Foto: Café Blanco y Rojo, Pereira. Estudio donde se grabó la película Nido de Cóndores. 1926 (autor desconocido).
Nos enorgullece presentarles en nuestra edición de mayo de 2019: La Traviesa, dedicada al café, una crónica de Camilo Alzate que rastrea por Pereira la memoria de su abuelo. Cuando las fincas cafeteras se arruinaron por la caída de precios, la helda, esa especie de techo corredizo que se usaba para secar el grano, acabó convertida en una bodega de cosas inútiles. Tal vez eso sea la memoria, un refugio de lo inservible, una helda.
La Helda
Camilo Alzate
Cada tarde mi abuelito, un hombre minúsculo y moreno que parecía un motorcito jamás quieto, arrimaba a la casa en su carro oxidado bautizado “Satélite”. “Satélite” era un Land Cruiser del 74 con dos peculiaridades: un color celeste igual a los pitufos y un extraño lenguaje por medio del cual se comunicaba con mi abuelito. Ciertos ruidos indicaban que el motor estaba exhausto, el traqueteo nervioso decía que la puerta no se sentía bien, algún chirrido anunciaba la falta de aceite, el calor debajo de las piernas tenía que ver con las conexiones eléctricas, el humo blanco expresaba la transpiración del radiador, y así con todo lo demás. Eran un conjunto de señales incomprensibles que podían derivar en la certeza de cambiar las bujías, en el imperativo de recargar la batería, en la seguridad de que las llantas no estaban pegando correctamente al piso, o en el sencillo hecho de que el pequeño “Satélite”, por algún capricho andaba “desforzado”.
El abuelito hablaba un segundo lenguaje destinado a comunicarse en voz alta consigo mismo. “Cengue” es un vocablo cuyo significado permanece oculto hasta hoy, que él gritaba cuando algún “atarván” (entendíamos) lo sobrepasaba en la vía sin poner direccionales. “Cartuchitos” era la denominación que él mismo daba a las bolsas plásticas, a las que otras veces llamaba “taleguitos”. “Embotado” era un estado particular de las serosidades digestivas, cuya causa invariable debía ser un exceso de condimento en el plato. “Barriguetas” era yo. “Barrigueticas” mi hermano.
Había un tercer lenguaje, soplado en voz baja, en murmullos y siseos, con el que mi abuelito mordía su locura desde la mañana hasta la madrugada. Dialogaba con sujetos inexistentes, les hacía reproches, contándoles cosas, mientras caminaba por los pasillos de su casa a medianoche. Mi hermano y yo llegamos a una conclusión: hablaba con sus antepasados, a los que entendía como una rara proyección de sí mismo, esa sombra de existencias sepultadas en su neurosis y su memoria atormentada. Fue un alcohólico incurable, también.
Dos paradas obligadas llevaba el recorrido de las tardes en “Satélite”. La primera en la galería, en el punto exacto dónde vendían y siguen vendiendo el bazuco, que entonces se conocía como “la calle de las papas”. El viejo nos entregaba un machete Gavilán Corneta que guardaba bajo el asiento, echaba el cerrojo y se apeaba a comprar artefactos inútiles dentro de un almacén de insumos agrícolas. Los siguientes cinco minutos “Satélite” terminaba rodeado poco a poco por una neblina de sujetos sin dientes o sin ojos, sujetos con costales y largas cabelleras que brotaban de las alcantarillas, mujercitas flacas que besaban apasionadamente botellas con una sustancia amarilla espesa. Esos seres, surgidos de repente de un mundo oculto, golpeaban las ventanas, sonreían con gestos macabros, se agarraban los testículos o se rascaban el culo y decían cosas en otro lenguaje que mi abuelito nunca comprendió, pero que nosotros, con los años, hemos empezado a entender. Nunca debíamos abrirles la puerta del carro, decía él.
La segunda parada era en el Café Anarkos, un lugar donde había muchos señores muy ancianos sentados. Unos miraban con ojos sedientos a la muchacha que les servía el café. Otros jugaban billar. La mayoría simplemente vegetaba en las mesas y sillas. No puedo zafarme el olor que ventila, aun hoy, ese sitio: es una mezcla dulce de orín de anciano con tinto de greca, un olor enervante, alucinante, un hilo que se clava en la nariz. Aplastado en el Café Anarkos, en la misma mesa de siempre, sin cambiar de ropa, estaba Julio César, uno de los grandes enigmas de nuestra infancia. ¿Quién era ese viejo con los dientes retorcidos y del color de la yema del huevo y un reloj de oro en la mano izquierda y un bonito bastón de macana en la derecha, que se peinaba hacia atrás y tenía unas pecas marrones de textura arenosa hundidas en el rostro?
