Cuando dije adiós a la ciudad y me confiné a sus extramuros, mi ritmo era aún el de un corazón roto, seducido por las calles de la zona industrial, envuelto en raudos trayectos de media noche por la autopista, echado en el asiento trasero. Éramos dos. El quiebre al mismo tiempo, cada uno un extremo de la veta del espejo roto. Hip hop, alcohol y éxtasis. Tenis fucsia, gafas fluorescentes y camisas hawaianas, trajes y tatuajes. Y aún desde las antípodas, desde tu soledad de rascacielos en Shanghai, éramos canciones y mensajes de madrugada. Pedazos, ruinas, un par de luces apagándose en la inmensidad.