Foto:Roma Perkhaliuk.
Antes aseguré que la poesía es el misterio. Pero decir eso es como decir que la poesía es la noche o el descampado, o un gesto breve y tronchado, un gesto que no se atreve o no se decide a resolverse, lo cual es afirmar que la poesía lo es todo o no es nada.
La poesía no acepta dictámenes o juicios, o definiciones. No me quiero convertir en ese escritor sentencioso que diseña su discurso a partir de frasecitas lapidarias y estériles que no soportan no solo el paso del tiempo sino la más superficial de las revanchas. Para referirse a la poesía, hay que dejar que la poesía hable, o se despliegue.
En una librería que queda en un café sobre una calle que imagino desalojada de toda virtud, a no ser por una incierta luz que se arroja sobre los cables y postes y que alcanza el asfalto en respuesta a un milagro secreto, a no ser por el barrido de las hojas de los árboles sobre ese asfalto, a no ser por los pasos de alguien que dobla una esquina, sorprendido por la tarde; sobre dicha calle abre sus puertas ese café, en su interior, en sus pliegues de salones, escaleras y pasillos de orfanato fantasmal, una librería pervive como un quiste de bondades. Ahí me asaltó un libro: El día entero de Santiago López Triana.
Inicié su lectura como martillando una piedra para que emanara fuego líquido de ella:
Quizás un pájaro
Sea sólo una distancia apuntalada a una imagen del cielo
A una nube precisa
Que no dura sino un momento
***
Algo aquí apacigua la muerte
Toda roca es eternamente lava hirviente
El viento arrastra para siempre su noche primigenia
Y hay un lenguaje escondido en su más viva simiente
***
Descubres todo aquello que hace llorar al mar
Que hace brotar la niebla la espuma la gaviota única
No hay noche aún
Apenas promesa entre las olas violentas detenidas
***
No hubo manera de detentar luz
Que nos crecía adentro de los ojos
Debajo de la piel
Poblaba el alma de voces lejanas
De piedras árboles palabras
Ahí en medio de la dicha o del dolor más hondo
***
Así voy a quedar desnudo
No sobrevivirá siquiera la esperanza
La vanidad de hacer alguna cosa con las manos
Con lo que me ha querido ser la vida
Cuestión de reír
De ver si cabe entera la dicha de mi ademán
Si crece la hierba
A orillitas del alma
Estaba yo sentado a la vera de un camino rayado por las sombras de las aves. Estaba yo oculto tras el humo de la lumbre de mi pasado, cuando la especie puso en marcha el tiempo con la primera exclamación. Estaba yo tumbado en lo oscuro de la caverna de mi recuerdo. Afuera alguien cavaba en la tierra, alguien arrastraba sus pies, alguien susurraba. El tenso arco del lenguaje se pobló de cosas, de cosas y de lugares. De cosas y de lugares y de ruidos, y de una atmósfera inquieta que paría esa comarca: mi cráneo.
El libro poema, el libro mundo, el mundo en el poema me devolvió la mirada. El axioma de Angelus Silesius, por boca de Borges en su conferencia acerca de la poesía, adquirió un sentido todavía más incandescente:
Die Rose ist ohne warum. Sie blühet weil sie blühet[1].
Epílogo: Enter da Ninja
Acaso fue Fresán, que de poeta no tiene un pelo, quien pone en Mantra que a toda guerra se entra como a una fiesta. Quisiera yo (pero lo que yo quiera se circunscribe a esta columna que escribo y a la infame historia universal del gusto) entrar a más fiestas y a menos guerras para no tener que vérmelas con el lamentable estado de la poesía contemporánea, sobre todo la de este país que apuesta muy mal en el macabro ajedrez de la geopolítica; por suerte, del libro de Santiago López Triana, salí con la mirada brillante, luego, como cuando se sale de una fiesta, abordé la alameda de mis días.
[1] La rosa sin porqué florece porque florece.