En la fotografía, la luz ilumina las grietas de las cosas en la noche más extensa y más quieta.
Lo que vive y tiembla, antología del poeta, ensayista y sacerdote Hugo Mujica (Pontificia Universidad Javeriana, 2013), es una invitación recurrente a asomarnos a lo real por medio de sus fisuras, aquellas por las que se filtra, como una savia casi invisible, el vasto conocimiento del mundo. Esta antología, este viaje por diez poemarios de Mujica publicados entre 1983 y 2011, es entonces un viaje en el que siempre se busca lo que está abierto a causa de agrietarse, quebrarse, fisurarse, pues por esas aperturas, se podría decir, brota con intensidad lo que es vital en lo real.
Este acto de brotar se sintetiza en uno de los primeros poemas compilados: «como una flor / en la grieta de un muro // como esa flor / todo // en apenas todo». Si la realidad, cual muro, está habitada por grietas, los poemas de Mujica buscan señalar las flores, casi atrapadas, casi ocultas, que han crecido, lenta y milagrosamente, en esas hendiduras. Esas flores que hacen parte del todo y que, por ello, contienen algo del conocimiento del todo.
Al mismo tiempo, los poemas de Mujica me parecen una muestra de esas mismas flores de las que hablo, no solo porque también brotan en el inmenso muro de la realidad, como si fueran un milagro, sino porque, así como la flor es el testimonio de un proceso de crecimiento, un poema de Mujica es el testimonio del florecimiento de lo real. Sus poemas son la constancia de ese momento en el que lo real entrega, como una mínima revelación, su verdadero conocimiento, lo que vive y tiembla oculto entre sus propios muros. Sus poemas son concretos y hermosos, como las flores, porque se concentran solamente en señalar los vestigios de algo que parece una revelación, un florecer; están despojados de extensas descripciones, de pesados histrionismos, de todo lo que no sea una lenta y calma iluminación.
¿Pero cómo se señala ese florecimiento de lo real, ese crecer que es también abrirse, que es también iluminarse? A través del acto de mirar: «no basta abrir los ojos / hay que abrir lo mirado / quitar las vendas / al pecho de nadie». Ver, de verdad, significa abrir. Cada elemento del mundo, nos dicen estos poemas, quiere florecer, quiere abrirse a partir de sus fisuras, quiere desnudarse de sus vendajes para, así, permitir que nos asomemos a su proceso de revelación, a su vacío preñado de posibilidades. La mirada siempre está buscando lo que está roto, quebrado, abierto, lo que quiere florecer.
Pero este asomarse, sugieren los poemas, no es posible si aquel que mira no se da, también, a su propia apertura. Ver significa abrirse. Por ello, al educar la mirada, el lector de Mujica empieza a habitar el mundo —ese enorme vacío en el que llueve incesantemente— como si las cosas estuviesen completamente abiertas y no estableciéramos límites con ellas, porque nosotros, también, hemos abierto nuestras propias fisuras. La antología es una experiencia que desestabiliza nuestro yo cerrado en sí mismo, es la experiencia de abrirse a través del acto de mirar el mundo.
Es eso lo que más me llama la atención de esta poesía: la mirada y lo mirado, el yo y lo otro, se habitan mutuamente a partir de una voluntad de abrirse, sin miedo a abandonarse a sí mismos, sin miedo a fracturarse o dispersarse y, además, esa voluntad se manifiesta en medio de la más profunda serenidad, en la más imperturbable quietud. No hay otra forma de florecer que no sea esa. Y es por ello que las acciones de la vida concreta y activa, en estos poemas, suelen ser falsas formas de apertura, formas precarias. Un ejemplo es la escena que describe el poema ‘Vida abajo’: «A pie descalzo, sobre un cementerio de latas, tres niños empujan cuesta arriba un carro vacío. Dos por el costado, uno por detrás. // Lo empujan cuesta arriba / vida abajo».
