Castle. Collage manual y digital de Thanna para Literariedad.
Angélica Rodríguez Vargas escribe para la edición de diciembre de Literariedad esta reseña sobre Festen, película de Thomas Vinterberg inscrita en el manifiesto Dogma 95. Cuestiona nuestro papel como espectadores, y el papel mismo del cine y de la literatura, al estar frente a un filme tan perturbador como este donde, en medio del primer brindis de celebración de su cumpleaños, un padre de familia es sorprendido por su hijo mayor que confiesa ante toda la familia que este «abusaba sexualmente de él y de su hermana melliza, quien se suicidó hace pocos años en ese mismo lugar». El cine, nos dice la autora, no siempre nos ayuda a escapar de la realidad.
Por: Angélica Rodríguez Vargas
Arte: Thanna
Los espectadores de cine son vampiros silenciosos.
Jim Morrison
Festen (1998), traducida al español como Celebración, es una pesadilla. Empieza como la mayoría de películas de terror de clase B en las que los personajes ansiosos, y un poco deprimidos, están dispuestos a entregarse a todos los excesos para disfrutar un paseo o una fiesta que promete interesantes escenas de sexo, alcohol y drogas para liberarse de la realidad. El espectador, sobrio y en piyama, sabe que algo horrible les va a suceder por comportarse mal y se acomoda, seducido, en la silla del sofá o entre sus cobijas calientes como cuando escucha la fiesta del vecino, dispuesto a llamar a la policía apenas empiece a subirse el volumen de la música y comiencen los gritos de agitación, rabia o placer; no sin antes imaginarse las crudas y deliciosas escenas en cámara lenta, pernoctándose o masturbándose, según lo dictamine su moral.
Como sucede en todas las películas que tienen un inicio feliz, y al igual que el vecino insomne y empiyamado, intuimos que las cosas se van a poner feas. Experimentamos una mezcla de excitación, temor y angustia semejante a la que nos acompaña en época de fiestas. En esta ocasión, sin embargo, no se trata de un grupo de adolescentes promiscuos ni de vecinos alocados ni de nosotros mismos apoderándonos de una botella de Chivas Regal en vísperas de Navidad, sino de una familia danesa de clase alta que se reúne para celebrar los 60 años de un padre burgués, perteneciente a la masonería, en su mansión opulenta.
Con casi todas las películas que se adhieren al manifiesto de Dogma 95, empezamos a incomodarnos muy rápido; en esta lo hacemos en los primeros minutos cuando uno de los hijos, violento y de tendencia fascista, echa a su esposa y a sus tres hijos del carro para tener una conversación a solas con su hermano, a quien acaba de recoger en la carretera, mientras que su familia tiene que continuar a pie hasta la casa de su padre. Pero cuando, en el minuto 35, el hijo mayor confiesa, en medio del primer brindis, que su padre abusaba sexualmente de él y de su hermana melliza, quien se suicidó hace pocos años en ese mismo lugar, las cosas se ponen muy tensas. Es cuando nos tranquilizamos recordándonos que esto es una película, que ellos son actores y que nos gusta ver cine para «olvidar la realidad». Queda, sin embrago, todavía más de una hora de sufrimiento porque esa tensión irá en aumento. Nadie, ni siquiera el espectador, podrá escaparse de la trama hasta que el padre no reciba el peor castigo que puede recibir un violador: la humillación, el escarnio público y el repudio de sus familiares más cercanos.
Tal vez la razón oculta por la que vamos trágicamente al cine no sea para escapar de la realidad, sino, al contrario, para iluminarla. Como pasa con la literatura, nos apasionamos por la infelicidad que nos regala porque también es la nuestra: los personajes somos nosotros, reflejan nuestro miedo a la confrontación, nuestra absoluta ignorancia sobre la raíz de la maldad que también nos habita y, valientemente, como los héroes de la trama, rechazamos lo que no queremos ser. Es así como acaban las buenas historias, es por eso que miramos cine como si fuéramos vampiros.
Tal vez sea esta la función de la pesadilla: liberar el mundo de la oscuridad en el que estamos cautivos como los personajes en la película, como los adolescentes promiscuos que irán despareciendo uno a uno en las manos de un payaso asesino, como los vecinos eufóricos que mañana estarán avergonzados y deprimidos, y como el insomne empiyamado y morboso dispuesto a llamar a la policía. Pocas explicaciones satisfactorias puede darnos la ciencia sobre el origen del mal, pero hay certeza en el hecho de que el arte es una celebración de nuestra posibilidad humana de sacarlo a la luz. Por eso Festen es una pesadilla, dolorosa y necesaria como cuando una luz repentina ilumina la oscuridad, lastimándonos los ojos.
Angélica Rodríguez Vargas hace parte del Comité Editorial de Literariedad. Es poeta y narradora; acaba de publicar una traducción de la obra poética completa de Alberto Caeiro (Fernando Pessoa) con la Editorial Ataraxia.