‘Correspondencia’, un cuento de Rubén Herrera

Imagen: Andy Warhol. Birds carrying envelopes 

Hay obsesiones extrañas, y entre ellas, esa de querer leer la correspondencia ajena. Hay sorpresas extrañas, y entre ellas, esas que vienen en las cartas que no son para uno. Un cuento de Rubén Herrera*.

Era cartero, y lo que hacía era un delito. Es posible que con lo anterior ya puedas intuir algo, pero por si aún no lo adivinas, te lo cuento: llegaba diariamente a primera hora de la mañana a la oficina postal, llenaba mis bolsillos y mi bolso cruzado de cartas listas para ser recibidas, pero, antes de entregarlas, siempre las revisaba.

Al principio tenía una razón para hacerlo. Me habían contratado como un espía encubierto por una agencia de información. Me entrené cerca de seis meses para poder ser el mejor candidato elegible y no dar indicios de sospecha alguna. Me facilitaron una identidad falsa y cada día, al levantarme, repetía frente al espejo aquel nombre apócrifo, mentalizándome que yo era aquel individuo que no existía, para que cuando alguien me llamara por ese nombre, yo girara la cabeza sin dudar. En esta clase de trabajos no se puede cometer errores.

Mi trabajo es el arte del disfraz, la máscara y la falsedad. He vivido en varias ciudades del mundo, siendo diferentes personas, conociendo a montones de gente sin llegar a relacionarme íntimamente con nadie para poder, luego, esfumarme. Esa también es un arte, porque uno tiene que pensar siempre en cómo borrarse del mapa adecuadamente: decir que has recibido una mejor oferta de trabajo, viajar indefinidamente por el estado delicado de un familiar o incluso fingir tu propia muerte, pero esa es otra historia. 

El encargo original que me habían hecho era espiar el carteo de un viejo excoronel del ejército para monitorear sus movimientos. Su jugada era buena, pero no magistral. Consistía en intercambiar mensajes en un código cifrado con una facción del ejército nacional, que orquestaba entre las sombras un golpe de estado. Sin embargo, para no ser tan notorios, se cruzaban las cartas de un modo que fácilmente hubiera pasado desapercibido: el excoronel mandaba el mensaje encriptado y los otros reviraban a nombre de una mujer que portaba su mismo apellido, presuntamente la hija, en un mensaje igual de secreto.

 Podían hablar de temas de jardinería y tiendas de botánica al mismo tiempo que en el trasfondo se comunicaban las coordinadas de los lugares más vulnerables del país, donde era factible iniciar la revolución. Estuve leyendo entre líneas por meses, hasta que el intercambio de mensajes menguó. Ya no se escribían con la misma periodicidad y la desesperación por enterarme de las primicias de los bandos contribuyó a que un día cometiera el error que daría paso a una obsesión arriesgada. El desatino consistió en abrir una carta equivocada que no tenía interés especial. Había leído mal el nombre y, cuando me di cuenta, ya tenía la epístola en la mano. 

Era de un hijo que estudiaba la universidad en otro estado y que, cada semana, sin falta, le escribía a los padres, aunque fueran unas cuantas líneas o párrafos enteros sobre sus exámenes difíciles. Cuando acabé de leerla, necesité leer otra y otra más, y eso hice. Así me enteré de varias cosas, como que del otro lado de esa calle vivía una chica que vendía ilícitamente muffins con opio, sus clientes le enviaban el número de panecillos a entregar y en dónde hacerlo. 

Más interesantes eran dos vecinos que no vivían muy lejos del excoronel. El primero era un hombre que amaba a una mujer, pero su amor era complejo porque ella estaba metida en serios problemas con la ley, estaba prófuga, durmiendo de motel en motel mientras se dirigía sin sitio por la carretera. El segundo vecino tenía una historia oscura: por lo que entendí se trataba de un hombre que había enterrado cinco cuerpos desmembrados en su patio. No podía denunciarle con la policía, se suponía que yo no sabía nada y, además, podría poner mi futuro en peligro.

De resto, las otras historias eran menos relevantes, pero debido a mi creciente e incontrolable sed de conocer vidas ajenas, me enteré de cada una de las trivialidades del vecindario, como que una mujer estaba suscrita a una revista de moda y belleza británica, que otra recibía clases por correspondencia para entrenar a su perro y para estudiar contaduría. Había un sinfín de nimiedades que mi ojo ya no podía evitar y que con el paso del tiempo, no tardarían en llevarme a las fauces del lobo o eso pensé.

Las noticias del golpe de Estado se reactivaron con mucha dilación. Después de un par de cartas, acordaron mover las coordenadas del golpe. Di aviso. Días después el intercambio de aquellas misivas ultrasecretas cesó, y volví a dar aviso. Los de la agencia le dieron un ultimátum a mi deseo de indagar en lo que no me compete: en quince días debía renunciar y proceder con una nueva misión. Otro agente se encargaría del caso. Sabía quién era, pero dudaba de él. No me parecía lo suficientemente competente o quizá tenía razones para no serlo. De cualquier modo, incluso sin pruebas en su contra, desconfiaba de él. Trataba de que no estuviera al tanto de mis movimientos. A pesar de informar mi opinión a mis superiores, estos no pudieron encontrarle nada.

El tiempo corrió con la misma rutina, sin novedades de actividades bélicas, pero con las mismas historias que me entretenían. Pensé en que nada podría salir mal y que pronto volvería cambiar de nombre, de apariencia, de vecinos, hasta que mi destino se selló aquel día en el que abrí la caja que no debí abrir. Para mi sorpresa no estaba dirigida para el excoronel, sino para un periódico local. Deshice la cinta transparente que había planeado después volver a colocar y, en ese instante, al mirar el interior, un polvo extraño se dispersó en el aire y pude sentir cómo las pequeñas partículas se me colaban por las vías nasales y se depositaban en lo más profundo de mis pulmones, que al enfermar terminaron con mis días de espionaje, y que me llevaron a esta cama de hospital, donde reposo junto a las historias de todas esas vidas secretas.

Al tercer día, cuando las enfermeras llegaron corriendo al pabellón de enfermos, encendieron la radio. Todos nos enteramos por medio de las noticias del mediodía cómo tanques militares empezaron a invadir la capital, arrollando automóviles a su paso e hiriendo a civiles y oficiales que se oponían.

Lee aquí toda nuestra edición de julio.


Rubén Herrera (Mérida, México; 1999) actualmente cursa los estudios universitarios en la Facultad de Medicina de la Universidad Autónoma de Yucatán. Respecto a su inmersión en el mundo de la literatura, confiesa que no fue hasta los dieciséis cuando se interesó por la lectura y dos años más tarde a plasmar por escrito el cúmulo de ideas con las que ha cargado desde siempre. Recientemente ha colaborado con las revistas literarias Letralia y Almiar.

 
Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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