El movimiento de los niños no solo es estéril porque lo que empujan son los restos de un carro abandonado, sino por el acto mismo del movimiento. Esto se puede aclarar cuando se contrasta este impulso cuesta arriba con lo que sucede en otro poema, en el que la caída de una naranja, cuesta abajo, causa el siguiente destello, esta iluminación: «hay solo un atajo / perderse: // es que lo alto no está en lo alto / está no estando». Lo alto, es decir, lo que sea que aspiren los niños que empujan el cadáver del carro, no está en ese impulso, en ese movimiento. Allí no hay un florecer de la vida, todo lo contrario, allí la vida se va yendo hacia abajo.
El florecimiento de sí mismo está, como dice el poema señalado, no estando. Y ese no estar puede querer decir, por un lado, abandonar la acción concreta en el mundo, pues crecer o florecer a través del agitado movimiento, en apariencia ascendente, de la vida y del trabajo es un esfuerzo precario, desgastante, como el de los niños que arrastran, descalzos, el pesado carro vacío, enterrado. La acción concreta o la vida activa suelen ser precariedad disfrazada de abundancia: la vida, que parecía ir cuesta arriba, cae en picada, como se ha dicho. Del mismo modo, en otro poema, el yo, que quiere alimentarse, está siendo devorado por sí mismo y es servido por otros que lo manejan: «me vestí para el banquete / y me dieron a mondar mis propios huesos / […] / ¿de qué avaricia soy precio?».
Pero ese no estar puede ser, también, un llamado al verdadero abandono de sí mismo, a dejar de ser, sin miedo a perderse. Sobre este asunto reflexiona el poema ‘Trampa’: «Como la trampa de querer ser otro para verse uno mismo. / Sobre el espejo partido me veo abierto, pero estoy solo partido». Ese querer verse a sí mismo, en vez de dejarse para ser otro, es el engaño de los espejos, pues reflejarse significa solo partirse, pero no implica abrirse verdaderamente. No hay hendiduras por las que brotan y se entremezclan las flores del mundo y las nuestras. El espejo no nos permite abrirnos, sino que parte y multiplica nuestra cerrazón, nuestro hermetismo, porque no deseamos perder nuestro yo, queremos conservarlo y tan solo ver su reflejo en los otros.
Esa negación a abrirse verdaderamente aparece en otro de los poemas: «frente al espejo de cada día / con los ojos clavados en los clavos de los ojos: // yazgo cerrado en dos / como un guijarro partido». La obsesión de nuestro reflejo, de clavarnos a nosotros mismos en nuestro yo, nos cierra y nos vuelve impenetrables y concretos como las piedras. Así, todo intento de ser otro frente al espejo no es más que la duplicación de nuestro yo encerrado, como el guijarro que se quiebra: nada penetra sus partes, ninguna savia brota de él. Y esa cerrazón de sí, ese hermetismo, es resultado del miedo a abandonarse, a dejar de ser yo. La apertura, ese no estar, siempre exige un verdadero y profundo quiebre. Quizás habría que romper la trampa del espejo, sugiere otro poema: «hay espejos que son como hombres / se abren partiéndose // tan pocos mueren de vida».
La serenidad de la voz que dice yo, su desconfianza de la acción, su consciente abandono de sí y su paciente espera: esto me parece lo más inquietante de la poesía de Mujica, pues es lo que desencaja la forma en la que concebimos nuestra propia identidad y es, también, una invitación a aceptar la calma y la quietud como formas de habitar el mundo. Es por ello que el mundo que se perfila en estos poemas está despojado de todo el ruido, de toda la furia, de toda la agitación y toda multitud. Es una insinuación a buscar lo calmo de la vida, aquello que, sabemos, cada vez es más difícil en nuestro agitado vivir.
Pero esta inacción y esta calma, contrario a lo que podría pensarse en principio, no implica un desconocimiento del dolor del mundo. Al contrario, cuando la mirada de los poemas se topa con la realidad herida no teme asomarse a ella, pues de sus heridas brota algo que penetra al yo, siempre sereno y siempre abierto. Así, en el poema ‘Hasta el final’, ante el cadáver de un perro negro en mitad de la nieve, dice quien lo ve: «Vi la vida, allí mismo / y no había más que eso: la coartada / del inocente: pagarlo todo». El acto de ver y nombrar la muerte del perro, esa herida en la piel del mundo, permite la apertura de quien mira.
