‘Certezas’, un cuento de Fabián Perea

Imagen:Convergencia. Jackson Pollock.

Hay relaciones enfermizas y relatos que quieren hurgar al fondo del delirio. Aquí un cuento sobre certezas que son más bien brotes neuróticos de amor y odio, de dependencia y repudio, de ruido y furia.

Certezas 

Fabián Perea

Camino por las calles en busca de un perdón que no necesito. Los pies tiemblan y el pecho se agita con dolor; sudo y respiro con dificultad. Veo las calles de plástico sucio cerrándose sobre mis costillas. No distingo los colores en esta masa oscura y burbujeante. Busco mis manos: allí están; las veo, pero no las siento. Comienzo a mover los dedos engarrotados y trato de separar las manos de mi cuerpo mientras una pesadumbre oscura me recorre la columna. La consciencia de mi cuerpo estucado me llena la boca de astillas. Cuando logro doblar el codo para acercar la mano a mi rostro me traspaso y solo siento la pesadez del viento que se almizcla debajo de las uñas. 

Y luego un grito hueco. He tocado algo.

El sonido que no alcanza a romper la bruma sólida que me contiene me llama. Emana gutural de alguna hendidura sangrante entremezclada en medio de toda esta negrura. Escucho, con la calma que da el rendirse ante la pérdida: no es un sonido, es un pálpito. Mis ojos, mi cuello y mi boca responden famélicos. 

Trato de avanzar contra el viento que me lo impide corriendo tras aquello que retumba. Persigo. Intento levantar los brazos mientras el vaho del viento pesado se resbala por sus troncos hasta las yemas de los dedos que van a alcanzar la estela de brillo dejada por el pálpito en su huida. Con la cercanía del resplandor me desbordo; quiero más.

Voy en busca del pálpito que me nombra. Estoy cerca, el pecho me retumba, mis manos están a punto de tomarlo y los nudillos crujen aguerridos sobre el intersticio de esa hambre que me huye y me reclama. 

Al sacar la cabeza rompo la tensión del agua que recorrerá mi cuerpo por unos instantes más. Nado hacia la orilla y salgo de la piscina apoyando las manos en el granito blanco calentado por el sol. El olor a cloro resbala por mi pelo. Camino hacia la entrada corrediza, abro la puerta y el sol a mi espalda deja de calentarme, expulsado.  De nuevo la sombra.

Esta casa, con sus ventanas en perpetua vigilia, siempre ha tenido las paredes roídas, incluso desde antes de que yo naciera, cuando mis padres la compraron. Mientras camino hacia la habitación mis ojos vagan, por inercia, sobre las esquinas de donde se erigen las grietas que levantan el cemento extendiéndose por las paredes desnudas; parecen hablarme en un lenguaje antiguo, sus voces cuentan una historia conocida pero que no comprendo. Me recuerdan. 

Giro el pomo de la puerta que rechina al dejarme pasar mientras el color salmón se apodera de la escena: este es el único lugar de la casa que no huele a humedad. Las paredes embebidas en este color cálido se hermanan con la enredadera, el pulmón de este concreto, que desciende burbujeante hasta el borde de mi cama. Me acuesto, cierro los ojos. 

Despierto con el calor de la luz de afuera sobre los párpados. El rayo de sol se filtra por la hendidura de una ventana. Cuando voy a levantarme a cerrarla, miro el otro lado de la cama que yo no he ocupado, veo desorden. Al pasar mi mano por encima percibo un rastro de calor, me siento allí. Los vellos más gruesos de mis piernas raspan la sábana mientras sube un cosquilleo que me eriza la piel. Me acuesto al lado de la almohada de esa parte de la cama y miro, como dándole forma. Paso la mano por encima de la almohada, pregunto en el aire con los dedos. Siento la tibieza de las sábanas decrecer; me las acerco a la nariz, no huelen a nada. Aún encarcelo las sabanas en mis piernas, las subo, en medio de mis muslos, aprieto, trato de conservar el calor. La boca abierta y las clavículas en descenso y ascenso. 

No hay nada.

Relajo las manos y cierro la boca. Bajo la cabeza.

Y sin embargo, ha estado aquí.

