‘Las arañas’, un cuento de Daniela Gaviria

Texto e imagen de Daniela Gaviria (Literariedad).

Presentamos en nuestra edición de abril de 2019De la Tierra, un cuento de Daniela Gaviria, integrante de nuestro Comité Editorial, que narra la convivencia de una mujer con arañas, su comunión y, si se quiere, su armonía. Las palabras de este cuento hacen parte de una telaraña perfecta a donde caemos por propia voluntad y de donde no querremos salir.

A las arañas de mi cuarto

Sin avisar y sin hacer ruido, las arañas llegaron esa noche. El bombillo del techo proyectaba en las paredes esa luz blanca y aséptica que tanto recuerda a las salas de espera o a la sensación que tendría alguien que se sentara en un teatro vacío a mirar los muros. Sonia llevaba muchas horas sin pronunciar palabra. Ayudaba a su situación que era muy tarde y la casa estaba silenciosa, salvo por el bombillo que zumbaba con un murmullo insectil y que rato después se había dejado de notar. Así estaba cuando las arañas entraron por la ventana y cayeron como puntuación eslava sobre el libro que leía.  

Sin perder tiempo, tomaron posiciones por todo el escritorio, y aunque en principio eran pocas, llegaban continuamente. Algunas espantadas se escondieron en las esquinas y otras empezaron a tejer. Limpiarlas inmediatamente parecía ser la solución razonable, pero Sonia no tenía los ánimos específicamente necesarios para deshacerse de una infestación de arañas, era tarde y ella estaba cansada. Sonia las miró con indiferencia; las arañas eran tan pequeñas y ella tan grande. Ni siquiera eran una especie venenosa, sino de esas arañas de casa, que se esconden en las esquinas, se ensañan con las lámparas de techo y que son tan frágiles ni siquiera sirven para vivir en los jardines. De esas arañas que son como la tristeza, al principio casi ni se notan, pero luego hay que pasarse todo el día limpiando los techos.

Con la justa convicción de que las arañas, aunque inconvenientes, eran inofensivas,  se fue a dormir.

Mientras tanto, las arañas dispersas caminaban libres por todas las superficies de la habitación con la tranquilidad de quien ya pagó el alquiler. Algunas se escondían en los cuadros de las paredes, añadiendo lunares a las gentes de óleo. En las esquinas se quedaban familias enteras de arañas que la miraban con sus cuatro pares de ojos.

Las arañas aprovecharon toda la noche para tejer una enorme telaraña que cubría el escritorio. Otras habían alcanzado la estantería, creando magníficos puentes colgantes entre los libros. La luz de la mañana, aunque débil, se reflejaba en las telarañas, tanto, que el resplandor dentro del cuarto despertó a Sonia 25 minutos más temprano de lo normal.

Cuando Sonia salió, observó con sorpresa que la niebla envolvía la ciudad dándole el mismo aspecto a cortinas de gasa que tenía su cuarto a la mañana, como cubierta por la tela de una araña del tamaño del mundo. A ella la coincidencia no le hizo nada de gracia y lo comentó con sus compañeros cuando llegó. Los demás no le prestaron mucha atención: todo el mundo tenía arañas en sus casas de una forma u otra y conversar sobre el clima ya era pasarse de trivial. En casa, las invasoras no pararon de trabajar. Construyeron avenidas, casas, y esculturas lechosas que ahora envolvían todo el cuarto, que dejaban poco espacio para moverse y atrapaban los ruidos como a moscas. Todas las telarañas estaban amarradas ininterrumpidas como un puente de cuerda y bien podrían ser una sola o un millón. Cuando Sonia regresó, tuvo que esquivar los jardines colgantes y los puentes de araña.

«Ya lo limpiaré después», se dijo. Las arañas estorbaban, pero su compañía era extrañamente reconfortante. Eran diminutas, calladas y lo cubrían todo con una tela nebulosa tan hermosa que parecía silenciar a todos los objetos. El silencio se había hecho más suave y las palabras caían en aire acolchonado. Los colores ya no eran tan brillantes e intrusivos, estaban más tranquilos, menos estridentes, como somnolientos y listos para irse a dormir. Además, Sonia estaba llena de ocupaciones más importantes y las arañas podrían esperar, el asunto no era urgente y ella podría arreglárselas mientras tanto. Sonia no se animó a limpiar la telaraña.

