Imagen:Erre Gonzáles
A veces la creación literaria puede ser aterradora. A continuación, dos relatos que van más allá de la ficción en torno a un personaje muerto que se obsesiona con su creador, un escritor israelí muy famoso, quien, como un poseído o un dios arrepentido, desea inútilmente la muerte. Angélica Rodríguez Vargas y Deisy Gómez Rojas escribieron estos relatos, que quieren darle continuidad a los cuentos Kochi 1, 2 y 3, escritos por Etgar Keret y traducidos por Literariedad (ver enlace).
Kochi 4
Su creador, un escritor israelí de nombre Etgar, había intentado deshacerse de él varias veces porque no se callaba nunca. Pero este personaje, aún muerto, lograba hasta colársele en los sueños. Lo obsesionaba como si se tratara de una historia de amor inconclusa o una deuda que no se saldó nunca, y tenía miedo de convertir esa obsesión en literatura porque, de alguna manera, Kochi intentaría dañarle la trama y tendría que dejar de nuevo un cuento sin final, insolencia que el lector no aceptaría dos veces.
Soñarse con Kochi era siempre una pesadilla, la sola imagen de su cara con un hueco en medio de los ojos por el disparo del comandante daba náusea. Los sueños son así, no puedes cambiarlos de repente, como si se tratara de un mal cuento, de otro modo despertarías a mitad de la noche y eso equivale a quedarte insomne hasta el amanecer, sobre todo si tienes una personalidad compulsiva. Es cierto, Etgar era el responsable de la escena del disparo y de la personalidad maníaca de ese insoportable personaje, pues al fin al cabo era su invención, su cuento, pero no tenía por qué pagar por ello toda su vida (ni con su vida).
El hecho es que Etgar decidió matarlo una vez más, esta vez de manera definitiva. Sin embargo, no es una tarea fácil para un escritor matar a un personaje que ya está muerto ni por muy creativo que sea. Es un tema tan espinoso como la reencarnación, el universo zombi o las siete vidas del gato. Temas que casi siempre fallan como motivo literario porque, en esencia, carecen de veracidad y la literatura, aunque nadie lo crea, debe seguir las reglas de la lógica.
Así que una tarde, Etgar se sentó en una silla a mirar los transeúntes desde el balcón, mientras se comía una sandía y pensaba toda clase de finales idiotas para este idiota personaje. No le costaba mucho trabajo porque le odiaba, y Kochi también a él, así que le procuró a su mente docenas de muertes violentas, absurdas como tenía que ser tratándose de un muerto, y bastante asquerosas, tratándose de Etgar. Pero en todos sus sucios finales, Kochi quedaba vivo. La prueba es que no dejaba de aparecer en sus sueños ni en su lúcida imaginación.
No era el primer escritor que intentaba deshacerse de su personaje. Arthur Conan Doyle mató a Sherlock Holmes, aunque luego tuvo que revivirlo por presión social y, sobre todo, por órdenes de su madre, según cuenta la leyenda. Pero Arthur sospechaba que lo había hecho por la presión de su propia mente, lugar en el que Sherlock se quedaría hasta el día de morir, porque Sherlock sobreviviría, pero él no.
Aunque era insoportable, Sherlock era por lo menos un personaje brillante: hombres del futuro se graduarían con tesis sobre él, hombres del futuro harían series televisivas sobre él por ser uno de los detectives más sobresalientes de la historia y todo gracias a los conocimientos de Arthur. Pero Kochi era un vulgar soldado, estúpido e infantil, que no tenía ningún legado que dejar a la humanidad y todo gracias a la ignorancia de Etgar, quien ni siquiera se había esforzado mucho en construir su psicología.
Kochi no debía pasar a la posteridad. Debe morir, debe morir, debe morir: ese era su pensamiento más recurrente, al punto que el resto de su obra había perdido atención. Esto era un problema porque Etgar tenía que producir para poder pagar la renta, sus excentricidades de escritor reconocido y sus deudas del pasado. Además, su esposa se estaba cansando de llevar toda la responsabilidad del hogar, sin hablar de su vida sexual que era nula, debido a la incapacidad de Etgar de matar a un muerto.