Y en ese instante de apertura, el mundo y el yo entran en comunión, se compenetran; son una misma herida, un mismo dejar de latir: «Sentí en la nieve la vida y me vi morir / como un animal que se resiste / hasta lo último // hasta el deseo de ser rematado, // hasta el gemido final, / el que pide perdón por todo crimen ajeno: / el que perdona a dios». No se trata de la búsqueda de querer verse reflejado a sí mismo en otro, como en el caso del espejo. Es, más bien, la experiencia de habitar el dolor del otro porque somos el otro cuando vivimos abiertos. Y al ser el otro, al ser todos, se muere continuamente en ellos y también se mata, se es víctima y victimario, y por ello se puede reconciliar lo irreconciliable a través del perdón mutuo, a través del perdón de la causa última de las heridas: se perdona a dios en nombre de los muertos, siendo uno.
La inacción o la quietud, entendidas como la posibilidad de habitar y ser habitado desprevenidamente por el dolor del mundo, no implica indiferencia; al contrario, el acto de mirar quietamente es una manera de no ignorar lo real: «destierro de tierra / el hombre / y su dolerme», dice el primer poema de la antología, «no todos / cada uno la ausencia de todos». Si establecemos una sola identidad dada por la apertura, cada herida en el mundo es una herida en nosotros y viceversa: por ello, la ausencia o el dolor de cada uno resuena como la ausencia o el dolor del mundo todo. Pero esa identidad, esa compenetración, solo es posible en la quietud, como he dicho antes. Quizás en el movimiento acelerado de los días el yo de ‘Hasta el final’ no hubiera mirado la mancha de sangre sobre la nieve, se habría cegado conscientemente ante el cadáver del animal (cuántos muertos ignoramos en el diario y agitado trajinar).
Por otro lado, si ese florecimiento de lo real, a través del cual logramos el perdón del mundo, se da solo en la quietud, hay momentos más privilegiados para brotar que otros. Quiero decir que, a medida que el ruido turbulento del día se vuelve un mero murmullo que llega a las costas de la noche, el mundo se vuelve más calmo. Los vestigios de la revelación se vuelven más intensos al acabarse el día. «Al atardecer, / cuando todo se aquieta, arrojo cuesta abajo / un guijarro. // Camino del abandono; / ofrenda de no elegir los pasos», dice el poema titulado ‘Quietud’. El puente que traza el día hacia la noche es el tránsito hacia dejar de ser, es el camino hacia ese no estar. Es el sendero de nuestra anhelada apertura, porque es el sendero hacia lo que ya no se mueve de forma agitada.
Si la tarde es ese tránsito hacia «no elegir los pasos», hacia la quietud, decir noche¸ en los poemas de Mujica, es proferir un conjuro: «la palabra escucha / la noche // y todo nombra / todo / en un pájaro tardío». Lo que vive y tiembla es también un maravilloso canto y una gran ofrenda a la noche, pues en ella la palabra se dota de sentido, es escuchada; en la noche todo vive en su quietud maravillosa, iluminadora. La experiencia de la luz en lo que se supone oscuro aparece en el poema ‘Resplandor’: «Ya noche, / caminando, // vi el instante de un relámpago / sobre el charco de una calle; // cerré los ojos / y, blanca e inmensa, y a la vez serena, / se encendía un alba». Es constante en los poemas de la antología que ciertas ideas impliquen su contrario: la ausencia es plenitud, pues la ausencia es todas las posibilidades de lo que no ha sido todavía, dijo Mujica en la entrevista «Como la semilla busca la luz para brotar». Del mismo modo, la noche es alba, es claridad, iluminación, destello.
