La penúltima canción del año — César David Salazar Jiménez

Familia bajo la lluvia. Collage y letras sobre papel, por Erre Gálvez.

 

César Salazar escribe con tanta honestidad y con un humor tan crudo que ante sus palabras uno no sabe si reír o llorar y en ello reside su encanto. Nos alegra presentarles en nuestra edición de diciembre este texto suyo que cuestiona las reuniones en familia porque sacan lo peor de los seres humanos: «Cuando se acaba un año gregoriano, no hay peor complemento para esas falsas promesas de renovación y enmienda que la esperanza de renovar afectos personales, sobre todo familiares».

 

Por: César David Salazar Jiménez

 

A la memoria de Fernando Cantor Amador

Casi siempre lo humano (así, en cursiva), lo específicamente humano o, en fin, lo que vale la pena llamar de este modo, pasa por negociar de alguna forma con la biología: tiene que ver con contravenir lo natural, así sea solo pasiva o contemplativamente. Entender, por ejemplo, que muchas veces somos presas de nuestros instintos, de una especie de animalidad de la que no podemos deshacernos, entenderlo realmente, quiero decir, hacer consciente un hecho así es ya ponernos en tensión con la naturaleza. Ni qué hablar de la certeza de que todos, nosotros mismos y nuestros seres queridos, nos vamos a morir en algún momento. Y, de ahí para arriba, esta relación conflictiva con lo vivo permea casi todo lo que hacemos: siempre estamos corrigiendo cosas, o arruinándolas la mayoría de las veces; siempre añadiendo, quitando, adornando; siempre incómodos e inconformes con las cosas como son, o como nos quedan, creyendo que pueden ser mejores de otro modo.

Pensemos, por ejemplo, en ese tema complejo de los ciclos, tal como se presenta en las ciencias y las religiones, en esa manía que tenemos de encontrar reiteraciones en la forma azarosa en que los acontecimientos llegan a tener lugar en el mundo, una especie de herramienta gnoseológica a la que acudimos para explicarnos de cierta manera una realidad que, bien vista, no tiene ningún orden. Si algo nos hace particularmente humanos es esta inclinación obsesiva por descubrir o inventarnos leyes, regularidades, patrones, rutinas; una conducta que nos viene de un rezago evolutivo, de una estrategia de supervivencia muy arcaica que, de tanto usarla, por momentos se nos ha vuelto hasta un lastre, porque confundimos nuestra capacidad de observación con nuestra capacidad de acción, y nos convencemos fácilmente de que si algún aspecto de la vida se muestra como más o menos reiterativo, más o menos regular, tal vez podemos domarlo, amansarlo, dejar que cumpla su ciclo y esperarlo del otro lado con una red o un cuchillo, con un martillo y un cincel, para atacarlo de frente en cuanto comience de nuevo y así moldearlo a nuestro gusto.

Ciertamente, pensar de este modo nos ha hecho algo de bien como especie: ese es el principio de la agricultura, por ejemplo, y de muchas otras buenas conquistas humanas; pero al mismo tiempo nos ha jodido un poco, porque también es la base, entre otras, del poder de las religiones organizadas y de la «representatividad» política actual: la forma en que experimentamos el tiempo a partir de ciclos y rituales rígidamente formalizados viene modelada por esas instancias y es para el servicio de ellas. Además hay, sin duda, una lógica perversa en esa forma de ver la vida y lo vivo a partir de repeticiones rutinarias (la Semana Santa, los períodos electorales, los mundiales de fútbol) y es que tendemos a asociarlas con una cierta noción de oportunidad, con una promesa de que todo puede enmendarse, de que siempre tendremos una chance más para hacer las cosas bien, aun cuando la experiencia demuestra permanentemente lo contrario.

Tal vez lo que me resulta más chocante de las épocas de fin de año es eso: la insensatez con la que terminamos todos, querámoslo o no, revisando lo que hicimos durante un periodo acotado arbitrariamente y que no se corresponde con una verdadera pauta personal o grupal, con un ritmo vital honesto, con algo que nos hable realmente de un proceso íntimo, emocional o intelectual; miramos hacia atrás y nos lamentamos, porque otra cosa muy humana es el arrepentimiento que no es más que otra de las manifestaciones del egoísmo y la lógica perversa de los ciclos nos lleva a pensar, sin fundamento alguno, que con el final de un año calendario nos llega una oportunidad que no teníamos antes… Vaya a saber uno oportunidad de qué, o para qué, y como por qué de un día para otro… Lo cierto es que, cuando se acaba un año gregoriano, no hay peor complemento para esas falsas promesas de renovación y enmienda que la esperanza de renovar afectos personales, sobre todo familiares; y no hay mejor ejemplo de que algunos ciclos definitivamente no se cumplen, no se renuevan o no existen en absoluto, que los planes siempre maltrechos de una navidad en familia de una familia rota.

