Me dicen que Diego Ordaz tiene un libro de cuentos (Permutaciones para el estertor del mundo) y una novela (Los días y el polvo). Me dicen que Diego Ordaz existe. Me dicen que no es como lo he imaginado: un hombre que ha descendido de un bus en mitad de un desierto descompuesto en la distancia por la razón del viento y la temperatura, dos cosas tan opuestas y tan en tensión que se alimentan de lo mismo y que se muestran los dientes ante la misma presa: el descampado, la soledad, la apertura de la distancia. Diego no es como lo he imaginado: una sombra que busca recogerse bajo la exigua, la tímida inclinación de la recia vegetación enana del sertón; un sombrero que se le ha fugado a alguien desde un tren; un canto rodado viajando por la planicie; un sacerdote que realiza el moonwalk en el polvo eterno de Sonora; un gato que arde en un basurero más allá del límite desconocido de una Texas que le ha germinado a la geografía como un quiste malvado; la fugaz ave negra que raya el cristal vencido de alguna casa abandonada en algún poblado onírico del confín más meridional de esa nación convulsa que es México.
Me han dicho que Diego Ordaz camina sobre el mundo. No me figuro cómo lo hace. Cómo, después de capturar las orillas más erosionadas de la realidad, puede uno levantarse, intoxicarse con algún líquido de dudosa procedencia, de dudosa composición; atarse los pantalones; y con la bata abierta, en volandas, porque la escritura ha sido el demonio que todo lo habita, el duende tras el escritorio, el espíritu que guiaba la mano y la respiración y los indecisos pero precisos, misteriosos e improbables empero, latidos que conmueven la piel, salir en mitad de la noche cruzando lunas fragmentadas en cristales y pozos móviles, cruzando lotes poblados por los espectros del abandono, las voces que una vez lo esperaron todo chocando contra los muros y las estacas que quieren marcar un territorio. No me lo figuro.
Diego camina entre nosotros y ha querido ofrecernos un presente fugaz, pero que habrá de reverberar moroso en nuestra distorsionada acumulación de incertidumbres.
Estoy seguro de que, si Diego Ordaz existe, escribe, como todo poeta, a mano. Escribe con lápiz no sobre servilletas, como hizo el elegante Frank O’Hara, ¡vaj! Ordaz escribe con lápiz sobre papel periódico ya impreso. Sé que tuvo problemas para adivinar lo que había escrito hacía muchas lunas, por las letras de molde, completamente prescindibles, a no ser que complementaran lo ya escrito, como tan a menudo sucede; porque el lápiz tiene esa cualidad etérea del emborronamiento, de la huida, de la fuga al imperio de lo inacabado o de aquello que una vez lo fue y ya no lo es. La dificultad lleva, así, a Ordaz a rescatar como puede aquello que una vez escribió. Su escritura no es el estúpido cliché del cuento que bebe de la poesía y que no es novela o nouvelle (lo que sea que los aburridos estructuralistas franceses hayan querido señalar con ello). ¡No! Ordaz escribe poesía que se cristaliza en relatos prosados. Los relámpagos, el strober del que se vale para mirar el mundo congela imágenes que se le tatúan en la retina (es lo que creo o he soñado, con perdón de la tautología) y que le toca diseccionar para ahondar en lo que se le presenta. De allí, de esa espesa materia jabonosa, extrae enfermos recortes de realidad y nos los muestra como un psiquiatra que enseña tarjetas Rorschach a un paciente descomunal con un desorden severo de personalidades múltiples que se masturba frenético hasta la sangre. Porque los recortes, lo que adivinamos en las aguadas insufribles es la perentoria y aplazada despedida del mundo. Un mundo que nos es íntimo pero que sentimos lejano, como aposentado a la vuelta de la esquina al fondo de un callejón donde nada pasa, solo arde un bote de basura.