En su imaginación, Kochi también pensaba en él. Lo injuriaba y lo amenazaba de muerte cuando intentaba acallarlo. Le gritaba obscenidades o le cantaba canciones cada día, todo el tiempo, para incitarlo al suicidio. Aunque de algún modo ya le estaba arruinando la vida, no descansaría hasta ver su carrera profesional acabada, en completa soledad y pobreza, y sus libros dedicados en la canasta de las ofertas en una librería de segunda mano.
Kochi, en su condición de personaje muerto, estaba yendo muy lejos. Había razones de sobra para su resentimiento: vivir en el limbo no era una circunstancia fácil de asimilar, ni siquiera de explicar. Hubiera sido más fácil ser un fantasma, un zombi o un vampiro y Etgar hubiera sido director de cine y no escritor. Pero solo era un triste personaje muerto en una guerra existencial con su creador.
Estaba decidido que la batalla final tendría que librarse en un cuento, porque debía morir como nació. Cualquier intento de matarlo en la realidad sería solo un intento con graves consecuencias físicas y psicológicas, algo similar a encontrarse con el doble o un yo del futuro. Además, necesitaba enfrentar, de una vez y para siempre, el problema de haber dejado inconclusos todos los relatos en que aparecía Kochi, algo casi tan insidioso como dejar una historia de amor sin terminar o una deuda sin saldar.
Para ello, Etgar decidió convertirse en un personaje, a pesar de los riesgos, como cuando un director de cine aparece en su película haciendo un guiño. Pero Etgar no estaría haciendo un guiño narcisista al lector. En verdad, nunca se había preocupado mucho por él y no era algo que le causara remordimiento en lo absoluto, siempre y cuando sus libros siguieran vendiéndose. Su objetivo era terminar con el problema.
Como en su sueño, Kochi se metía los dedos en el hueco donde tenía el disparo como si acabara de recordar que todavía estaba muerto. Sus ojos de niño que ha perdido la inocencia se dirigieron hacia el escritor, a quien no reconoció enseguida porque, a decir verdad, nunca lo había visto en su vida. Sabía que había sido creado por alguien, así como la naturaleza había sido creada por un dios. Y pensaba que solo ese alguien, como si de un dios se tratara, podría quitarle lo que le dio. En realidad, si había algo que Kochi siempre había detestado de sí mismo era su condición de muerto, así que no tenía nada que perder. En cambio, Etgar tenía una esposa, una vida allá afuera, llena de aspiraciones, de responsabilidades sociales y una reputación que mantener.
En ese momento Kochi se puso algo nervioso porque, aunque ya había muerto una vez, el hecho de que su creador se apareciera en persona significaba que las cosas iban muy en serio. A lo mejor sí se había pasado de la raya tratándolo de cobarde en frente de todos los lectores o con la historia aquella de sus libros en la canasta de las ofertas. En un intento desesperado por aferrarse a la vida, Kochi se disculpó con lágrimas en los ojos.
Etgar nunca se había caracterizado por ser muy emocional y, aunque aceptó la disculpa, el deseo por acabar con el monstruo que había creado seguía intacto. Pero, algo que tenía claro es que nunca había sido un criminal. Aparte de eso, Kochi era un soldado caído en guerra y podría pagarlo muy caro, no solo en el relato mismo, sino con su público lector. Porque hay algo que el lector no perdona y es la inmoralidad. Una cosa era poner a los personajes a matar, lo cual era muy divertido desde su sillón favorito, pero hacerlo con sus propias manos… imposible.
Deseó salir de la historia para pensar una estrategia mejor, pero dejar otra vez el cuento inconcluso no era una opción. El conflicto tenía que resolverse allí mismo, tal vez podría cambiar el inicio y empezar por el final: «Yo maté a Kochi, el muerto». Pero la escena obligatoria era obligatoria, de otra manera no habría cuento. Y la escena obligatoria era la muerte definitiva de Kochi.
