Foto: La primera casa. Del álbum familiar.
A todo lo que nunca terminaremos
Siempre he vivido en casas que no se han terminado de construir. Desde mis primeros recuerdos, los lugares que he habitado han estado inconclusos, meros proyectos de lo que serían en un futuro. Todo ha estado lleno de arena, huecos, ruido, aserrín y zonas temporalmente clausuradas. Eternamente en una situación pasajera, la construcción de nuestras casas nunca ha terminado. Y como las casas que he habitado, yo también he hecho un hábito andar armando y desarmando situaciones provisionales toda la vida.
La primera casa en la que vivimos reposaba sobre el esqueleto de otra casa más vieja, construida de forma pasajera. La diseñamos nosotros mismos, alrededor de nuestros hábitos cambiantes, nuestras torpezas y estaturas crecientes e infantiles. Como un negativo de nuestras cotidianidades, la casa era tanto reflejo como autorretrato, una escultura a nosotros mismos. Una idea a lápiz de lo que sería algún día y por fin sería en definitivo. Con balcones alrededor, un ático y maderas resistentes a los bichos, el enchape soñado en la cocina, la caseta en el patio, con huertas y jardines. Pero mientras nos acercábamos a la casa soñada, más nos cubríamos de arena y aserrín. La disposición de los muebles cambiaba cada tantas semanas, llegaba un techo nuevo o parte del piso de los balcones de afuera. Nacía otra hermana y a la casa le crecía una habitación. Nos hacíamos más altos y numerosos, los techos subían y el comedor se hacía más grande. Habitar la casa era una larga espera por algo real y permanente, porque lo de ahora era temporal y pasajero, desechable. Y entonces nos acomodamos alrededor de construir algo para un futuro de verdad. Pero la casa crecía lentamente, a capas. Trozos envejecían dispares y había que repararlos de nuevo, prolongando la construcción. Y como un animal que muda pelaje con las estaciones, el recubrimiento de las paredes se renovaba cada par de años.
La casa tan cambiante siempre me había parecido una bestia blanda y de hábitos caprichosos. La madera de los pisos chillaba y se hundía si se pisaba con mucha fuerza; los techos roncaban suavemente en las noches. Con el frío parecía contraerse y cuando hacía calor se expandía y respiraba hinchando las cortinas. Las paredes de madera estaban siempre tibias al tacto y el aire denso y húmedo era el aliento de este animal anciano que algún día se cansaría de nuestras inconsistencias. Me gustaba imaginar que una mañana, al azar, la casa desenterraría las patas y se iría a las montañas, como un castillo andante o una tortuga gigantesca. Pensaba además en la casa como un ser vivo porque era demasiado inconstante para ser un lugar. La casa era la única construcción en kilómetros y al estar entre montañas, sólo la rodeaban cosas vivientes. Encajada en el paisaje, parecía haber estado ahí mismo desde el comienzo de todo. Por mucho tiempo, vivimos pensando en terminarla. Luego vivimos pensando en irnos y dejarla inconclusa.
Después de esa casa, vivimos en tres más. Todas fueron situaciones provisionales que se sucedían la una a la otra mientras seguíamos buscando algo definitivo. Casas sin terminar, que faltaba un bombillo o cambiar los armarios o pintar la pared. Los lugares que habitamos nos devolvían nuestra propia imagen. Cambiamos de colegios y el campo por la ciudad. La segunda casa necesitaba muchas reparaciones y era fría, húmeda y parecía el estómago de un renacuajo gigante. La casa cambió a los pocos meses y con ella construimos cotidianidad de nuevo. La tercera casa nunca estuvo viva, pero en el poco tiempo que vivimos allí, no paramos de hacer modificaciones, aun sabiendo que nos iríamos pronto. Para ese momento, nuestras vidas estaban hechas de cosas pasajeras: acabar el periodo escolar, pasar de un grado al siguiente, terminar el colegio, nuestros intereses eran fases y los zapatos duraban poco. Nada se sentía como la vida real sino como sus reflejos en retrovisor.
La cuarta casa ha sido hasta ahora la última y no vi su espíritu animal sino hasta más tarde. A las semanas, cuando las cosas ya estaban fuera de las cajas y por fin podía vivirse en definitivo, la casa empezó a moverse con nosotros. La disposición de las habitaciones cambiaba de acuerdo con nuestros horarios y con nuestros ciclos de sueño. Le arrancamos trozos y pusimos cosas nuevas en las paredes. Primero, unas reparaciones pequeñas e indispensables, luego surgieron más planes: un segundo piso y otro cuarto, cambiar toda la cocina y remodelar la sala. Las construcciones no han parado en nueve años, en esta, la casa definitiva.
Entonces pienso en mi ciudad que me respira en la cara viento húmedo y tibio, que huele a café tostado y a agua de lluvia. Y que también es una situación pasajera. Pienso en sus edificios como monumentos a personas, recuerdos ficcionados y a momentos efímeros en los que he sentido que podría ser alguien que no seré nunca. Convertí las calles de esta ciudad mamífera en un museo de mí misma. Veo su perfil cálido con la inversa nostalgia de no lograr irme. Esta ciudad nunca me va a pertenecer porque tampoco es un lugar, sino la piel de un animal que duerme sobre la capa de la tierra. Y es como todas las cosas vivas: no pueden poseerse.
Mientras tanto, escribo esta columna inconclusa al tempo inconstante de los martillos. Hoy están derribando el muro que separa la habitación de arriba de la terraza nueva. Abajo, una capa de plástico separa dos habitaciones, como el fantasma de la pared que se niega a abandonar su puesto. En las tardes, el viento cálido de las tres entra por los agujeros y las ventanas abiertas y mece el plástico suavemente, que se hincha con la regularidad de la respiración de un animal dormido. Esta casa, la última, es una tortuga vieja y cansada, tomando una siesta al sol.
Después de que se termine la terraza, más reparaciones urgentes brotarán de los muros. La pintura de la cocina burbujea y los tragaluces se vuelven opacos. La humedad de la sala se arrastra como enredadera por las paredes amarillas. Mi casa que siempre se está construyendo, siempre se está cayendo a pedazos. He borrado y escrito los mismos párrafos por semanas. En mi carpeta de pendientes, a todas las otras columnas que empecé hace meses, inconclusas, les crecen pisos y las envuelven escaleras. Como si fueran semillas plásticas son un remedo de potencial, al igual que las casas pasajeras que nunca terminamos. Este mes empecé a leer seis libros y aún no acabo ninguno. La casa sigue siendo espejo.
Una belleza de texto. Esmerado, claro, poético, sustancioso. Es el tipo de texto que me gusta leer porque traduce un mundo desde la singularidad de la voz.