Hay, pues, ciclos físicos y biológicos que son difícilmente refutables, y hay otros que son simplemente humanos: itinerarios que nos inventamos y que, por lo mismo, son siempre susceptibles de ser modificados. Ese ritual social que ata la noción de «La Familia» (así, entre comillas y con mayúsculas iniciales) y los «seres queridos» con la última hoja del calendario, ese ciclo anacrónico que nos empeñamos en mantener vigente y que no hace más que hacerle el juego al mercado y a unos poderes ya caducos, debería, me parece, reconocerse de una vez por todas como absolutamente insostenible. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? ¿Qué puede enseñarnos diciembre acerca de nuestros afectos? Pienso que la sensiblería ridícula con la que hablamos de la familia y los amigos en esta época sólo delata el hecho de que somos egoístas durante casi todo el año, y que esta artimaña inicua que es la navidad nos permite ser así de irresponsables, así de descuidados, para desmedro de esos mismos quereres que creemos enaltecer con un regalo y una cena.

Por fortuna lo vivo sabe rebelarse contra lo humano: lo vivo muta, interrumpe ciclos y los altera, se adapta, se fortalece, se degrada o perece sin misterio, y las familias son eso: organismos vivos; no «La Familia», sino las familias. Por eso en las cenas navideñas lo que reina es la vergüenza: una especie de conocimiento compartido en secreto, pocas veces enunciado en voz alta; la conciencia de hacer parte de una fuerza indomable, deforme e inapelablemente viva y en permanente cambio, una fuerza colectiva compuesta de afecto y dolor que no tiene nada que ver con esos tiempos rígidos que otros poderes muertos se empeñan en instituir como épocas de «amor y unión», entre otras palabrejas de cuyo significado, por lo general, apenas si tenemos una idea vaga y más bien errada.

Nada permite entender mejor este hecho que la ausencia de algunos familiares en diciembre: no hay mejor representación de esa cosa viva que es la familia que el recuerdo de los ausentes, esos fantasmas que conspiran valientemente contra el discurso vacío de una renovación cándida que nos meten por los ojos durante esta época; los ausentes no vuelven, los perdidos no se encuentran, los muertos no resucitan, y aun así no dejan de ser los seres queridos de alguien ni de ser parte de alguna familia, de un organismo complejo que muta permanentemente y asimila las pérdidas de manera natural, con mucho menos misterio que el que ponemos cuando, humanamente inconformes, nos da por recordar a los ausentes con melancolía; digámoslo aquí también: la melancolía es otra de las manifestaciones del egoísmo, tal vez la peor.

Creo que, en el fondo, todos entendemos esto, y que por lo mismo ya es una institución esa canción de Pastor López que suena antes de la última canción del año (la del señor que tiene que irse de la fiesta faltando cinco minutos para la medianoche). En Colombia, la penúltima canción del año que suena en todas las emisoras es «El ausente» (la del hijo que, desde la lejanía, le pide a su madre que brinde por él durante la cena de año nuevo), ese sonsonete decembrino que pretende dar esperanza a los abandonados y que lo que hace, en cambio, es reiterar año tras año una realidad pasmosa, a saber: que hay ciclos que no se renuevan; que hay quienes se van y no regresan.

Me parece que esa canción de Pastor López, en este contexto, encierra y aprisiona para mal aquel secreto del que hablaba más arriba, ese conocimiento compartido en silencio entre los familiares que les recuerda, muy a su pesar, que no se ha cumplido nada con el fin del año, que todo sigue igual; que es necesario hacerse cargo de las ausencias sin llorar de más, con gratitud y sinceridad, con menos melodrama y mucha más biología, y que está bien así, porque la vida es eso y las familias cambian todo el tiempo. El melodrama es otra manifestación edulcorada y atosigante del egoísmo, una caricatura ramplona y definitivamente inútil de lo humano. Hace falta más biología y menos regalos en navidad, tal vez así sufriríamos menos.

 

Bogotá, un mes antes del nacimiento del niño dios en el año gregoriano de 2018.

Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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