En ese momento, como si se tratara otra vez de un mal sueño, una banda de diez conejos encapuchados se apareció con fusiles kalashnikov en la mano. Aunque Etgar había prestado servicio militar, y se consideraba un hombre valiente, salió a correr por el desierto hasta desaparecer en los confines del relato. Kochi comprendió que se trataba de aquella raza de conejos que parecía haberse extinto por los absurdos métodos de combate de las organizaciones terroristas. Se apresuró a defenderse diciendo que era israelita, pero ya no parecía una razón suficiente para los conejos, quienes se lo llevaron en un jeep.
No se sabe si se habían convertido en unos mercenarios, pagados por alguna potencia mundial sin ideales políticos o simplemente lo reclutaron porque consideraron que un hombre muerto es la mejor arma de guerra que puede haber y más cuando tiene mirada de niño.
Pero ¿estaba muerto-muerto? Eso es algo de lo que ni el mismo autor del cuento tenía certeza. Era difícil determinar cuánto tiempo los conejos podrían soportar a Kochi. Por el momento, era un desaparecido y aunque esto le pesaba a Etgar en el fondo, él se lo había tomado como un gana-gana. Por lo menos, era seguro que estaría bien calladito por un tiempo. Además, la conciencia de Etgar estaba limpia todavía y sus libros se vendían más que bien.
Kochi 5
Amanecía. Zohar, otro excombatiente, se paseaba por las calles en Ramat Gan fumándose un cigarrillo, disfrutando de ver la vida de los otros mientras acompañaba a Kochi, a quien los conejos insurgentes habían liberado, incapaces de soportarlo un día más, como había pronosticado Etgar, quien, entre tanto, pensaba cómo deshacerse de él una vez más. Kochi no paraba de decirle cosas al oído. Etgar sabía que estaba perdiendo la cordura, anhelaba que Kochi dejara de existir, sin importar las consecuencias.
─¡No quiero escuchar ninguna más de tus pendejadas! ─dijo alguien en la mente de Etgar.
Las manos le temblaban, su rostro sudaba. Las páginas se escribían solas: era Kochi quien las escribía. Entre tanto, Etgar pensaba que no había trabajado tan duro como para que un personaje inventado por él, proveniente de un simple relato, por demás inconcluso, se adueñara de su vida. Debía destruirlo, pero ¡¿cómo?! Le había dado demasiado poder, había dejado que le hiciera trizas. Ahora el escritor, cazador cazado, se había convertido en su personaje: Kochi manipulaba sus acciones, sus historias, hasta sus palabras. Su familia era un caos por culpa de este siniestro personaje. Estaba desesperado.
─Pero si yo muero, él muere─ pensó Etgar, y un brillo le cubrió la mirada─. Es la única salida, definitivamente soy yo quien necesita un disparo en medio de los ojos.
Tomó el arma de una gaveta de su escritorio y un ensordecedor sonido se hizo presente: era la puerta de la casa que su esposa azotaba. Había salido por algunos ingredientes para el almuerzo. Estaba preocupada por su marido o tal vez por ella misma. Extrañaba los tiempos pasados, lo felices que eran, los detalles inesperados, la atención. Etgar apenas estaba iniciando su carrera como escritor, todo era más agradable aun en las cosas más sencillas. Estaban juntos y eso era lo importante, no había nada más.
Con el tiempo, la profesión de Etgar le había empezado a requerir mucho esfuerzo y tiempo, y eso ella lo comprendía. Pero ya se estaba cansando, le pesaba la soledad al regresar a casa aún cuando él estaba presente, le pesaba incluso más que la soledad que sentía cuando estaba sola. Y le pesaba la ausencia del amor: un beso, un abrazo, una caricia, una conversación, una mirada, una sonrisa. ¿Dónde había quedado todo? No lo comprendía. Por eso, lo agobiaba con sus cantaletas inagotables. Sentía la necesidad de llamar su atención en todo momento.
Pero, lamentablemente, en los últimos años, con Kochi a Etgar ya le bastaba. Lo obsesionaba como si se tratara de una historia de amor inconclusa o una deuda que no se saldó nunca.
