Elegía

Atlas Mnemosyne, tomada de: kunstkritikk.no

Hay libros que dialogan sin saberlo. Sin proponérselo.

Existe un artefacto del tamaño infinito de una biblioteca: el Atlas Mnemosyne. Según se cuenta, Aby Warburg, como un personaje de Borges, ideó un libro laberinto en su esfuerzo por catalogar las inusitadas asociaciones que existen entre las imágenes y su tiempo contextual. El asunto es que Warburg, tras sumergirse en esa arquitectura simbólica que lo obsedió hasta el día de su muerte y que dejó inacabada, entendió que existía un desbordamiento de las relaciones que obedecía a algo más que la libre asociación: todo parecía estar interconectado, todo parecía dialogar entre sí a través del tiempo y de las modalidades, es decir, más allá de la propia taxonomía de los símbolos y de sus expresiones.

En este sentido, no es gratuito pensar que existe un diálogo paradójico entre obras de distintas coordenadas geográficas, originadas desde pulsiones expresivas casi opuestas.

La emboscada de estas intersecciones me apresó una tarde en el Café Nicanor mientras leía Ayer terminará mañana de Santiago Sepúlveda. El libro ponía:

“Soy alguien que escribe. (…) Una imagen me habita desde que pensé en escribir esta historia: cinco mil cuerpos cayendo al precipicio en la época de la Conquista.

Pido un café. (…)

Al fondo, un mesero limpia una mesa. (…) Un hombre toma una cerveza solo. (…) La música en mis audífonos anula el murmullo de las voces, el ruido del molino, el sonido de las teclas cuando escribo.

(…)

Escribo porque quiero contar una historia; una historia que sucedió, que aún no ha sucedido. Que existió, aunque quizá no existirá más allá de estas páginas. Por eso abro los ojos y escribo. (…)”

Fue como si una lámina de aluminio tersa y horizontal me cayera desde el techo (o desde un techo). En la narración de Sepúlveda el yo narrativo y el ficcional realizan un ejercicio de autoconsciencia poética y atraviesan la materia del relato para narrarme mientras yo le leo en una suerte de dislocación pretérita, formulada casi en prospectiva según sus alocados tiempos gramaticales, porque me ubicaba en el preciso momento en que escribía yo una crónica acerca de El Levante de Cartarescu en quien, a la par del ejercicio escritural, descubría yo una generación fabulada de mi yo de ese momento, también sentado en el café Nicanor.

Ambas obras se hermanan en la ficcionación de mi ser que se desenvuelve en el quehacer lecto-escritural; como una polaroid que bato en la mano y de la que surgen los perfiles de mi rostro desconocido hasta entonces.

También ambas obras se hermanan en un aspecto bien inusitado que subyace en yuxtaposición, por así decir. Cartarescu escribió un poema en rumano, una épica que funciona como mitogénesis de los tiempos modernos de su sometida nación; pero el poema, en su traducción a otras lenguas tuvo que ser desmontado y transformado en prosa. La obra de Santiago Sepúlveda hace un recorrido todavía más enigmático. Ayer terminará mañana está planteada como una novela, no histórica, como una mirada esencialista y desapasionada la entendería, sino como una profunda reflexión acerca de la memoria. Una novela de la memoria que es una larga elegía. El poema, el lamento, el aullido del cisne, el canto de despedida palpita tras la armazón prosaica de los acontecimientos de la novela.

Santiago se inscribe así en lo que Roberto Bolaño define como el poeta, lo cual bebe de la tradición rimbaudiana; el hombre que tiene los ojos enrojecidos de ver. El vidente. Porque un poeta, lo que se dice un poeta poeta, es novelista o versificador, pianista o acuarelista, viñetista o bailarín, y todo lo que exprese será poesía.

Cartarescu escribe un enorme poema que es novela. Santiago escribe una breve novela que es elegía prosada y que es, entonces, poema: la despedida de cinco mil indígenas que caen al fondo de la noche de la historia, como escribe Attila Luis Karlovich en “Reverso”:

…como gotas de lluvia,

los funámbulos

que caen del cielo.

Una épica elegíaca de un recorte de la historia. Una viñeta que Santiago arranca de su memoria para intervenirla con el fulgurante lenguaje de la ficción. El caballo de batalla es la muerte heroica de un pueblo que prefiere el exterminio por la propia mano a tener que aceptar la opresión del invasor, y, como en las novelas de Juan José Saer (todas), la porosidad del discontinuo tiempo narrativo posibilita las intersecciones no solo entre personajes, también entre ellos y nosotros, y entre nosotros y la sustancia lingüística de la que ese mundo encapsulado se compone.

Narrando el devastador hecho que signa el origen de nuestra identidad, Santiago nos narra en este transitorio presente y en el eclipsado futuro que no sucede y que no llegará a no ser como un presente que se descompone, similar a la certeza de una conversación que se tiene en lo hondo de un sueño.   

Roberto Segrov

Roberto Segrov nace en Bogotá queriendo haber nacido en Estridentópolis. Escribe poesía, narrativa, traduce la obra de los poetas que más lo trasnochan y dicta clases de literatura en varias universidades de la capital colombiana, también es oficinista, lo anterior, todo en ese orden. Ha publicado los libros de poesía Formas de romper las olas (Buenos Aires Poetry, 2018), Tríptico lunar (SaintNeve, 2019) y Estudios para el intento de ciertas pesadillas (Editorial Pie de Monte, 2019), así como el libro de relatos Un crepúsculo que no termina (Ediciones Camelot, 2019).

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