Foto: Camilo Hortúa para Literariedad
En un país como Colombia el gusto por el café es casi natural y hace parte de la identidad de quienes lo cultivan, lo procesan y veden en carritos de tinto en las plazas, en cafés al paso o en santuarios de catación, así como de quienes lo consumen con o sin azúcar, con panela, hecho en olla o en métodos estrafalarios. Y más si se trata de una ciudad como Pereira, desde donde editamos esta revista, y donde fue escrito este texto, un lugar donde podría encontrarse un sinnúmero de personas que morirían si les prohibieran el café.
César David Salazar Jiménez, dramaturgo y cafeinómano perdido, reflexiona en nuestra edición de mayo de 2019: La Traviesa, dedicada al café, acerca de la posibilidad de que este gusto por la cafeína sea una afición elegante o solamente un vicio comparable al bazuco.
Amarillo el blanco de los ojos
César David Salazar Jiménez
Lo que sigue corre el peligro de parecer moralina o testimonio de drogadicto en busca de redención, cuando es todo lo contrario, o más o menos. La versión corta es la siguiente: tengo una relación poco saludable y de muchos años con el café, que compromete mi salud y mi funcionalidad diaria. No tengo ningún problema con que sea así, pero en modo alguno puedo adherir a un culto al café que, desde mi posición, percibo como ridículo y presuntuoso, o cuando menos ingenuo.
Digamos que hay principalmente dos maneras de asumir los hábitos acendrados, las formas de consumo individual que sobrepasan, con mucho o con poco, la frecuencia que recomendarían los más recios filósofos norteamericanos del siglo XIX como Emerson o James (Thoreau no; él es un exceso contenido de naturaleza y rabia).
Digamos que las fronteras entre la apreciación y la devoción, entre el pasatiempo y la monomanía, entre la moderación y la desmesura, son más o menos discernibles desde la distancia (por eso vemos derroche en otras vidas donde, en la propia, creemos ver prudencia), y que si no fuera por el Mercado que todo lo coopta y todo lo enrarece podríamos, si quisiéramos, llevar una vida relativamente feliz, donde con frugalidad disfrutaríamos serenamente hasta de los placeres más abyectos.
Digamos finalmente que, en un plano ideal, una cosa es la recreación y otra cosa el vicio.
Lo cierto es que nos arrojaron a un mundo donde ya no es posible separar el placer de las lógicas de consumo, ni siquiera en lo que toca a las relaciones afectivas (amistad, amor, sexo… en esto, como en todo, somos consumistas irresponsables), y nos dejamos inocular desde pequeños la costumbre embustera de ver ciertas cosas como “vicios” reprochables y otras –no muy distintas a éstas en lo esencial– como “pasiones” o “aficiones”, según la conveniencia del Mercado y de nuestra propia vanidad. Por eso un opiómano o un heroinómano no es más que un deleznable vicioso, un perverso que debe mantener su hábito en secreto, en baños y habitaciones cerradas, mientras que un cafeinómano siempre puede hacerse pasar, si lo desea, por un elegante enamorado de los sabores exquisitos y los aromas embriagantes.
Ahora bien, esto no quiere decir que, dentro de cada una de estas especies de hedonistas consumidores –por un lado, los de las drogas ilegales o restringidas; por el otro, los de las drogas legales e, incluso, de las drogas que no se perciben comúnmente como tales (el café, la gaseosa, el queso, el trabajo, la lotería, etc.)–, no se dibuje por igual un arco amplísimo que parte del consumo ocasional y sofisticado y arriba en la adicción penosa e irrefrenable, y donde por supuesto existen numerosas variables que pueden hacer que uno pase del primero al segundo en un instante y casi sin darse cuenta.
En el colorido universo de los bebedores de café, este arco tiende por un extremo hacia un esnobismo insufrible: el de los catadores y los conocedores, aquellos apasionados por el “buen café” –el de las cosechas exclusivas y las preparaciones clásicas y artesanales; el de los precios absurdos para paladares exigentes–; por la vía contraria, en cambio, se llega al adicto de cafetín que bebe tinto barato como un bazuco, el sufridor de gastritis indecibles que no puede vivir sin inyecciones permanentes de cafeína en su cuerpo porque, entonces, le duele la cabeza y es presa de un cansancio atroz.
Mi relación con esta bebida, como con la cerveza, hace mucho rato que se ubica más del lado de la adicción irredimible que de la sana afición, y de hecho recuerdo muy claramente el momento en que hice consciente esta situación: fue leyendo hace años El secreto de Joe Gould, la crónica maravillosa de Joseph Mitchell acerca de un indigente que toda su vida aseguró estar escribiendo una obra maestra que, por supuesto, no era más que una farsa o una deliciosa fantasía producida por una cabeza desarreglada y hambrienta. Al hacer el retrato de los hábitos alimenticios de ese impostor adorable, Mitchell le parafrasea diciendo algo que para mí fue como una revelación o como un brillante espejo:
«Ya hace tiempo que he perdido el gusto por el buen café», dice. «Prefiero con mucho ese café que, si uno lo bebe y lo bebe, a la larga hace que le tiemblen las manos y vuelve amarillo el blanco de los ojos».
Esta es la voz del vicioso incorregible, de aquel que entiende que lo suyo no pasa ya por el hábito controlado sino por la dependencia insana, irracional, y que está dispuesto a recibirla tal como viene, con notables efectos nocivos para su salud y, sobre todo, con un previsible empobrecimiento material y una caída progresiva en la escala social del gusto a la que esa precarización conlleva. Del mismo modo que un drogadicto de clase media que, al no poder seguir costeando sus drogas decentes, empieza a hueler cualquier basura que le ofrece el microtráfico, así mismo quien ha caído muy bajo en el consumo irresponsable de café comienza a frecuentar –primero con vergüenza y luego con descaro– las cafeterías baratas y los carritos de las plazas, a comprar en las tiendas el grano molido de peor calidad y mejor precio, y a privilegiar este hábito por encima de otros menos dañinos para su estómago, su corazón y su descanso diario.
Así pues, si como sociedad no podemos sincerarnos acerca del hecho de que las drogas recreativas son también, entre muchas otras cosas malas y buenas, parte de nuestras conquistas civilizatorias, si no podemos considerar su uso responsable, al menos deberíamos reconocer que las drogas son muchas, muchas más de las que imaginamos, no sólo las ilegales, y que son importantes en nuestros hábitos de consumo diario y tienen efectos duraderos en nuestra salud física y mental; deberíamos entender, sobre todo, que las pulsiones que nos llevan a estos vicios son, en el fondo –al menos en potencia–, las mismas que las de un bazuquero malhadado.
Pero, en fin, desde el comienzo advertí que esto no pretendía ser moralina y no lo es: cada quien elige la droga que lo mate; las mías son el café y la cerveza, principalmente. En últimas, es como dice Luis Ospina que decía Carlos Mayolo, el vicioso más entrañable de Colombia: «Si nos vamos a morir, vámonos enfermando».
César David Salazar Jiménez. Treintañero. Nací en Bogotá pero soy pereirano; estudié Sociología pero hago teatro. Me resulta curioso cuando la gente habla de sí misma en tercera persona, pero me encanta Pascal cuando afirma que «el YO es detestable».