Siempre he recordado esta casa. Afuera, en el borde de la entrada, aún crecen las hortensias que sembraron mis padres después de mudarse. Ahora años, las flores ya están marchitas pero sus troncos cafés siguen arrastrándose, pardos y secos, sobre las vigas de hierro de las ventanas que dejan pasar, en los días de vientos fuertes, algunas de sus hojas secas que van a acumularse en los rincones de los pasillos. A veces, dejo que pase el tiempo y veo cómo empiezan a formar montículos que observo mientras abrazo mis piernas y escucho cómo crujen con el poco aire que se ha abierto camino por las grietas de la casa. Al final, cuando hago frente a su terquedad, las barro. Uso la escoba que conserva clavadas las uñas de mi madre en su palo rancio y siento el ardor acariciante que me vigilaba; los ojos adustos buscándome en las esquinas desde donde la miraba, desde donde me protegía.

Siempre estaba mirando a mi madre. Desde esas esquinas de la casa, me escondía para ver sus brazos largos que desembocaban en una cintura discreta, telonera de unas caderas poderosas que sostenían el peso de varias historias. Dos manos de plumas opacas llamando a ser miradas, pero no tocadas. Diez uñas capaces de partirte a la mitad. 

Cuando no se estaba moviendo por la casa, se sentaba en la mecedora que, con las puertas abiertas de aquel entonces, dejaba entrar la luz del jardín. Veo una biblia en sus manos y una lima en la otra; no entendía su fe abierta desde sus ojos de recelo. La pensaba incrédula, creía que no conocía la vulnerabilidad. Su cara tan impávida.

En las tardes de los soles de este naranja quemado, se sentaba allí por horas y yo, con una curiosidad de temor respetuoso, miraba detrás de los muros la luz cálida recorriendo su cara que descendía sobre su vestido blanco para acabar diluida en el suelo. No veía respiración en su rostro. Allí, entumecida en ella, uno sentía que el sol no la tocaba. 

Se mecía.

Leía y se limaba tanto las uñas que no sé cómo no quedó sin dedos. Aún hoy no he visto a nadie leer tan concentradamente. Los ojos iban y venían sobre las páginas y yo los seguía tratando de leer lo que ella leía, tratando de tener sus ojos. 

Cuando se creía sola, sus ojos eran los acostumbrados, los caídos bajo un peso que nunca supe. Custodiados por las pestañas cortas y robustas, algún reclamo. 

Cuando se creía sola, sus hombros sí contaban algo más: parecían fundirse, por fin, con el resto de su cuerpo, como diciéndole a su espalda «está bien, nadie nos ve, duélete». Cuando se creía sola, sus hombros entregaban algún murmullo acechante y uno veía cómo el sol, finalmente, le entraba en la piel. 

«¿Qué estás haciendo ahí?»

Los ojos tienen ahora la ira avergonzada del ladrón descubierto. Siento miedo, pena y miedo. Me giro para escapar por las escaleras, pero mamá me llama. No giro, temo que al voltear encuentre su sombra ascendente sobre mi rostro. Me llama de nuevo, no hay impaciencia en su voz, pero las cicatrices en la espalda me dicen que no debo hacerla esperar. Volteo mi rostro suavemente, pero dejo los pies en la misma posición, hacia la escalera, en caso de que deba salir corriendo. Al final giro completamente y camino hacia ella con los ojos clavados en el suelo. Me llama otra vez, ahora con la voz de la calma vigilante que hace que levante la cabeza y la mire. No hay rabia en sus ojos, pero tampoco me gusta lo que veo, están más abiertos de lo normal: me miran a mí.  

Estoy enmarcada en el halo de la resignación.

Camino hacia ella dando pasos lentos y desconfiados, voy con las orejas gachas del perro que no sabe si recibirá un pedazo de pan o una patada. Al fin, cuando llego donde está ella, tengo los ojos de vuelta al suelo. Pasa su mano debajo de mi quijada y levanta mi cabeza. Me obliga a verla. 

«Siéntate en mis piernas».

Aún no confío.

«Siéntate», repite. Accedo subiendo por la mecedora, con atención para no pisarle el vestido, con cuidado para no lastimarla, para no provocarla. 

Me abraza. 

Subo las rodillas doblándolas hacia un lado. Estoy protegida, abrigada, querida. Estoy con mi madre y me acaricia la espalda. Estoy en un sol que no acaba. Estoy. 