La noche es, pues, el espacio extensivo de florecimiento de lo real, que surge como un relámpago, como un indicio, tal y como lo muestra el poema ‘Lo que se nos ha dado’: «Hay noches en las que algún vestigio / se enciende: // una brasa en la memoria, un grillo / tras la ventana / o una flor / de las que se abren / cuando lo demás ya duerme». Nadie empujará en esas noches esenciales el cadáver de un carro, nadie buscará verse a sí mismo en el reflejo del espejo. Todo se abrirá como la flor; todo será luz, brasa, vestigio encendido. La vida vendrá a nosotros como un relámpago, como un regalo que se abre: «Son noches en que la quietud revela / la vida que recibí / sin siquiera la violencia / de haberla merecido: // lo que sin por qué ni para qué / el puro existir, el milagro». En este poema, abandonamos o entregamos nuestro yo a esas noches, en la más pura calma, porque en ellas vemos florecer el todo de la vida, su maravilla aparece ante nosotros, mirándonos, filtrándose en lo que somos, confirmando nuestra existencia.
Esa confianza en la posibilidad de que se nos revele el milagro de existir, a partir de un pequeño vestigio y en medio de la quietud, es uno de los aspectos más conmovedores de la poesía de Mujica. Leerlo será, siempre, afirmar una confianza, una fe, en el florecer de la vida; pero es una fe que no desconoce las profundas heridas en el cuerpo del mundo, sino que, al contrario, las incorpora en su propio cuerpo, las vive y las adolece, porque se trata de un yo completamente abierto. Los poemas de Mujica sugieren que el mundo me vive a mí mientras yo lo vivo a él, y la noche es el espacio en el que más intensamente nos habitamos, nos entendemos, nos revelamos.
Esta poesía es una invitación, como he dicho al principio. Es un llamado a arrojarnos a la noche de los vestigios, a abandonar nuestro yo, a brotar de nuestras propias fisuras, de nuestras propias heridas, para entregarnos al mundo, igualmente abierto, fisurado, herido. Es una invitación a palpar el mundo para comprender la belleza intangible del hecho de hacer parte de él, de ser el mundo mismo.
Esta invitación a tocar el mundo para sentirnos a nosotros se expresa de forma hermosa y concreta en el poema ‘Tierra desnuda’: «Hay días en que nombrar no basta // descalzo, salí a sentir la tierra / las hojas / la madrugada fría. // Bajo un árbol inclinado bajo el paso / de tantos vientos // (hueco y reseco / de retorcerse en sus ramas) / me supe vivo». En el poema, cada elemento tiene su peso y su lugar en el mundo, como el yo, quien mira cada cosa como su par, nombra su grandeza, se reconoce a sí mismo en ellas al sentirlas, al experimentarlas, al compenetrarse: «temblé la escarcha, el misterio, el vacío / y no pude sino caer, abrazar / el tronco / y llorar tanta belleza / mezclando mi sal / con la tierra desnuda». Cuando somos el otro, la tierra, la sal, el tronco, temblamos por su belleza descubierta, ahora nuestra.
Esta experiencia de un yo individual se amplía, se vuelve una invitación comunal, en las últimas estrofas del poema, cuando cambia el sujeto, cuando el yo se vuelve un nosotros: «Al caer la tarde, / la postrera, callaremos las palabras / con las que enhebramos / los pedazos de vida; // cuando llegue la noche / y se nos devuelva el silencio / oiremos al fin el latido». La voz del poema está invitándonos a su experiencia individual, nos dice: vamos, sentémonos, esperemos a que venga, por fin, la más llena y silenciosa de las noches; callemos también nosotros y, en esa exactitud del silencio, el todo, en su perfecta quietud, se nos revelará, a partir de un mínimo vestigio; mira cómo nos mira el todo, mira cómo nos invita a mirarlo; escucha cómo nos dice este es mi latido, que es también el tuyo. Calla y escucha: nos habitamos.
Si siguiéramos la invitación que nos hace el poema, no necesitaríamos, nunca más, las palabras, pues en la quietud y el silencio palpitaríamos con el mundo. Por ello hay días en que nombrar no es suficiente. La aspiración al silencio, tan común en los poetas, parece siempre la aspiración a una vida más plena, en la cual la poesía ya no tiene la función de invitar, pues todos ya hemos aceptado el llamado.