Imagen: La Tierra. Cromo 493. Álbum de Historia Natural JET, 1982.
Una morada que podría contener en algún momento toda la tierra, toda la suma de experiencias de la humanidad. Alejandro Medina Franco, ganador del concurso de escritores pereiranos en la modalidad de cuento, nos introduce por pasillos y habitaciones que conducen, irremediablemente, hacia nosotros mismos.
La Casa *
Alejandro Medina Franco
Ellos lo ignoran, pero La Casa ha sido construida por los hombres. Tiene solares, fuentes y jardines. Sus habitaciones parecen inagotables, pero no lo son, responden siempre a un número exacto que, aunque varía, sigue siendo finito. Algunos de sus muros han sido destruidos en las guerras, otros los han demolido para abrirle paso a un tren o para ampliar una escuela.
Sus espacios están disgregados: hay tramos que ocupan una ciudad entera, pasillos que inician en Santiago y terminan en Berlín, tiene salas en varios pueblos asiáticos, baños en los siete continentes y un solo sótano dividido entre Polonia y Cuba.
Algunos de sus pasajes están dentro de otras casas de orden menor, los eventuales cruces de sus habitantes suscitan historias de ultratumba.
Su única entrada, que es también la única salida verdadera, está situada en Madrid, en el Museo del Prado. Hay quienes salen de la edificación por una puerta cualquiera y piensan que han abandonado La Casa, pero continúan estando adentro, la mayoría de ellos siguen sus vidas creyendo falsamente que recorren el mundo y terminan muriendo sin conocer otro sitio, son pocos los que recogen sus pasos y al final se retiran por la puerta correcta.
El algoritmo regente de los cambios que sufre La Casa es indescifrable, sus valores dependen de los múltiples actos humanos. Un anciano que remodela su estancia puede estar anulando un corredor de La Casa o añadiéndole un balcón.
El Partenón no hace parte de La Casa, lo está visitando una mujer que jamás ha entrado en ella, enseguida llega uno de los hombres que salió por la puerta equivocada y que quedó atrapado sin saberlo, en ese momento El Partenón se integra a La Casa. Las dos personas están en el mismo sitio, pero una está dentro de La Casa y la otra está por fuera. Cuando el hombre se retira, El Partenón vuelve a separarse de La Casa. La complejidad de estas paradojas evita el éxito en los cálculos.
Los habitantes de La Casa son muchísimos, por eso en ella ocurre todo lo concebible. Sus gentes copulan en los resquicios, se entierran difuntos en sus vergeles, se come, se duerme, se lee y se grita, se celebran ceremonias, se lucha y se pide perdón.
Los animales también la pueblan, aunque a ellos los rigen otras leyes. No aplica para las bestias, por ejemplo, la maldición que recae sobre los hombres que ingresan a La Casa por la fuerza, saltando una de sus tapias o violando una de sus rejas. A estos profanadores los persigue la mala fortuna y terminan en una muerte aparatosa, atravesados por un hierro, decapitados por una cizalla o despedazados por los propios cernícalos. Existen sólo dos formas legítimas de entrar a La Casa: cruzando su umbral, que como se ha dicho coincide con el del Museo, o siendo parido dentro de ella.
Los mismos hombres, ignorantes de las bondades de La Casa, han atentado repetidas veces contra ella, bien a través de sus manos, bien desafiando a los cielos. Así se perpetró el Diluvio, la quema de Alejandría y tantas otras ruinas. No obstante, la magnificencia de La Casa es superior a la necedad de los mortales y a la furia de los dioses, su exterminio es imposible sin la desaparición de unos y otros. Los muros devastados suelen volver a levantarse, en uno o en mil años, para el eterno lugar esos plazos son irrelevantes. Incluso en la insistencia de los escombros, La Casa conserva su grandeza, pues sus fronteras de piedra no son más que formas accidentadas e inútiles.
No existe un único conserje, su tarea sería inalcanzable y su mente habría de ser absoluta. Los habitantes de La Casa son todos conserjes.
Los oficios se reparten de forma arbitraria y son siempre ejecutados con torpeza. La basura de las cocinas se dispone en los anaqueles de las bibliotecas, el lixiviado de los baños se vierte en los dormitorios, los alimentos se extravían y se descomponen bajo la ropa, los cajones se confunden con orinales y las telarañas se mezclan con las medicinas. Su costumbre a la inmundicia no es acto de indolencia, simplemente el tamaño de sus deberes es mayor que el de sus conciencias. De esa misma limitación se desprende la inocente vanidad que hace a los habitantes proclamarse dueños, ridícula falacia que pretende violar los principios de la persistencia y de la inmensidad. Toda existencia dentro de La Casa es efímera y limitada, incluso la artificiosa suma de ellas.
Nadie ha recorrido jamás La Casa completa, dicha empresa no es factible. Aun siendo inmortal (lo cual es ya una quimera) y obteniendo las licencias del total de los custodios (algunos salvaguardan sus baldosas con bravura) el propósito mismo alberga una sencilla inconsistencia: La Casa nunca es la misma. Sus corredores crecen y se bifurcan, sus azoteas son cercenadas y se reinventan, sus galerías se afilian y se divorcian. Quien logre agotar los recintos que la componían en la madrugada del 20 de junio de 1.489, sólo habrá visitado una de sus singularidades, jamás La Casa completa.
Aunque sea superior a ellos, aunque no logren ordenarla, recorrerla, ni concebirla, aunque no comprendan los mecanismos con que opera y ni siquiera adviertan su existencia, ese sacro amasijo continuará siendo siempre, La Casa de los hombres. Es la hija de sus manos.
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* El cuento aparece publicado originalmente dentro del libro La mueca del Golem con el título de ‘La Casa de los hombres’. Alejandro Medina Franco es ingeniero mecatrónico y escritor. Su libro de cuentos en cuestión fue una de las obras ganadoras de la convocatoria de estímulos de Pereira en el 2018.