«Vete al cuarto, estoy cansada». 

De nuevo, me arrancan del vientre y me recuerdan respirar. 

Nunca hubo otra opción además de pertenecer a esta casa. Después del terremoto, después de la escasez de alimentos, después de que él se fuera, después, incluso, de la muerte de mi madre y de la huida de mi padre, debía estar aquí. La gente iba y venía en sus afanes excluyentes, en su ruido exterior; las migajas se regaban sobre los sofás; los vidrios se rompían en accidente, rabia o lujuria; la madera de las sillas del jardín se resignaba enmohecida. Pero yo estaba aquí. Las manos hechas hueso y piel reparando las fisuras de los muros, los pies de cayos gruesos acumulados en los recorridos de los pasillos. Cuando cerré todas las ventanas, aprendí a moverme en la oscuridad escuchando los crujidos de los muros. Comencé a andar encorvada y a gatas para evitar golpearme con las vigas del techo. Incluso olvidé hablar para no perturbarle su silencio. Fue aquí también, en este encierro, donde me rendí ante la honestidad que me obliga a confesar que intenté dejar la casa varias veces: en las vigilias en las que no sabía si iba a poder mantenerla en pie, en las horas en las que los ecos de los muros que me inundaban de secretos me desbordaban, en las tardes que morían pesadas, en algunas noches en las que mi piel quería ser recordada, cuando el peso de su presencia me envolvía tanto, así, ahí, con la respiración entrecortándome el pecho, intenté escapar. 

Afuera no hubo miedo, ni ansia, ni murmullos. No hubo nada. Tuve que enfrentarme a crearlo todo. Inventé el nombre de algunos colores que no recordaba mientras deambulaba las aceras repletas de manos ajenas a las que les imaginé deseos. En este andar, el presente se hizo tan invasivo que comencé a olvidar mi nombre y sentí la venganza lejana de la casa que me robaba la memoria y me imponía la maldición de inventarme a los demás para olvidarme de la ausencia que empecé a engendrar en la espalda. Entonces volví. El regreso no fue derrotista, más bien tuvo el mismo aire que se tiende entre un asesino y su víctima en un cuarto vacío, cerrado y sin armas. 

De nuevo en casa, incluso con su oscuridad insondable, pude recordar mi cara. Comprendí, entonces, que solo existía porque este lugar me lo permitía.

Mi gratitud hacia esta casa será su defensa, no permitiré que nadie más la habite. 

Ni siquiera ella. 

Pero ya me duele otra vez el pecho y escucho las ramas del jardín rompiéndose bajo el peso de las pisadas.

Hola, vieja amiga.

Ha pasado un tiempo sin vernos. No te extrañaba, siempre estás cerca. Rondando. 

¿Recuerdas esta grieta? Fue la que se rompió en la pared el día que decidí volver. Me veías desde la entrada, esperando. Así todos estos años, acechante, has estado conmigo; pero eres inquieta, tienes comezón en la piel. No puedes sostener la taza de café que te doy sin temblar y derramas las gotas en mi alfombra blanca. También me haces temblar. Disfrutas la meticulosidad obsesiva que he consagrado a estos muros, mueves los ojos con cada movimiento que hago, sonríes cuando ves que mi mano tiembla al recorrer alguna grieta.

Gozas cuando una hebra de mi pelo no está en su lugar, esa arruga que estropea la pulcritud de mi camisa te hace feliz. Tomas tu escalpelo, lo hundes en mi pecho, rasgas. Tus manos sucias sacan mis vísceras y las blanden en mi cara, en tu cara. Las rompes, ante mis ojos y las heces se riegan por toda la sala, se derraman, inundan mi nariz mientras las restriegas en tus dientes amarillos y me sonríes con malicia. Hay manchas en el sofá. 

Conozco tu pequeño juego perverso. Lo disfruto.

No lo disfruto.

Me escudriñas con tus ojos. Recorres todo mi cuerpo con tu mirada y te burlas porque es hermoso, porque no está ahí, porque no estamos ahí. 

Ignoras las puertas cerradas y te escabulles dentro de mi casa a reclamarme. Deseas visitarme porque te mantiene viva.  Vienes por la comida que he almacenado porque estás quebrada, no tienes un peso. Muerta de hambre, me necesitas, sin mí te acabas. Lo sabes, lo sé.

