Seis cuentos en fila. Imagen: Julio Jesus Guido Charca Lopez
Les presentamos un cuento surrealista y mágico, en donde una bruja adivina el pasado, el presente y el futuro de alguien que no cree en brujas.
Mi mejor amiga fue quien me recomendó a la otra bruja.
—Es acertadísima —dijo distraída mientras pateaba una pelota de voleibol que vino de la playa.
Yo nunca había ido al consultorio de una bruja y ya en la recepción me estaba arrepintiendo, me estaban temblando las rodillas como adolescente a punto de confesarle su amor. Si mi madre estuviera viva caería fulminada, justo después de preguntar con su ironía característica: ¿una bruja puede tener un consultorio? Nunca creí en ellas porque, para empezar, nunca supe de su existencia. A medida que ingresábamos más, todo se empezaba a tornar más oscuro que afuera, a oler a tabaco, a ser más denso y mis sentidos los sabían; nada de los sucedía allí adentro parecía importarle que el mundo exterior se renovaba célula tras célula. Parecía que todo lo que veía a dentro vivía en el pasado.
—Tiene casi ochenta años —dijo mi amiga como leyéndome la mente—, lo que sucede es que la magia negra la bendijo con la eterna juventud. No trates de entenderlo.
Al fin entramos luego de que saliera una vieja podrida de tanto humo. Estuve a punto de salir corriendo, pero mi amiga me lo impidió.
—La bruja ya sabe que estás aquí —advirtió—, y sabrá si te vas y para dónde te vas. No es una bruja cualquiera. No es una más.
—No te creo —dije tembloroso.
—Lo único que puedo hacer por ti en este momento es esperar a que salgas —dijo mi amiga—. Es como la vida: nadie puede vivirla por otro, pero sí acompañar a vivirla, por si las moscas.
Entré por fin al consultorio de la bruja. Era un recinto apestoso, húmedo y oscuro; sólo lo iluminaba una tenue luz de vela negra. ¿A quién en sus cinco sentidos se le ocurre encender una vela negra en un lugar tan negro? La bruja, detrás de una cortina de humo, me miraba fijamente. Para su profesión me pareció que la Bruja era de muy corta edad: no tendrías más de cuarenta años. Los conjuros necesarios para ser un brujo, si se parecen a los que hay que aprender para ser un escritor, deben tomarle a uno más de media vida, imaginé.
—No se asuste —dijo—, necesito examinarlo más a fondo para saber por qué vino.
—¿Acaso no es bruja? —la reté tembloroso— Debería saberlo.
—Si supiera todo lo que tengo para decirle, se caería de espaldas.
—Nada, por supuesto, no tiene nada para decirme. ¿O sí?
—Empezaré por decirle que usted no dura mucho en este mundo.
Lo dijo tan segura que casi me sentí muerto. Toda la seguridad con la que entré se escapó por debajo de la puerta. Mi amiga tuvo que verla escabullirse hasta la calle. Tomando fuerzas le pregunté por qué decía eso.
—Por tu enfermedad, muchachito indolente.
Nadie más que yo, y el médico que me lo informó pocos días antes, sabía de mi enfermedad.
—¿Cuánto puede quedarme de vida?
—Un año, un mes, una semana, una hora. Cualquiera que sea el tiempo pasara volando; cuando se está muriendo el tiempo nos hace más efecto.
Volteé a ver el calendario. Era de esos religiosos que hay en casa de todo católico. Ante mis ojos una crucecita roja se dibujó sobre ese día, como si ya hubiera pasado, en el cuadrito del calendario que correspondía a ese día. Y así empezó a suceder con lo demás hasta acabar con el mes. Le pregunté a la bruja que qué diablos era eso. Se limitó a encender otro tabaco. La bruja los aspiró un poco y me lo alcanzó.
—Fuma —ordenó.
Fumé un poco. Tosí.
—Mira la ceniza.
En la ceniza roja de la punta vi pasar toda mi vida. Vi venir la muerte. Vi cómo abrió sus fauces y me tragó. Vi cómo me parió (creo) en el consultorio de la bruja, justo antes de entrar.
—Es la mejor bruja de todas —dijo mi amiga, a mi lado, sin inmutarse.
Al volver la mirada hacia donde estuvo la bruja durante la consulta nada más había una cancha de voleibol, y una playa tan grande como el mundo.
Antonio Moraes. Sau Paulo, 1977. Cree que en detestar el fútbol y las fronteras hay una clave para habitar el mundo. Escribía cuentos por pasatiempo hasta que un día, por recomendación de un amigo de Pereira, Colombia, leyó al escritor uruguayo Felisberto Hernández, y desde entonces, dice, no podría concebirse sin la literatura. Es profesor itinerante de portugués y alfabetizador digital en comunidades olvidadas por los estados de Latinoamérica.
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