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De Faulkner aprendí tres cosas. A saber:
- La valentía de abordar una empresa imposible y criminal como lo es escribir una novela que rescate las palabras que nombran un mundo insustancial, como lo haría un fotógrafo con una máquina polaroid que quiere captar las palabras que un negro dice mientras se deshace en sangre y orines.
- La psicopatía requerida, la obsesión necesaria que posibilite la barbaridad de terminar una historia. No será una elección, empero, será una pulsión que se resolverá en asesinato, en masacre, en baño de sangre si así lo exigiese la voraz deidad de la literatura.
- La potencia y la decisión imperturbables, el impulso de volar, herido e incompleto, mutilado, asimétrico pero furioso sobre el fétido barro de la literatura de mi tiempo.
Faulkner, como Saer, como Rojas Herazo me mira desde el reflejo de un cristal vencido y sucio de historia e infamia; los ojos, dos rayas angostas de móviles luminiscencias, una sonrisa bajo el tímido bigote y me hace saber que, en rigor, tengo dos alternativas: escribir o callar.
Si escribo, debo ser valiente y tener piel de lagarto o de negro esclavo. Si callo, debo tener la cordura suficiente para no reemplazar la invención de mundos por el sucedáneo insólito del sexo desencajado y mendaz, eso o sucumbir al hambre de la lectura y despedirme de mi voz.
Usted que está al otro lado del vitral de la vida mirándome retorcerme en la pocilga de mi extinción, dígame, ¿ofrezco holocaustos al infame dios de la literatura o abrazo la fermentada decadencia de la sodomía?