Foto: Materiales para tejer en Teotitlán, Oaxaca, por Saragapi.
Este cuento de Angélica Rodríguez Vargas que les presentamos en Hecho a mano, nuestra edición de marzo de 2019, es un ejercico de écfrasis a partir de un alebrije. Este tiene algo en común con el mundo del sueño y de la memoria, está hecho a mano con sustancias intangibles; incapaz de abandonar la tierra, incapaz de saltar y volar libremente, expulsado por el viento y un columpio viejo, el elefante de madera dirige la trompa el cielo, como una plegaria y como un recuerdo.
Santuario de elefántidos
Historia de un alebrije
El cementerio de elefantes era un parque, el parque donde tomábamos el descanso de la mañana todos los días, en compañía de las maestras y alguna abuela que se acercara, de manera furtiva, a vigilar a su nieto y llevarle algo de comer. Esa abuela era la mía. Llevaba un pan dulce en una bolsa de papel.
Yo estaba escondida detrás de una llanta usada que había sido cortada por la mitad y enterrada en el suelo. Había muchos entierros de este tipo: rústicos pretextos para la imaginación dejados a propósito por los adultos. Pero mi atención estaba puesta en las grandes y redondas elevaciones de terreno que cubrían los cadáveres de elefantes.
Con precaución de no ser descubierta por nadie, a pesar de estar jugando sola a las escondidas, me dirigía hacia una de esas elevaciones, con el sigilo que había observado antes en un gato. Allí arrancaba puñados de pasto y escarbaba entre la tierra, con el anhelo de tocar la piel del elefante muerto, pero solo emergían del subsuelo insectos de múltiples patas y enormes gusanos enroscados.
Escuchaba los carros en su persecución de humo cerca al parque, pero no los veía, solo se percibía a lo lejos una oscura neblina, una ciudad. La abuela se sentaba en las gradas de una cancha de fútbol donde podía observar un grupo de niños jugando con una pelota de plástico. Otro grupo de niños se perseguía y, de vez en cuando, se lanzaba patadas. Otros se halaban del saco los unos a los otros, hasta que alguno se dejaba caer estrepitosamente al pasto, chillando y vociferando por la afrenta. Luego se hacían los muertos por un rato, hasta que se cansaban de esperar y volvían a la contienda.
De un chicalá se desprendían con desconsuelo pequeñas flores amarillas. Yo arrancaba otras, sin piedad, en forma de botones cerrados todavía y las aplastaba con fuerza entre las manos para escuchar el estallido por el aire que guardaban dentro. A veces me las reventaba en la frente con una especie de humor troglodita. Los niños gritaban un, dos, tres, por mí. Las maestras gritaban, al mismo tiempo, los nombres de siempre, tratando de controlar el tumulto. En la zona de juegos, otros inadaptados se impulsaban con todas sus fuerzas en el columpio, impetuosos, determinados a tocar el cielo. Era sorprendente que no salieran a volar libremente. Las maestras trataban de juntar la manada de niños babeantes, sucios y sudorosos. Y la abuela recorría el cementerio con los ojos, buscando, preocupada, una niña.
Yo me dejaba caer detrás de la pequeña colina donde yacía el enorme mamífero, entre la hojarasca, mirando las formas animalescas de las nubes que se acercaban lentamente, hasta tocarse, dando lugar al nacimiento de otra nube. Los gritos iban quedando cada vez más lejos, mientras yo pensaba en la muerte extendida boca arriba. Nadie me encontraría allí, no por la estrategia del escondite, sino por el silencio que me volvía invisible, excepto para un copetón que me miraba con un solo ojo, sin entender, desde una rama cercana. Nadie me encontraría porque nadie, excepto la abuela, me buscaba. La soledad tiene la forma de un pan dulce endureciéndose por el frío en la bolsa de papel y el movimiento inagotable de unos ojos que esperan.
Mientras tanto, yo me convertía en un elefante muerto. La luz blanca del cielo, que miraba fijamente cual si fuera la nada, me mareaba como cuando daba vueltas sin parar y caía violentamente al suelo. Las hormigas que me hacían cosquillas debajo de la falda, se habían detenido. El sol, que aparecía en intervalos arrítmicos, ahora se asomaba con inocente alegría, electrocutándome la piel. El viento, ansioso de repente, trastocaba el cabello trenzado de la abuela y los movimientos ondulantes de su falda larga. Los elefántidos permanecían en silencio en su santuario de muertos. ¿Qué más podría decirse de una mañana así? ¿Que debajo de las colinas asoleadas, los elefantes conservaban su mirada pacífica, como si fueran alebrijes dormidos? ¿Que era natural que yo pudiera mirarlos con los ojos cerrados y ellos me miraran a mí también? ¿Que en un lejano pueblo oaxaqueño otra niña dibujaba flores amarillas en un elefante tallado en madera de cedro, con ganas de ponerle alas, para venderlo, luego, como artesanía? ¿Que un día cualquiera un viajero desprevenido compraría este objeto, que es un nahual, que es un espíritu protector, que es un ángel, porque le parecería muy bonito? ¿Que el alebrije estaba destinado a llegar a mis manos viejas para quedarse lo que me reste de vida? ¿Que yo me tenga que ir de nuevo a la casa, sin haber encontrado a la niña, para tenerle caliente el almuerzo al mediodía?

Angélica Rodríguez Vargas hace parte del Comité Editorial de Literariedad. Es poeta y narradora; acaba de publicar una traducción de la obra poética completa de Alberto Caeiro (Fernando Pessoa) con la Editorial Ataraxia.