Imagen: catalina parra
Tengo la extraña certeza de que Cees Nooteboom no es de este planeta. No es humano o ya no está entre nosotros (o nunca lo estuvo) y es un espectro, una proyección lejana de una persona que deambula por caminos poco conocidos, es decir, caminos que él mismo ha abierto o que siempre han estado ahí, pero que sólo él sabe andar, o se ha atrevido a hacerlo porque se mueve bajo una luz que revela cosas silenciosas, cosas que esperan su turno. Me explico. El otro día tuve la sensación de que cuando hablaba con Nooteboom (compartíamos una mesa en una conocida universidad de Bogotá y departíamos de literatura, o sea, permanecíamos frente a frente mientras un viento nos cruzaba la cara) me miraba como viéndome y rescatándome a la vez del espacio donde me encontraba. Fue como si me tomara y me arrancara del ruido del mundo para poder modelarme con sus ojos de elefante viejo. Debo señalar que la experiencia no es agradable y que uno siente que se va a reventar en fragmentos y que después sólo va a venir el silencio o el despertar en un andén de algún barrio al borde del desastre en la abigarrada historia de Latinoamérica.
Hablábamos de su literatura, de El día de todas las almas (1998), de Los zorros vienen de noche (2011), de Rituales (1995), que no es lo mismo que leerla, pero sí algo muy parecido a hundirse en un pantano lleno de muertos y de himnos nacionales que resuenan al fondo de la razón, como en un delirio que no es otra cosa que una paliza que uno espera y ve venir despacio (una paliza que se acerca con lentitud, con paso de ganso o de mujer cansada), en la mitad de un bombardeo de la Luftwaffe. Por suerte era de día y la luz se colaba por las ventanas y las puertas y por las rendijas que eran las bocas de quienes asistían al conversatorio. De haber sido de noche, no habría sobrevivido a ese encuentro, a esa encrucijada que es la pupila y la voz de Cees Nooteboom.
Porque Nooteboom, no es de aquí ni de allá, es un ser que se mueve por los caminos con las peores intenciones. Intenciones literarias, intenciones de ficcionar el mundo entero y desbordar las fronteras que quieren abrazar nuestros días. Nooteboom lo ve a uno con un gesto de niño pequeño. De niño que trama algo o de niño que ha hecho algo, y eso que ha hecho es una calamidad, es lo impensable, lo inoportuno, lo monstruoso; es un erial adornado por sombras y nubes que jamás serán las mismas ya que se las quiera rescatar del recuerdo porque, finalmente, el recuerdo desaparecerá y dejará una resaca de zonas grises, de interregnos infundados, de marismas agotadas en las trayectorias de quienes se arriesguen a transitar por ese desierto de suelo duro y frío. Eso ha tramado Nooteboom para nosotros: la entrega de un mundo atomizado, la promesa de un símbolo irrecuperable, la incomprensión de una palabra que ya no volverá. Al contrario de lo que quieren hacer la mayoría de poetas y de escritores contemporáneos, Cees es completamente consciente de que la memoria es un retazo de imágenes que se escapan y que con el tiempo ya no significan nada.
El asunto sucede así: Nooteboom se levanta muy temprano, lee un fragmento de cualquier cosa que haya escrito Proust; bebe un café a la sombra de unos versos de Vallejo, de Chikangana, de Rilke o de Marianne Moore; se sienta frente al manuscrito sobre el que trabaja en ese momento, se encaja unos auriculares en la cabeza y escucha a toda mecha Plateau of the Ages de Agalloch y sus personajes se vuelven a verlo con angustia y con agradecimiento.
Terminado el conversatorio se despidió diciendo: Prefiero escribir que hablar. Cuando hablo creo que las palabras están rodeadas de mucho aire, la escritura es lo que me concierne.