Julio César Mejía era un tipo que sólo se delimitaba por referencias exteriores. Por haber sido el dueño de media Altagracia, donde despilfarró tierras, vacas, negocios de compra de café, tirando la plata en putas y borracheras. O por ser el tipo que más sabía de ganado dentro del Café Anarkos y sus alrededores. Por ser el tío materno de mi abuelito. O por desplegar la honra que le merece aquella fama de mediocre, tan pereirana: Julio César era el hermano menor de Manuel y Alfonso Mejía Robledo, dos prohombres olvidados de esta ciudad de equívocos (hoy, la fama de todos esos juntos no alcanza ni para un busto, ni para una placa en el más remoto de nuestros callejones).
O por ser el último pariente que le quedó vivo a mi abuelito. El último sobreviviente de su familia de prohombres ilustres y olvidados.

Julio César abordaba el “Satélite” e invariablemente nos daba una moneda de un peso a mi hermano y a mí, y se aprestaba a escuchar los múltiples dialectos de mi abuelito. No supimos en que lengua hablaba Julio porque su voz no se recuerda. Puede ser que nunca la escucháramos. Puede que la escucháramos y estuviera empolvada en un armario que acabó regalado. Prefiero creer que su único lenguaje era la parquedad de los muertos. Recuerdo, eso sí, aquellas muelas amarillas y apestosas que le estallaban de pronto en la mitad de la cara, en el momento que escupía los gargajos. Si hubiera que pintar a Julio César diría que era un señor grande, grueso, encorvado, que masticaba algo todo el tiempo. Se parecía un poquito a Borges, o mejor, Borges siempre me ha recordado a Julio. Mi hermano llegó a la conclusión que masticaba las palabras, por eso nunca salían de su boca.
Al contrario, mi abuelito nunca paró de hablar. El día que murió su cadáver mudo parecía negarse a sí mismo. El abuelito le relataba a Julio sus proyectos irracionales para la finca, le hablaba de las manchas de los terneros que nunca llegó a comprar, del color de las patas de los caballos enfermos y flacos que se morían de aburrimiento en un establo destruido, le comentaba la alimentación de los marranos o la nueva receta que la Federación había dado para acabar con la broca. Renegaba por el precio del café, que otra vez iba a la baja, insultaba los vendavales que se llevaron por los cielos el techo del beneficiadero, despotricaba de la última granizada que había quemado todas las hojas del platanal. Vociferaba, hablaba, alegaba sólo, enfurecido cuando un trancón varaba el pequeño “Satélite” o cuando los huecos de la carretera nos sacudían. Julio César movía la cabeza y masticaba. Sólo eso, masticar y musitar su parquedad.
«La Pereira vieja de apellidos conocidos y familias de toda la vida comenzó a refugiarse, perseguida por un estruendo que no se supo bien qué era».
Una vez llegábamos a la finca mi abuelo se transformaba en niño con un machete al cinto. La boñiga de las vacas le sabía a infancia, a tiempos idos. Lo veíamos trepado en los árboles cogiendo guayabas, luego alzando fardos de café, después abriendo con su manojo de cuarenta y siete llaves alguna de las puertas de la ruinosa casa, más tarde parado en el centro del patio, donde él había mandado a poner muchos años atrás un tablero de baloncesto para que sus hijos jugaran, admirando la que él juraba que era “la mejor divisa de la ciudad”. Julio César, en cambio, se postraba en cualquier taburete del corredor para enterrarse en un doloroso olvido. Se sentaba a mirar como un ciego la espalda lejana de la ciudad al fondo. El tono de sus ojos cambiaba y entonces por su cabeza empezaban a pasar imágenes de esa otra Pereira, esa que se estaba desmoronando cuando caían vencidas los caserones de bahareque, cuando se hundían sucesivamente los techos de barro de esas antiguas mansiones en la séptima y la octava dónde luego crecieron edificios de 12 y 15 pisos. La Pereira vieja de apellidos conocidos y familias de toda la vida comenzó a refugiarse, perseguida por un estruendo que no se supo bien qué era. Las señoras se ocultaban en costureros, en interminables misas, los hombres en los cafés con perfume de orín, hasta que el tiempo empezó a matarlos con una precisión impecable. Uno por uno. La radio ya no ponía bambucos. Los puestos del Café Anarkos iban quedando vacantes.
