Rabdomancia ambulatoria
En esta tierra que mira de frente al cielo, los pueblos, las ciudades y las carreteras no encuentran sosiego. Todos se remueven inquietos en el sueño. Circulan, cintilan, suspiran y levantan sus aristas de luz al firmamento. No puedo evitar pensar que aquello tiene estrecha relación con lo descrito por Rubén Bonifaz Nuño en Destino del canto[1]: ‘Porque únicamente la reunión hace que el tránsito por la tierra sea digno de ser recorrido, y porque solamente son valiosas las cosas compartidas. Cámbiase por esta vía la estructura humana del mundo, y al suprimirse casi la diferencia entre el tú y el yo, el hombre comienza a levantarse de su abyección y a convertir la soledad en solidaridad. Hacia esta lumbre dirige el nahua los ojos desde lo profundo de sus tinieblas, hacia esta puerta tiende su mano ciega’.
En el aeropuerto de Oaxaca aguardo a que vengan por mí. El generoso poeta oaxaqueño, Enrique Frías, ha querido evitarme la fatiga de deambular en taxi por el asfalto que lleva a su ciudad. Ha enviado a un joven amigo suyo, Alex, quien aparece y lo primero que hace es disculparse y lamentarse por el tamaño de su motocicleta que no está diseñada para mi peso y dimensiones, o eso piensa él. Le digo que me gustaría ser más liviano para no incomodarlo. Se sonríe mientras acomoda mi equipaje adelante, en la base de la moto. Trepo a la máquina y nos vamos.
La ciudad iluminada está desierta como un mobiliario de hotel abandonado o como el teatro de las almas del tiempo. Alex me dice que la ciudad no siempre es así, que mañana veré que sí que tiene gente, que sí que hay personas habitando allí. Yo sé que sí, pero no puedo reprimir un escalofrío al escucharlo. ¿Por qué hace la salvedad? ¿Por qué explicar aquello? ¿Acaso sigo arriba en el avión levitando sobre México, soñándolo, soñándome? ¿Y si lo espacios de América Latina están habitados por el olvido y la desaparición? ¿Y si somos solo una narración en tiempo real, un recuento de algo inaccesible y que debemos contar para que venga a ser? Estuve por caer de la moto, pero ya llegábamos a destino. Pude disimular, torpemente, descendiendo y haciendo que me acomodaba la mochila.
Me despedí de Alex y prometimos vernos luego luego para tomar una cerveza. Me recibió un hombre barbado y de gafas, de nombre Francisco. Yo me derrumbaba del sueño, pero él, con sus atenciones, me sostuvo un rato mientras me mostraba el apartamento. Cuando se fue, dejé todo por ahí y me tumbé en la cama y soñé con el motor de un avión y con una región que aguardaba debajo. Por alguna razón, dentro de la nave existía el temor de que un durmiente, allá abajo despertara y desintegrara las materias de todo aquello al acceder a una zona de viento y calor, y piedras de cantera rosa.
A Oaxaca había ido a parar, creía yo, por asuntos académicos; estaba invitado por una universidad a dictar una conferencia y en el marco de un encuentro de investigadores de estudios latinoamericanos, tenía participación en una mesa de textualidades latinoamericanas contemporáneas, pero me equivocaba. En cuanto desperté sentí el dislocamiento, no era como si hubiera llegado la noche anterior, sino como si llevara ya una temporada allí, como si fuera no mi primer amanecer en Oaxaca sino el presente amanecer de una larga serie de amaneceres que le habían precedido sin darme yo cuenta o, acaso, como si, en tanto mi vida se sucedía en Colombia, mi vida se desplegara en Oaxaca también.
El cliché de todo viajero, especialmente de aquel que pone pie en México, es que un país es su comida, es decir, que México, particularmente Oaxaca, es su comida. No voy a defenestrar la comida mexicana, mucho menos la oaxaqueña. Lo que ocurre es que yo estaba hambriento de otra cosa o de otra manera. Comí sí, hasta la adicción, pero mi hambre estaba en los pies y en las manos, y en los ojos.
Oaxaca fue la calle andada. Los edificios. El extravío. Las iglesias, herencia de la violencia colonial y que configuran otro relato en el poderoso sincretismo de la cultura. Oaxaca fue los libros y las librerías. La palabra ‘memelitas’ pronunciada por una boca que quise para mí. Fue también la cerveza etiquetada ‘Me ves y sufres’ y los talleres gráficos que anuncian toda una tradición ignorada y sobrepasada por el paladar. Oaxaca fue las calles estrechas y frenéticas en mis umbrosos paseos en busca de nutritivos relieves de temperatura, color y textura.
Busqué el cementerio y lo descubrí a la vuelta de mi alojamiento. Busqué comprar una pipa de madera y picadura de tabaco. Encontré la pipa, no el tabaco. Busqué la literatura, no la encontré porque la literatura era yo en la improbable ciudad tejiendo relatos con mis pies en fragoroso contacto con las seculares piedras que se tendían para configurar mi puente sobre el vacío. Sobre ese vacío que sostenía mi paso por allí.
