Imagen: Aterrizaje en la luna. Cromo 504. Álbum de Historia Natural JET, 1968.
En un mundo futuro unos científicos viajan buscando una señal que guarda la promesa de encontrar vida inteligente en los confines del Universo. Los aguarda la sorpresa; un viaje en el espacio podría ser —tendría que ser, siempre lo es— un viaje en el tiempo.
La Réplica
Elbert Coes
A comienzos de la edad oscura espacial salimos a buscar la réplica, una señal de radio recibida en la estación de Saturno. Su procedencia resultó ilocalizable, pero llegaba cada ocho minutos, repitiendo un mensaje codificado en binario: el resultado fueron coordenadas.
Mi amigo P. J. Simpson estudió con ahínco el fenómeno; afirmó, en asamblea general, que la distancia de la primera coordenada sobrepasaba el límite final del microondas. Es decir, doblaba en número la edad del universo conocido. La respuesta del consejo fue unánime: ¡Imposible! Pero P. J. se mantuvo prudente y sin discutir continuó sus estudios. Escuchó el mensaje y repitió los cálculos unas trescientas veces más.
Dado el bloqueo que experimentó, cambió el foco a la segunda coordenada, entonces descubrió el umbral de un agujero de gusano que setenta y tres años atrás había teorizado el cosmólogo suizo Heinrich S. Rudolf. El capitán del CS-III-77 permitió el envío de tres carabelas de exploración al brazo oriental de la nube de Magallanes, las naves atravesaron el Ocultus, agujero artificial que limita con dicha galaxia, y en dos meses estuvieron de vuelta. Informaron la existencia de un abismo en el lugar exacto de la segunda coordenada recibida en la réplica. Lo nombramos Rudolf.
Simpson siempre concibió férreo la tesis de que nuestro universo —Opus— era un anciano rodeado de sus nietos. Planteaba que estos se unían en tres formas: lineal, o universos en fila; dendrítica, por mecánica gravitacional; y circular, a través del plasma. En teoría, la forma circular se hallaba en cuatro estados: plasma original, momentum, miasma fuente y fuerza de salida. A uno de estos atribuyó el origen de la réplica. La distancia hasta allí, agregó, equivalía exactamente a la misma medida del radio de Opus. Como si la hubiéramos producido en el CS-III-77 y esta hubiera dado la vuelta al cosmos hasta regresar, igual que un boomerang.
Planificamos la misión durante treinta y tres meses, consistió en llevar las primeras coordenadas de la réplica hasta el límite de Rudolf. Una vez allí, programamos el explorador para que automáticamente viajara en esa dirección. Entramos en el agujero, y tras recorrer unos siete kilómetros apareció frente a nosotros una pared líquida, aural y translúcida. Pasamos a través de ella y al instante recorríamos una atmósfera planetaria. Retomamos los controles y le informé a la tripulación que estábamos sobre las primeras coordenadas de la réplica. De las seis caras a bordo fui el único que pareció excitado; el resto lucía nervioso. Gracias a un cúmulo de nubes resultó difícil ver afuera a través del cristal, así que la nave nos dio una lectura del lugar, había tierra firme a unos cuarenta kilómetros hacia abajo. En automático, aterrizamos sobre una playa.
Nos pusimos los trajes y bajamos de la carabela. Al caminar unos diez metros revisé los datos químicos. Me quité el casco mientras el copiloto me observaba sorprendido. «Tiene de oxígeno un diez por ciento menos que el aire de nuestro planeta», dije. Y aspiré una bocanada de aire. Los otros hombres repitieron mi acto.
Alzamos la vista a una atmósfera color índigo y poblada de nubes negras. Parecía el crepúsculo de un día sombrío. No obstante, sobre un tramo de cielo despejado en el occidente había tres enormes satélites, apenas cernidos sobre nuestras cabezas. El copiloto señaló una pared aural y acuosa en esa dirección; esta se encogió lentamente hasta desaparecer. Intentamos comunicarnos con la nave nodriza, pero no hubo respuesta. Tras avanzar unos doscientos metros en dirección a una colina, aparecieron un rascacielos, un circuito de túbulos en el aire y, más lejanas, unas formas de edificios similares a las que construímos en la tierra. Todo en estado de corrosión y deterioro.
¿En dónde estamos? preguntó el copiloto.
Y en respuesta, de un lado de la playa apareció un extraterrestre. Llevaba vestidos holgados, raídos y sucios. Tenía puesta una mascarilla para respirar y lentes a través de los cuales se veían sus ojos negros. Detuvo su andar al vernos. Escondió tras su espalda un dispositivo que llevaba en las manos. Levanté el brazo a modo de saludo y miré a mis compañeros para que hicieran lo mismo. «Venimos en paz», dije.
«Capitán», dijo el copiloto, señalando un incompleto letrero colgante a un extremo del litoral. Estaba en inglés: “Prohibido arroj…», el resto de palabras se había borrado. Miré al extraterrestre y le dije: «Hola, somos viajeros del espacio y buscamos una señal que nos llegó desde aquí» El extraterrestre río tras un tenso silencio. «¡Malditos locos!», dijo en inglés; agitó la cabeza y continuó andando hasta el borde de la playa. Recogió agua en el dispositivo y nos miró. Entonces vio la nave detrás de nosotros. «¡Madre mía!», exclamó, y cayó sentado en la arena.
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Elbert Coes nació en un pueblito lluvioso y selvático del Chocó pero hace mucho que vive (y escribe) en Pereira. Escritor, músico, abogado, en ese orden. Es autor de media docena de novelas inéditas y de una extensa familia de cuentos, algunos de ellos ganadores de menciones y concursos en el país.