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A Mircea Cărtărescu lo conocí así:
estaba yo caminando por una calle, al llegar a la esquina tuve la certeza de que yo era un personaje de ficción y que Mircea Cărtărescu me fabulaba. Cărtărescu me ideó en los 80’s, por supuesto. Me ideó a partir del desespero y la desazón de dictar clases en un colegio de Bucarest. Un colegio que detestaba, lleno de estudiantes detestables sentados en salones detestables, atendiendo a clases ruines y detestables. Cărtărescu me rescató de ese sentimiento como lanzándome una línea en un océano picado por la tormenta perfecta. Sí, Cărtărescu me ideó así. Me soslayó en el caos de su diminuta y doméstica vida un día en que se sentó a teclear su máquina de escribir Erika sobre un mantel de hule a cuadros mientras mecía el coche de su hijo. Me soslayó y me salvó de mis materias, me arrancó de una tormenta de saliva y calor, y silencio.
Fue extraño pensarlo, pero era mucho más extraño pensar en que no había sido así; pensar que yo había venido al mundo sin razón alguna, solo la volición de mis padres que me habían engendrado. La insoportable simpleza y despropósito de esa promesa me helaba la sangre. En cambio, que Cărtărescu quisiera conjurar su asfixia vital con mi invención era el triunfo de la nada sobre la nada.
Como cabe esperar, seguí caminando ya convencido del hecho, vigilante de cada una de mis decisiones y acciones, de cada uno de mis movimientos enteramente delimitados por la cínica y atroz voz del rumano que escribiera El Levante, El ojo castaño de nuestro amor, Nostalgia; seguro de que mi vida era un artilugio de palabras y sonidos, y nada más. Porque Cărtărescu, al contrario de lo que pensé en un principio, no me narraba, me poetizaba. Escribía una larga elegía de mi vida. Una prolongada despedida de la luz y de la sombra. Compuso mi mitología, mis símbolos, mi hambre. Diseñó mis episodios y los cifró en una canción que celebraba la caída de las águilas del totalitarismo. Me vistió de pirata, de loco, de guerrero, de poeta.
Me invitó a un café y me dijo: «Mira, esta es tu vida». Yo tomé el libro y lo abrí por el final, leí: «Me invitó a un café y me dijo: «Mira, esta es tu vida». Yo tomé el libro y lo abrí por el final, leí: «Me invitó a un café y me dijo: «Mira, esta es tu vida». Yo tomé el libro y lo abrí por el final, leí: «Me invitó a un café y me dijo: «Mira, esta es tu vida». Yo tomé el libro y lo abrí por el final, leí: «Me invitó a un café y me dijo: «Mira, esta es tu vida». Yo tomé el libro…