En ‘La hoja vieja’, el último recurso para encontrar los agotados libros de Roberto Bolaño[2] y de Ignacio Padilla, asunto que no le termino de perdonar no solo a México sino al mundo editorial contemporáneo, y a la que también fui a buscar libros de Luigi Amara, Efrén Rebolledo, José Juan Tablada, Juan José Saer y Mario Bellatín, encontré a un librero que no hablaba porque pasaba parsimonioso un mezcal, no hallé los libros. El hombre colgaba de una escalera. Tenía un pie en suspenso entre un escalón y otro, se inclinaba hacia atrás mientras se sostenía con una mano, con la otra levantaba la copa y bebía lento, lento, lento, y sudaba, también con espesura. Terminó de apurar el trago. Yo pensé que no me había escuchado nada de lo que le había estado diciendo. Su mirada vidriosa no se separaba de la copa. Su boca le daba vueltas al líquido. Por fin hizo como que pasaba aquello garganta abajo, se volvió a mí y me dijo que no, que esos autores no se conseguían, que si quería, podía ir a la bodega a ver qué había, que si tenía suerte conseguía un Monsiváis. Salí de la tal bodega con El periquillo sarniento de José Joaquín Fernández de Lizardi en editorial Porrúa.
Eso fue Oaxaca.
Oaxaca también fue Enrique Frías y su poesía de la esperanza en suspenso. Una poesía que añora a los muertos, los recientes y los lejanos, aquellos desconocidos de los cuales nos dolemos sin saber, de quienes acusamos su ausencia sin haber llegado a conocerlos, sin haber sospechado de su existencia. Una poesía de añoranza consignada bajo el bello título de Temporal[3]. Enrique me invitó a almorzar. Pero decir almorzar es una imprecisión, los tiempos en México son otros. El día se compartimenta en sacos de momentos que desconciertan al viajero. Si bien, temprano, el mexicano desayuna, a eso de las once de la mañana almuerza, como a las tres o cuatro de la tarde come, y desde las ocho en adelante es una buena hora para cenar. Ahora, supongo que complicaría las cosas a los mexicanos y a los habitantes de cualquier otra nación distinta a la mía si quisiera yo empeñarme en explicarles qué son y qué se come a las medias nueves, a las onces y al algo. Por suerte no soy tan insensato.
De modo que Enrique me invitó a comer como a las dos y media de la tarde, antes de nuestro recital de poesía. Comimos tlayudas de tasajo con cerveza Victoria. Hablamos de poesía, leímos nuestros poemas, él bajo su enorme sombrero negro, yo bajo el sudor y con los labios quebrados que me legaban el clima de la región. En la mesa contigua una mujer nos escuchaba hablar e imaginaba que yo era colombiano, pero no podía adivinar que ya habíamos hablado ella y yo por medio de fotografías de lugares y que luego nos encontraríamos en las conferencias de estudios latinoamericanos. Sí, en México, la vida es una enorme red de correspondencias que se trenza apretada y que hace que las personas se estén rozando todo el tiempo, atravesándose en los caminos de los otros, dejando la estela de lo que vendrá. Así, la vida un verdadero nudo de encuentros y desencuentros en prospectiva pasada.
En la noche, Enrique y Alex me llevaron a una taberna (en México no han cedido a la hueca sofisticación con que en mi país llamamos a los antros o tabernas, bar o pub, Dios los bendiga, a pesar de estar ya tan lejos de Dios y tan insufriblemente cerca de los Estados Jodidos). Bebimos cervezas artesanales porque son más ricas y porque así no se es cómplice de la industria de los monopolios. Pero Enrique y Alex son jóvenes y todavía están unidos a los ritos y a los pactos con sus familias y empleos; yo, por mi parte, era como García Lorca en Nueva York. Nos separamos en la puerta de la taberna. Ellos a sus camas, yo a la calle, a avanzar con los tentáculos de mis pies para configurar el lomo de adoquines de la ciudad, mientras el cielo que asesinó a García Lorca, me veía hacer, callado.
Oaxaca fue Dania Amaya, una amiga de Bogotá que caminó por enfrente del templo de Santo Domingo y me reconoció en la conservada privacidad de un balcón en el que recogía yo mis garras de poeta del páramo para evitar el abrazo del odioso sol. Acababan de pasar tres ancianas holandesas (¿debería decir neerlandesas?) y me habían preguntado ‘How much?’, yo, con los ojos extraviados por el juego de penumbra y de inquieta luz de la calle, pensé que se referían a la cerveza que bebía, solo cuando se reventaron de la risa diciendo que no, how much, you! entendí que se figuraban que en Oaxaca había también un distrito rojo, este, con poetas que ofrecían sus servicios amatorios en los balcones; porque la lengua siempre puede más.
Luego vino Dania. Hablamos con la sorpresa del encuentro improbable. Después sería una compañera de viaje, pero no supe si aquella conversación, como la de Borges y Macedonio Fernández, fue cierta o fabulada. No recuerdo cómo nos despedimos. Acaso hayamos conversado en el plano de los intercambios verbales que suceden al margen del tiempo. Una conversación como en el fondo de una oquedad, como venida de detrás de una pared, como de lo profundo de una roca. Tal vez por ello ninguna otra extranjera quiso jugársela conmigo porque desde el otro lado de la calle me veían tener una animadísima conversación con la nada.
Oaxaca sería, también, mi amigo Jorge Tapia, quien surgiera del calor del día para ser una promesa. La promesa del polvo y de la carretera. La promesa del envés de México. Surgió del calor tomado de la mano de Cristina, su compañera. Se me quedaron viendo con la mirada parada a mitad de camino entre sus rostros y yo, los ojos se les detenían en un punto intermedio, acaso donde el tiempo y el espacio no tenían cobijo. Luego sonrieron y supe que la verdadera aventura empezaba entonces.
[1] Editorial de la Universidad Autónoma de Querétaro, 2018.
[2] Hablo de Amberes, novela que el buen escritor, pero infame opinador Jorge Volpi, comparó desdeñosamente con Amuleto, del mismo Bolaño. ¡Vaya, lo que no es leer a un autor apenas en la superficie!
[3] Editada por Buenos Aires Poetry, 2019.