implícita, lo mundano con lo divino: romper la distinción entre afuera y adentro. “El ojo por el que veo a Dios —dice Maestro Eckhart— es el ojo por el que Dios me ve”. La belleza se da cuando se juntan estos dos planos y se cancelan en un resplandor. “Sin ninguna referencia a un fin, sin esperar utilidad alguna, lo bello se cumple en una suerte de autodeterminación y transpira el gozo de representarse así mismo. Cancela el tiempo, el aislamiento, la disgregación. Apela a la reunificación, al reconocimiento implícito”, dice Chul Han.

En el cuento “El pozo y el péndulo” de Edgar Allan Poe, un hombre es encerrado en una mazmorra totalmente oscura. Lo acechan varios peligros. El primero es un pozo en medio de la mazmorra; el protagonista lo descubre por accidente y logra evadirlo de milagro. Pero viene la segunda amenaza en forma de una cuchilla que desciende lentamente como un péndulo encima del protagonista. El personaje está amarrado boca arriba y esta vez la oscuridad no es tan densa y puede vislumbrar el horror. Al cabo de unos minutos de tortura psicológica, logra desatarse untando comida a las cuerdas que lo sujetan y esperando estático que las ratas hagan su trabajo. Pero viene la tercera y última acechanza: las paredes comienzan a arder y a estrecharse para que él no tenga más opción que caer al pozo. Cuando todo parece perdido, la belleza (esa mano que para Dostoievski es la única que puede salvarnos) lo regresa al mundo, a ese lugar ancho y ajeno donde puede graduar mejor sus honduras y donde otro péndulo, otra guadaña, dosifica con menos urgencia su otra condena.

La novela Los milagros de la vida, de Stefan Zweig, parte de una atmósfera similar al cuento de Poe, al ubicar la acción en un mundo sombrío, de entreguerras, donde también la belleza brilla por su ausencia. En ese contexto opresivo, un pintor recibe el encargo de pintar a la Virgen María, pero no encuentra ninguna mujer que le sirva de inspiración. Al principio piensa que para representar la suma perfección no necesitará más que un reflejo, así sea pálido, de lo invisible, pero advierte que todo destello se queda corto frente a su ideal: “Le parecía que el aliento de la divinidad se había extinguido, sofocado por la carne exuberante de aquellas mujeres ávidas, que ya no sabían nada de lo que es la pureza mística, ni el delicado estremecimiento de la entrega sin mancha a los sueños de un mundo distinto”. Hasta ese momento las mujeres que describe el libro son hermosas pero “como el pecado”: no hay en ellas indicio de divinidad. Con la llegada de la primavera, el pintor renueva la esperanza de encontrar su inspiración: “Había algún punto en el que la luz se quedaba quieta, apacible, como un ojo soñador en el primer crepúsculo de la tarde”. Siente ascender en él una alegría secreta, un presentimiento divino que se asoma a la superficie para buscar su espejo. Y de pronto halla el resplandor en una ventana, en la figura de una joven judía que, por las grietas que ha dejado su pasado en ella, puede transmitirle la luz interior de las cosas. La belleza quizá sea la inminencia de una revelación que sí se produce.

 


Paul Brito
Paul Brito.

Escritor colombiano. Ha publicado cuatro libros: Los intrusos, Premio Nacional de Libro de Cuentos (2008), uno de estos relatos ganó también el Concurso Noble Villa de Portugalete (2005); El ideal de Aquiles, 101 pasos para alcanzar a la tortuga (2010), reeditado recientemente por Planeta Lector (2017); la novela La muerte del obrero (2014), Primer Finalista Premio Nacional de Novela Corta TEUC (2008); y El proletariado de los dioses, único libro de crónicas literarias nominado al Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana (EAFIT, 2016). Textos suyos han sido traducidos al inglés, portugués, italiano, alemán y bengalí.  Colabora en medios colombianos como El Malpensante, El Tiempo, Semana y El Heraldo, y en publicaciones españolas como Clarín. Es editor de la revista colombiana Actual.

Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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