De Julio César se contaban muchas cosas. Que negoció con ganado sin pararse de esa mesa coja del Anarkos, comprando y vendiendo miles de cabezas con notas escritas a mano que el portador presentaba en las fincas cuando iba a recoger las bestias. Que sabía el peso exacto de una res con mirarle las ancas. Que había acumulado tierras cafeteras extensas con vegas muy lindas y buenas aguas, que fue propietario de líneas de mulas y hasta de una fonda. También que tenía una hija ilegítima nunca conocida por su familia de hombres ilustres. Que le prestaba plata a cualquiera y hacía negocios de palabra, sin papeles ni hipotecas, y fue arruinándose poco a poco hasta quedarse con nada y poco más, postrado masticando el silencio en una mesa de café mientras evaporaba orín de su cuerpo.
De los hermanos de Julio César, el tal Alfonso y el tal Manuel Mejía Robledo, se dicen muchas cosas, muchas más de las que realmente hay certeza. Que el primero inauguró la poesía en una ciudad sin inspiración y sin poetas. Que luego inauguró la novela Pereirana con una historia paliducha y romanticona que se llama “Rosas de Francia”. Que fue embajador. Que era amigo del Presidente liberal Eduardo Santos. Que lo trajo donde hoy queda la Escuela Boyacá para una exposición. Que allá mi abuelito, siendo apenas un mozuelo, le dio la mano al Presidente y recibió un beso de Lorencita Villegas, su mujer. Que tuvo un almacén en la plaza donde importaba Cadillacs para este villorio que ni siquiera tenía ni carreteras, lleno de mulas y rila de caballo en los andenes.
El segundo dizque encabezó la construcción de la vía a Manizales y otra que va para Armenia. Dizque fundó una sociedad para mejorar la ciudad como se le hacen mejoras, por decir, a una parcela de cacao o a una zanja de yuca. Se dice que viajó por Europa, que se autoformó y que murió extrañamente en la flor de la edad sin dejar hijos ni mujer conocida pero sí mucha plata. Se dice que mi hermano no se llamó Federico sino Manuel por culpa suya, o al menos eso quiso creer nuestro abuelito. Se dice que fue un ciudadano ejemplar. Se cree que era masón.
Lo único que mi abuelito heredó de Manuel Mejía Robledo, su tío, al que no recordaba porque había muerto cuando contaba dos o tres años, fue una bandeja de plata con inscripciones, que vendieron por kilos en una chatarrería cuando la casa acabó rematada por los prestamistas y hubo que despojarse de los cerros de basura y cosas inútiles que el viejo se había dedicado a recolectar pacientemente con su jubilación de odontólogo. También había un taburete de madera, que se creía que había llegado con Manuel Mejía en barcos y trenes desde Checoslovaquia. Ese taburete se lo comieron juntos el tiempo y el comején como dos buenos compadres.

Al atardecer, cuando el sol de los venados ponía colorada la cordillera, mi abuelito pegaba un berrido y nosotros teníamos que salir corriendo del beneficiadero, donde jugábamos con la máquina despulpadora del café, o abandonábamos la helda, ese lugar secreto en que tramábamos alguna emboscada. Mi hermano y yo estábamos cansados de coger culebras, mearnos encima del café seco y hostigar a los marranos pequeños. Nos encantaba el aullido mortal de los lechoncitos cuando los colgábamos de las patas, el ronco quejido de la marrana que nos miraba impotente. A veces les dábamos patadas. Luego los dejábamos tranquilos y nos íbamos a correr por el potrero acosando las vacas, disparándoles en la panza con un rifle de diábolos que había en la finca.
Ya era hora de partir, nos regresábamos de la finca. Julio César despertaba de su olvido y retornábamos a la ciudad que por entonces tremolaba, convulsionaba con el cataclismo de la modernización, con las balaceras, con la construcción de bonitos edificios.
Mi abuelito cargaba el café, lo pesaba con una romana de los años de la violencia, montaba racimos, pimpinas de leche y quesos. Pagaba al mayordomo. Despotricaba –una vez más– de la Federación y del precio del café, que otra vez iba a la baja. En la doce con carrera sexta se bajaba Julio. A veces mi abuelito le regalaba billetes, otras veces le daba una gaja de plátanos. Julio César habitaba una casa que como esos Cafés donde se desterraron los ancianos, sólo puede adivinarse a través de su aroma; el penetrante bahareque, que es una combinación entre la humedad de las tejas de barro, el cagajón de las ratas que caminan por dentro de las paredes y el inconfundible mareo de la guadua podrida. Nadie podrá entender la sensación que produce este aire si no ha venido a un pueblo cafetero, si no ha tomado chocolate dentro de sus salones. Cuando llueve el olor se hace más pesado, más infecto y opresivo. Si alguno fuma en el hogar, el olor acaba por adherirse a todo lo que invada el recinto. Ese caserón, que tenía más de cuarenta metros de fondo, una especie de caverna fría y penumbrosa, era el lugar donde Julio César se recogía con Adela, una mujer que nunca había sido su esposa, que no le dio retoños pero tenía los propios, que saludaba con una sonrisa amable.