Ahí eres débil, mi amiga, allí tu maldición: deberás vivir a través de mí. Te burlarás todo lo que quieras pero sin ese pedazo de carne que te tiro desde lo alto, como a los perros, estarías muerta en una semana. Cuando vienes de visita puedo ver tu inquietud mendiga, la piel raída, seca y amarilla, llevas la misma ropa de la última vez, una amalgama de colores discordantes y sucios; no te encuentras. Me necesitas, amiga.

También debo decirte que no respondo a muchas de tus llamadas, y solo de vez en cuando lo hago a tus cartas, esas que envías con tu caligrafía descuidada y presurosa. 

No soy ajena a tu poder. Escucho el tintineo metálico en tus bolsillos, sé que robaste las llaves de mi casa y entrarás cuando se te venga en gana, impetuosa. 

Hoy querías venir, lo sabía, me llamaste y te ignoré. Te vi rondando mi casa, depredadora, escondida entre las sombras y los arbustos. Entraste de golpe y dejando pisadas de suciedad en el piso de mármol impoluto, abriste las ventanas aunque sabes el trato contra la luz que tengo aquí dentro, quieres ignorar la facilidad de las sombras. Me abofeteaste, me dijiste que no tenía derecho a desconocerte. Me tomaste por el pelo y me sacudiste mientras gritabas que no merezco nada y mientras lo hacías tus gotas de saliva golpeaban mi cara y me quemaban como ácido. Ya se están empezando a ver las cicatrices.

Metiste un dedo en cada uno de mis ojos y los hiciste sangrar. Movías tu lengua ofídica mientras hacías tu danza malévola a mi alrededor gritando en ese lenguaje extraño que solo conocemos tú y yo, otra de tus artes para excluirme de esta casa. Cerca de mi oído, me recuerdas el odio que sientes por mi hablar. Detestas mi voz, su mesura y su calma. Tú gritas, chillas como un cuervo mientras se te brotan los ojos y la yugular se pronuncia fuertemente. Amas callar cada pequeño gemido que doy con tu siniestra batuta. Hoy eres la directora de la orquesta de mi devastación.

No soy ajena a tu poder. Conozco la inutilidad de mi memoria. 

Me sé tu cómplice. Me gusta sentir el olor de las heces de vez en cuando. La sangre que brota me entibia mientras bailo contigo sin escuchar el ritmo, disfruto cuando me sacudes y me tiras por los suelos mientras nos reímos al tiempo sin razón. 

Pero no confundas mi necesidad con sumisión. La cuestión es que no consiento que vengas cuando no te he invitado, no te lo permitiré y te voy a cerrar la puerta en la cara cuantas veces sea necesario y, si en el proceso tus dedos se quedan engrapados en la bisagra, seré feliz, quiero que sangres. 

A veces, incluso cuando no estás en mi sala, puedo sentir tu vaho podrido y frío en mi nuca. Sé que estás por ahí. Imagino que das una media sonrisa cuando tiemblo.

Hoy viniste y te robaste tres de mis mejores panes y un paquete de pasta. Me estás dejando sin nada.

Sí, existen los días en los que me arrancas de mi trance en la remembranza, que me extirpas de mi cuerpo agarrotado y me derramas, pero en verdad, amiga, tu precio es muy caro. También tú, como los otros, quieres que abandone mi nombre. Sé que me estás matando de a poco.

He estado pensado en cambiar la chapa de la entrada de mi casa, pero seguramente encontrarías la forma de entrar por una ventana.

No soy ajena a tu poder: sé que, si no vinieras a visitarme de tanto en tanto, sé, quizás, olvidaría mi casa. 

Lee aquí toda nuestra edición de julio.


Fabián Perea, Revista Literariedad.jpgFabián Perea. Antropología, Universidad del Rosario. Sus intereses se encaminan hacia las relaciones entre la literatura y las herramientas teóricas de la antropología. Algunas de sus publicaciones recientes aparecen en la Revista Agua Salada, la Antología de cuento y poesía de la Universidad de la Sabana (2014) y la Revista Actio Nova: teoría literaria y literatura comparada.

 

Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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