‘Sostener’ es un verbo que todavía no entiendo bien

Foto: Marcha del 8 de marzo en Pereira, por Daniela Gaviria.

 

El otro día, que no fue cualquier día sino un ocho de marzo, estuve en la marcha por los derechos de las mujeres, o del día de la mujer, acá en Pereira. Llegué tarde, porque me quedé dormida y casi nunca estoy segura de querer asistir a una movilización, pero llegué. Caminé desde El Lago hasta La plaza de Bolívar, zigzagueando, intentando encontrar a mis amigas de la Ruta Pacífica de las Mujeres para marchar con ellas. Y justo cuando las encontré, en la esquina de la Plaza, antes de llegar al lugar en el que me iba a poder sentar a descansar el dolor de espalda (que es, entre otras, una gran razón para casi nunca estar segura de si quiero asistir o no a una movilización: ¡siempre que voy me duele la espalda!)… Ehm.. Ajá: Justo cuando me les pegué, antecitos de llegar al punto de encuentro, en toda una esquina vi a Luisa. Luisa es una conocida, o una amiga, o alguien con la que la he parchado en El Pavo y con quien casi siempre me encuentro en las cosas de mujeres. Ella tiene mucha energía. Nunca la he visto quedarse quieta durante mucho tiempo. Y ese día, en la esquina de la plaza, la vi caminar con emoción, a contracorriente del tumulto de personas, como si hubiese estado encargada de hacerlo, y pensé que me iba a saludar, pero no. Antes de que nos chocáramos dio un giro súbito, determinada y enérgica como siempre, y me dije a mí misma: debe estar pendiente de la logística o algo. Ese afán lo he reconocido en mí y en otros: nos he visto caminar con apropiación y confianza por los pasillos (o calles) de nuestros proyectos, sabiendo que tenemos una tarea y debemos completarla como sea. Las tareas nos dan vinculación e importancia. Y bueno, la vi a ella, con la camiseta del Encuentro de Mujeres de Risaralda -literalmente- puesta, caminar de la calle por la que transitábamos al andén, montarse en un bolardo, y caerse. Sí. A ver, los bolardos de la Plaza de Bolívar son altos. Deben medir, más o menos, un metro y tienen la punta redondeada, entonces no son una superficie estable. Y ella se montó en uno de ellos, como si nada, con su camiseta y su maletín y su sudor de haber caminado mucho, y de estar emocionada y trabajando, y se cayó.

La gente a su alrededor paró, sin saber cómo ayudarla, y yo, abandonando mi recientemente encontrado grupo de amigas, también me acerqué. Luisa se paró de una, conteniendo la cara de dolor, y dijo: No pasó nada, estoy bien, esto me pasa todo el tiempo. Los otros peatones, que no la conocían, se dispersaron. Le dije que la ayudaba a llegar a la plaza y se negó. Y lo mismo cuando le dije que le llevaba el maletín o me quedaba con ella. Entonces reconocí otro afán que he visto, de nuevo, en mí y en otros: uno que te distancia de lo que acaba de pasar y obliga a tu cuerpo adolorido a seguir en el agite en el que estaba. Yo también me vivo dañando cosas. Entiendo el dolor de la lesión repetitiva y la función de decir «no pasó nada». El día que me dañé la espalda, por ejemplo, estaba entrando estivas a SALAestrecha, cargando parejo con los muchachos porque me emocionaba el trabajo y el proyecto y desconocía las capacidades reales de mi cuerpo, y, al soltar una, me enredé con ella y me caí muy fuerte, sobre el coxis. Me dolió mucho. Pero me paré rápido, diciendo: Estoy bien, estoy bien, esto siempre me pasa; me sequé las lágrimas y seguí entrando estivas. ¿Por qué? Porque el dolor es parte de la vida, Luisa, y he asumido que es normal que también esté en mi cuerpo. Y, sobre todo, porque me parece más vergonzoso parecer débil que estar adolorida. Así que, ¿sabe?, en el fondo entiendo su reacción. Solo que cuando la vi, y finalmente seguí mi camino hacia La Plaza, me pareció muy triste y teso que haya aparecido en la marcha. Era ocho de marzo, y estábamos celebrando y visibilizando, justamente, la lucha conjunta: la existencia del sostén y la sororidad; en ella estábamos gritando, literalmente: Este dolor es de todxs. Pero no fue suficiente para que usted sintiera que podía recibir ayuda. Y ese es un acto político, Luisa: pararse y no aceptar ayuda y no reconocer el dolor del cuerpo es un acto político. Político y humano, por supuesto. Pero esos gestos, menos ruidosos que las consignas, son los verdaderos termómetros del miedo: de qué tanto creemos que el pasado y el futuro son dos tigres hambrientos, y por su culpa no podemos hacerle ninguna concesión ni justicia al presente del cuerpo y la compañía de los otros.

Hace unos días, hablando con mi tía y su esposo (mi tío) entendí algo que no había podido ver con suficiente claridad. Ella me dijo que esa actitud de «Yo puedo sola, me puedo sostener sola, no necesito a nadie» venía de mi abuela. Me dijo que la abuela nos había enseñado eso: que teníamos que ser mujeres fuertes, autosuficientes, berracas, todopoderosas, diferentes a ella. Entonces, nosotras habíamos crecido hablando duro, siendo rudas, y cultivando acciones imposibles de invalidar. Comentando eso, dijo algo iluminador: Que, al mismo tiempo, nunca nos habían enseñado a pedir ayuda. Y yo, desde ese día, intento curarme el dolor de espalda aceptando el sostén y el amor que me rodea. Me pongo pañitos reconociendo la valentía que se requiere para crecer en este mundo siendo una mujer; me los quito admitiendo que ser fuerte me ha servido y me ha hecho quien soy; y los remojo siendo consciente del daño que le ha hecho a mi cuerpo. Necesito de otros, Luisa. Necesito confiar. Y mi tía también. Y mi abuela también. Esta necesidad histórica de ser fuertes nos ha separado de los otros y de nuestro propio poder: ha callado la verdad de nuestros cuerpos. Ahora, en cambio, podemos recuperar nuestros gestos de confianza, sabiendo que la lucha (la búsqueda) es de todos. Yo no sé exactamente qué significa la palabra «sostener», pero a la próxima movilización voy a llevar una cremita de marihuana pa’l dolor de todas.

Mariana Piñeros

Meditación, Cacao, Sueños Lúcidos, Viajes, Literatura, Arte.

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