Julio César Mejía Robledo se murió a finales de 1996. Era el último representante arruinado de una tradicional casta de aristócratas pereiranos poderosos y ricos, de los que ya no queda nada. Ni el recuerdo de su gloria. Ni el pasado de sus obras. Ni el presente de sus nombres en parques o monumentos. La antigua casona de la familia Mejía Robledo, con cuatro entradas y hasta un portal para guardar las vacas, ocupaba casi toda una manzana en la calle 22, donde hoy se alza un edificio de consultorios médicos.
Para mi abuelito, Julio César fue la materia viva, la persistencia arruinada de esa gloria que nunca tuvo como suya, pero que lo enorgulleció con una jactancia mediocre y sin méritos: ser el sobrino de Manuel y Alfonso Mejía Robledo, a quienes apenas si había conocido en su niñez, de los que conservaba una bandeja, una silla coja y el poema Mater Dolorosa, escrito por su tío Alfonso a la matriarca Januaria Robledo, una viejita con cara de cráter de la que hubo un cuadro en un pasillo. Esos versos, que nunca he leído ni pienso leer, le recordaban a mi abuelito la memoria de su propia madre: María Mejía Robledo, hermana menor de Julio César, de Alfonso y de Manuel, una mujer de rostro hermoso que entre el cáncer y el marido sinvergüenza despedazaron mano a mano, cuando rozaba por los cincuenta. Mi abuelito, quien entonces era un muchacho moreno y minúsculo como un motorcito, estudiante de odontología en la Universidad Nacional, jamás pudo recuperarse del golpe, por eso le concedió su existencia al aguardiente.
Lo recuerdo hablando en murmullos con sus antepasados, recorriendo los pasillos de su casa en interminables madrugadas. Musitaba una tormenta que tenía por dentro, una angustia que inundaba con aguardiente hasta derribarse doblado. Eran el final de los años noventa. Al tanto que este país se derrumbaba afuera, mi abuelito estuvo infectado de dolor toda su vida, derrumbándose por dentro. A diferencia de Julio César, que fue derrotado por la vida, él era un derrotado por la muerte ajena.
«Siempre hablaba de Manuel Mejía Robledo y de su tío Alfonso, el escritor y poeta. Los hombres más grandes que ha dado Pereira’».
A veces, cuando nos lo encontrábamos en el centro durante los últimos años, mi hermano y yo nos íbamos a beber con él. Andaba rodeado de vagos, de hampones y mendigos que le escuchaban sus historias para pedirle monedas. Iba a todas las misas de la catedral. Nos decía que pidiéramos por él. Renegaba por el precio del café, que otra vez iba a la baja. Sacaba fotos de su mamá en un carriel lleno de papeles, facturas y billetes de lotería. Guardaba las cartas de sus novias de adolescencia y escribía un “libro” que llamaba Divagaciones mías. Hablaba de Julio César. Siempre hablaba de Manuel Mejía Robledo y de su tío Alfonso, el escritor y poeta. “Los hombres más grandes que ha dado Pereira”. ¿Qué es la grandeza? Una mentira fabulada para reducir el miedo a lo minúsculo de la existencia, insignificante como todo lo humano. Una creación fantasmal para soportar el peso del desastre. Un estado que se alcanza con la quinta botella de aguardiente encima. Mi abuelito, que con los años se fue encogiendo todavía más por la edad y el consumo desproporcionado de alcohol, murió sobrio tirado en el piso de una casa que ya no era la suya. Había perdido la finca por deudas, la esposa por borracho y hasta el “Satélite” varado en chatarra.
Está en ese cementerio que tiene mi nombre, al lado de Julio César Mejía Robledo, unas bóvedas más acá de Manuel Mejía Robledo y más abajo de su madre María, el verdadero amor de su vida.
El día de su entierro no paró de caer agua en el San Camilo, como si las nubes de la ciudad que lo vio sufrir se pusieran de acuerdo para llorar por él. Hay noches que voy al Pavo, a emborracharme de lágrimas en su memoria. Cuando los meseros preguntan, digo: “pónganme la canción de mi abuelito”. Ellos, que lo conocieron, dejan sonar la voz de Pedro Vargas volando como un mal pájaro: Acuérdate de Acapulco María bonita, María del alma…

Camilo Alzate (Pereira, Colombia. Cronista y narrador. @camilagroso.