Foto: Antoine Henault
Elbert Coes reseña la novela Siete veces Lucía, de la escritora colombiana Juliana Javierre, ganadora del Premio Nacional de Novela Aniversario Ciudad de Pereira.
«Lo olvidaba: su nombre es Lucía: siete veces lo repitió» es sin duda la expresión que da nombre a la novela de Juliana Javierre. El número permite otras reflexiones; lo vemos como desdoblamientos en el sentido de la acción de ser, o como un símbolo de lo etéreo en sus personajes, cualidad que afecta a todo el relato. Otros atributos que lo bordean son la moral, el erotismo, la rebeldía, las relaciones al interior del núcleo familiar tradicional, el miedo, la desesperanza frente al hecho de vivir con cierto determinismo.
Empecemos por el factor del tiempo o cronotopia. También presenta dos perspectivas: aquella que estructura la novela y, la otra, que requiere un examen más riguroso, la afectación que ejercen sus personajes; es decir, sus actualizaciones sobre la memoria. Si bien Carlos, Carmen y Lucía tienen unas vidas que coalicionan, cada uno transita su propio viaje y representa a la vez un arquetipo de la sociedad, y de la familia si se prefiere. Esta temporalidad conlleva a observar determinados sucesos históricos, los cuales el lector infiere a través de la radio y la televisión y de conversaciones sugeridas.
La novela cuenta la historia de una familia disfuncional que se precipita hacia una ruptura absoluta, dejando así mismo desfragmentados a cada uno de sus integrantes. La autora hace uso de un caleidoscopio femenino a través de Carlos, hijo de Carmen, enamorado de Lucía y que intima con un enfermero, quien permanece a su cuidado durante casi un año por haber recibido Carlos un disparo de su propio padre. La mayoría de lo que sucede lo percibimos por su monólogo de la consciencia, recurso que la autora usa con experticia, pero que a su vez complejiza el relato. Aun así, Javierre recurre a una narrativa simple usando su propio estilo: frases cortas, entreveradas, metáforas, ironía. Logra con esto que Carlos posea una humanidad suficientemente delineada; tan puntual que en más de una vez hay que preguntarse si acaso el relato no sucede al interior de su cabeza.
No es así. Y los diarios de Carmen lo evidencian. Ella es la madre de Carlos; vive para él, y él se aferra a la vida gracias a ella. Por compasión de ambos. En todo caso, el muchacho es flojo, de una flojera absurda, flojera que lo hace pesaroso. Culpa a su silla de ruedas, la convierte en su prisión, en la prisión de su cuerpo. Carlos no ve la luz, porque su mente se halla vedada. Ni siquiera en sus instantes de placer y satisfacción corporal descubre un esbozo de optimismo. ¿Puede acaso la vida llegar a ser un lodo oscuro y nada más que lodo? Y es que antes del incidente que lo deja minusválido, Carlos ya vivía refugiado en la sombra de sus divagaciones. Vivía en círculos el estado del periplo del héroe que debe destruir al padre.
Lucía permanece oculta. Lo poco que descubro de ella está en las descripciones de Carlos. Es un fantasma y un espejo. Representa una de sus máscaras síquicas; una extensión del ser que materialmente se bloquea a sí mismo a modo de huelga contra el poder, contra la fuerza cósmica, el universo caótico que es su vida. De allí que trace una línea paliativa a favor de la fuerza creadora de la imaginación: «ambos nos esforzamos por hacer que la ruleta nos sea cómplice». Este fenómeno lo he visto, con selló distinto, en autores como Paul Auster y Chesterton. La imaginación de Carlos está tan volqueteada que incluso Lucía cree que es real, un ente independiente de su creador.
Este no es un relato de aventura. Toda la acción sucede en la cabeza de Carlos. Así Carlos es siete veces Carlos y también siete veces los otros. Carlos es su némesis y la redención a través de la muerte de sus quebrantos. En todo momento preocupa su desesperanza. Lo opuesto a ello sería percibir una luminaria en Lucía, pero las descripciones que nos presenta de ella, aquellas travesías antes y durante su nacimiento, ya sugieren la fatalidad de su destino. «¡Tardamos tanto en construirnos para destruirnos tan pronto!» Quizá haya un salvavidas y sea la aceptación de la vida tal y como viene; es el tópico de nuestra historia patria, y allí sin duda no se constriñe la desesperanza. Por el contrario, se le refuerza.
Carlos nos ofrece la revelación del narrador de En busca del tiempo perdido: la memoria contiene la verdad de la vida. Para el que padece, vivir el presente no es efectivo como la remembranza o el ideal del futuro. Es el mecanismo para emanar valor. En sus recuerdos, enfrentó al padre, y aunque fue él quien salió herido, este simple acto de rebeldía esboza una pequeña victoria frente a quien todo el tiempo le llamó cobarde. Esta es la actualización que se da gracias a su capacidad de desdoblar el cronotopo y el ser. Igual que todos estructuramos el pasado para darle sentido al presente. Es entendible en la medida en que Carlos es sabio en sus reflexiones, pero mediocre en sus actos.
Alonso Quijano ha sido un ejemplo de ello. Juliana Javierre es consciente del poder que tiene la imaginación, como lo fue Cervantes, y con esta misma herramienta se opone a ciertas convenciones literarias. Basta con el contraste del lobo y la caperuza, con revivir a Ofelia, con reconstruir el Génesis bíblico y evocar a Emanuel. Las formas de la imaginación como las imágenes oníricas justifican todo síntoma de dolor. La realidad es un lugar del que hay que escapar cuando comienza a contraerse: «Es como si dependiera menos del mundo entre más lo desprecia» Por supuesto tal desdoblamiento no se atribuye únicamente al dolor holístico, emocional, síquico, sino también a la tragedia material: haber nacido y crecido en condiciones de pobreza. Esta carencia lleva a los personajes al reino de los cielos del que, dice Cristo, están excluidos los ricos. El reino de los cielos para los que habitan el muy bien elaborado universo de Siete veces Lucía está en la imaginación, las proyecciones de sí mismo en los otros, la realidad vedada que asoma en los sueños, en la muerte como fin del sufrimiento y renacimiento de la paz del alma.