Con la facilidad con la que se ignoran las cosas obvias, la telaraña lentamente se convirtió en parte del paisaje doméstico. Se corrieron un par de muebles y se hizo espacio en la habitación para entrar y salir sin tropezar. Las arañas incursionaron en la sala y enviaron exploradoras al resto de la casa, rápido y en silencio. Sonia barría todos los días las telas más débiles, donde vivían las arañas pobres, relegadas a la cocina y a otros lugares menos acogedores. Esto sin embargo no mejoraba mucho la situación general: con unos cuantos días, la telaraña principal en su cuarto era tan resistente como una acacia africana. Con un par de semanas, parecía querer competir con los bosques californianos.

Aunque hacían todo más difícil, Sonia no era capaz de detestarlas y toda la situación era frustrante. No quería vivir en un nido de arácnidos, pero tampoco tenía idea de cómo desaparecerlos ni cómo planear algo razonable al respecto. El lío además iba por partida doble, había que despedir a las invasoras y desmontar una telaraña gigante. A nadie más parecía importarle su infestación de arañas. Sus visitas esquivaban la telaraña con gracia, ni la mencionaban o simplemente le decían que tenía un sitio encantador.  Para Sonia la situación era demasiado obvia y por eso mismo era tan difícil de explicar a los otros, quienes cuando prestaban atención, subestimaban el tamaño de su telaraña.

«Solo necesitas un buen plumero y en veinte minutos tendrás la casa como nueva», era la recomendación más popular. «Todos tenemos telarañas, es parte normal de ser humano», decían sonrientes. Pero Sonia sabía que su tela definitivamente no era un imperativo de especie y que un plumero no era rival contra la telaraña, fuerte como cables. Fumigar las arañas como otros sugerían, sería una misión suicida porque eran tan diminutas que tendría que empapar todo en veneno para siquiera matar la mitad, y aun si lo hiciera, se quedaría con una casa envenenada y una telaraña intacta. También le repetían que debía ser optimista, que otra gente tenía infestaciones de alacranes, que al final las arañas se irían solas, que lo más posible es que fuera una lección divina que le enseñaría a contratar controles de pestes regulares. La única solución posible parecía ser quemar todo hasta los cimientos, pero Sonia no soñaba con vivir en un rectángulo de cenizas, que además serían cenizas de araña.

En un principio las arañas se quedaban en casa, pero eventualmente, comenzaron a ir con ella a todos lados tejiendo telarañas a su alrededor a jornada completa. Se le envolvían en el pelo y la ropa y en poco tiempo, los rizos de Sonia estaban ya habitados por las arañas más ilustres. Cuando se sentaba en la cafetería, en minutos tenía su taza llena de los experimentos artísticos de las arañas más jóvenes. A las tres semanas, las arañas se le habían metido adentro con telarañas y todo, haciéndola estornudar más de lo normal. Por dentro, Sonia ya era un ático viejo y las arañas aprovecharon el desorden para ponerse cómodas. Se cosieron a venas, huesos y arterias, usaron el cableado interno para moverse por todo lado y tejieron sobre tejidos. Tenía telarañas colgando de los pulmones y arañas diminutas envolviendo ideas y recuerdos. No importaba que Sonia se pasara todo el día fuera de casa o se sacudiera las arañas, pues ella misma era una telaraña que se movía. Por fuera, la casa se había convertido en un laberinto de túneles creados por las arañas y desplazarse libremente era difícil. Al menos la telaraña de su casa estaba a simple vista. Todo estaba cubierto por un filtro blanco, suave y translúcido que se sentía como caminar eternamente por un patio con todas las sábanas extendidas al sol.   

Uno de esos días, Sonia empezó a tejer su propia telaraña, casi sin pensar. La vista de la habitación se hacía más clara y tenue hasta que todo lo que quedó fue un blanco profundo y empolvado. Sonia no se volvió a pasar por ahí con los rizos blancos de telarañas. En su habitación quedó sobre el escritorio el té sin terminar y cerca de la taza, una araña del tamaño de un borrón de lápiz, redonda y de ojos brillantes.

Esa misma noche, las arañas se fueron. La casa se quedó a oscuras.


Daniela Gaviria, Revista Literariedad
@eorlings

Daniela Gaviria es integrante de nuestro comité editorial, es la encargada de nuestras Playlist y de la curaduría gráfica de la revista. Dice que le gustan las cosas inútiles, que es pacifista y siempre quiere estar en otra parte.

Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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