Los días y el polvo
…dicen que uno no cambia en otro lugar,
que se muda con el apocalipsis sobre los hombros,
que se camina siempre las mismas calles
aunque tu sendero sea en otro continente…
Los días y el polvo
Diego Ordaz
Cuando se es extranjero, se camina al margen. Cuando se es extranjero, el tiempo y los días se mueven de otro modo. Deseo ser extranjero de todo. Ahora. Aquí y ahora, me desvío de las horas, de los ciclos, de los ritos, me paro a un lado del camino para ver el espectáculo del mundo evolucionar a la luz de las lámparas del desespero. Tomas Tranströmer escribe en “Casas suecas aisladas”:
El otoño con una bandada de estorninos
que mantiene a raya el amanecer.
La gente se mueve rígidamente
en el teatro de luz de la lámpara.
Déjalos sentir sin angustia
las alas camufladas
y la energía de Dios
enrollada en la oscuridad.
Uno percibe el frío. Uno sabe del imperio de la nieve en sus versos. Sin embargo, creo que escribió aquello en su natal Estocolmo, pero pensando en México. Si no en México, sí me adivinó pateando el suelo de las carreteras, y a mi sombra haciendo arabescos en la seca distancia.
Soy extranjero. James Baldwin se proclamó testigo de su tiempo. Yo me declaro extranjero. No solo de mi tiempo. No solo de las naciones (porque pertenezco a la indocumentada república de las letras), no solo de los espacios, porque “los caminos serán mi morada”, sino de la vida toda.
Reclamo el margen, el interregno, la frontera, la orilla para mí. Me enseñé a estar afuera, en la intemperie. Me enseñé a la exclusión, a que, en tanto los demás celebran y brindan, yo estoy afuera. Espío por la puerta entrecerrada de la existencia porque sigo el credo de Saroyan: “… to be amongst the lost, to know how it feels to be out of things, to have no present, no future, to belong nowhere, to be suspended between day and night, waiting”[1].
Así en México, pero más aún así en México. Me maravillé al constatar que podíamos estar hablando español y que no lográbamos penetrar en el sentido que el otro quería expresar. No supe si me ironizaron. No supe si hablaron en serio. No supe si me parodiaron. Hablé poco temiendo satirizarlos por mi parte.
Sí, he de ceder a la experiencia del desamparo.
Salimos de Oaxaca con Jorge y Cristina después de visitar un colosal árbol de más de dos mil años de edad, el ahuhuete; después de darnos un buen baño de mezcal oficiado por un fisicoculturista que resultó haber sido también chef de trasatlántico, tatuador, luchador de lucha libre y de pankration, y sumiller. Sí, salimos a los países de México todavía medio borrachos, todavía sedientos, todavía con la noche medrando tras los ojos.
Fueron diez horas de brutal indeterminación porque cuando se está en la carretera, entre poblado y poblado, se está frente al portento de la distancia y de los panoramas, se vuelve a sentir la pulsión del nómada.
Jorge y Cristina eran cómplices de ese paso huracanado de nuestros espíritus. Miraban todo con ojos nuevos, con caras redondas de niños. Ella se sorprendió diciendo que las lomas cubiertas de nopales le parecían invadidas por móviles ejércitos de verde y espinas. Todos percibimos la amenaza de lo salvaje; yo no pude reprimir el impulso que hermanaba su voz con la de una de las nornas que hablaran a Macbeth de bosques móviles y me propuse pensar que aquello era una suerte de arcano también para mí. ¿Pero cuál era esa promesa que me hacía esta tierra en boca de una de sus mujeres?
El arcano fue puebla. El arcano fue el paisaje del bajío. El arcano fue la roca de cantera rosa de Morelia y su sutil olor a arena caliente y limón. El arcano fue un tomo de una primera edición del Quijote sobre el que pasé mi mano temblorosa y fantasmal en Santiago de Querétaro en la biblioteca de Federico de la Vega.
Supongo que el espíritu del agave destilado en la Madre Cuixe, en el Coyote guiaban nuestra mano mientras le alisábamos el pelaje a la geografía. Supongo que nos perdimos en la carretera. Supongo que Truman Capote, desde algún punto del pasado en el que fumaba su pipa y miraba por una ventana quebrada, al accionarse la radio al interior del coche, filtró su voz de homilía que sentenciaba: “it may be that there is no place for any of us. Except we know there is, somewhere; and if we found it, but live there only a moment, we can count ourselves blessed…”[2].
Se entiende que retorné de ese viaje. Pongamos que regresé. Pongamos que escribo esto desde Bogotá, que trasiego sus calles con la esperanza de convertirlas en otras calles. Pongamos que volví a mi rutina de oficinista. Pongamos que escribo esto sentado frente a la pantalla del computador de la infame editorial en la que laboro, que junto las palabras así, mirando de frente, como un autómata, como un androide que cuenta cabritos eléctricos en la memoria de los ranchos que vio al paso de una máquina de atravesar mundos. Pongamos que junto así las palabras y que no las escribo a mano como suelo hacerlo, aplicando el lápiz al basto papel que ofrece la justa resistencia para que mi prosa no se salga de madre. Digamos que es así. Que mi sombra no se quedó en la apertura semidesértica de los parajes de esa nación, que cuando el sol me pega acá, cuando le da la gana de salir a lucirse, mi sombra sí que se proyecta sobre este asfalto y no sobre esa llanura que raya mi perfil, y que no asusta a los gallinazos y a los axolotls. Y ya que estamos en estas, convenzámonos de que ese motor que resuena en la oficina cuando todos suelen teclear en la paz de la agonía que supone el trabajo, que los incomoda, que los distrae, no es el motor de la máquina de recorrer caminos. Que no hay un olor a aire arremolinado, que no hay unas voces narrando todo esto y que se anteponen al latido de los enclaustrados seres que se eternizan en sus puestos de labor. Pongamos que el otro día, cuando entré a la oficina, no me olió a tortilla de maíz y mi pie derecho tocaba el tableteado del suelo, brillante, y mi pie izquierdo resonaba como si anduviera sobre tierra y piedrecillas, y que cuando me senté en mi puesto y me encadené a mi escritorio con las esposas del desprecio y del conformismo, en serio que no me olió a arena caliente y limón.
[1] “… hacer parte de la casta de los extraviados, saber lo que se siente estar fuera de todo, saber lo que es no tener presente, no tener futuro, pertenecer a ninguna parte, encontrarse suspendido entre el día y la noche, esperando”. (La traducción es mía).
[2] “puede ser que no haya lugar para nosotros. Pero sabemos que sí lo hay, en alguna parte; y si lo hallamos, y habitamos allí por un solo instante, podemos contarnos entre los bendecidos…” (Esta traducción también es mía).