Kochi entró al estudio de Etgar, junto con Zohar, quien llevaba un cuchillo en una mano, un paquete de cigarrillos en los bolsillos y, en la otra mano, dos manzanas. Recorrían el lugar, cuando observaron una marca de un disparo en la estantería que no había pasado entre los ojos de Etgar. Zohar le dio una manzana a Kochi y se dirigió al balcón sosteniendo la otra manzana y el cuchillo. Se detuvo a observar los transeúntes que paseaban como hormiguitas allá abajo.
Mientras tanto, Kochi sonreía, dirigiéndose a Etgar:
─¿Ves?, eres un cobarde, ¡un cobarde! ─repetía Kochi, con ojos de diablo─. Siempre lo he dicho, tu vida es un fracaso, y no has hecho más que intentar huirle a los problemas.
Lo rodeó, mordiendo la manzana y le susurró en el oído:
─Aunque quieras, no puedes matarte. No puedes matarme.
Se puso de pie frente a él, dejándole lo que quedaba de la manzana en el torso. Era como una pesadilla. Etgar observaba a Kochi y el disparo que llevaba en medio de los ojos, desde su silla, casi que petrificado. Sostenía el arma en la mano y un bolígrafo en la otra. Le resultaba enfermizo verlo y le mortificaba ser el causante de esa visión.
─Cobarde ─le dijo a Etgar, mientras tomaba un cigarrillo de la cajetilla de Zohar y lo encendía─ he venido porque quiero más emoción para este cuento.
Se acercó nuevamente a Etgar, soltando todo el humo en su rostro:
─Mi amigo y yo nos aburrimos.
Es mi última oportunidad, tal vez no puedo dispararme, pero… ya debo estar loco, pensaba Etgar, quien, sin reparo, salió del estudio en silencio y tomó, de entre las medicinas para la depresión de su esposa, algunas pastillas que en realidad no sabía para qué eran, luego destapó una botella de whisky. Ingresó, de nuevo, al estudio y se sentó a consumirlas una a una, pasándolas con el alcohol.
Durmió unas cuantas horas, hasta que llegó su esposa, irrumpiendo en el estudio y reclamando por qué no había bajado a almorzar. Además, le reprochó que tampoco había bajado a cenar:
─¡¿Qué?! ¡¿Cuerpo glorioso!? Diga de una vez para dejar de cocinar.
Etgar la miró con odio, le dolía la cabeza, era muy difícil para un escritor como él aceptar que su esposa dejara de cocinar, sobre todo después de un intento de suicidio.
Luego vio cómo su esposa salía del estudio. Zohar y Kochi se dirigieron, detrás de ella, hacia el comedor.
Para colmo del dolor de cabeza, su esposa había decidido armar una fiesta en la casa para aliviar un poco su frustración, bebía y fumaba. Kochi también disfrutaba de la fiesta, mientras Zohar los observaba y también daba vistazos por la ventana, esperando que pasara una muchacha con la cual se pudiera entretener. Entonces, Kochi, eufórico, comenzó a destrozar las decoraciones, los cuadros, los floreros, algunas sillas y, por poco, la mesa, hasta que Etgar entró en escena, furioso y bastante borracho, a decir verdad, pues había continuado tomándose el whisky. Trató de ahorcarlo. Pero lo único que consiguió fue otro escándalo de su esposa, reclamándole que la dejara disfrutar de la fiesta.
─¡Déjame en paz! ─gritó Etgar, dirigiéndose a Kochi.
─Muérete, ¡maldito cadáver demente! Te preferiría con un disparo en medio de los ojos ─le gritó su esposa a Etgar y le subió el volumen a la música.
Encolerizado, se encerró de nuevo en su estudio y se sentó frente al escritorio con unas hojas apiladas: cinco capítulos con el nombre de Kochi y un bolígrafo. Empezó, de nuevo, a pensar: ¿Cómo mato a un maldito muerto?
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Angélica Rodríguez Vargas hace parte del Comité Editorial de Literariedad. Es poeta y narradora; acaba de publicar una traducción de la obra poética completa de Alberto Caeiro (Fernando Pessoa) con la Editorial Ataraxia.
Deisy Gómez Rojas. Estudiante de idiomas, disfruta de actividades al aire libre, ama los animales.