«Sucio», un cuento de Martha Valiente

Imagen: Amantes. Egon Schiele

 

El sexo, dicen, solo es limpio cuando se hace mal. Un cuento de Martha Valiente lleno de fluidos y manchones, de pegotes olorosos que costaron gemidos. Un cuento sucio, muy sucio, porque se hizo bien.

(Lee completa Eróticas, nuestra edición de septiembre de 2019)

 

Sucio

El uniforme recién llegado de la tintorería la tentaba desde la cama.  Wanda retiró la funda de plástico y levantó el conjunto falda, camisa, chaqueta— frente al espejo del placard.  Admiró el color azul del trajecito, los vivos en el cuello y en los puños, la textura aterciopelada de la tela. Impecable el corte de la falda, perfectas las pinzas que entallaban la cintura; Wanda sabía coser, por eso podía distinguir la calidad de una prenda bien terminada.

Virginia, la hija del patrón, bella, elegante, toda suavidad y buenas maneras, estaba de viaje. «Wanda, viajo a Miami por cinco días, van a venir de la tintorería, todo pago.  Gracias, saludos, Vir». Un papel color crema con dos líneas, debajo del imán de la heladera.

Cerró la puerta del dormitorio con llave, se quitó el delantal, los jeans y se cubrió enseguida con la pollera azul del uniforme.  Le calzaba como un guante… aunque, claro, sí, era un par de centímetros más larga de la que ella hubiera necesitado. Después se quitó el sweater y la camiseta.  Ella no usaba corpiño para trabajar; sus pechos eran firmes, pequeños y no necesitaban sostén. La camisa blanca sobre la piel se sentía deliciosa y fresca: seda y algodón de primera.  Luego la chaqueta: el forro de satén se deslizó sobre el conjunto y lo selló como un abrazo.

Se contempló en el espejo. Tenía el rostro acalorado y en el escote brillaba su piel morena. Faltaba algo. Buscó en las cajas acomodadas con prolijidad en el armario, junto a las carteras del mejor cuero, entre los estantes donde colgaban chalinas de gasa y otros accesorios imprecisos.  Ahí estaba el par de zapatos de taco mediano que Virginia usaba muy de vez en cuando. Decía que le quedaban demasiado ajustados, pero Wanda sabía que solo era coquetería: las piernas de la azafata eran esbeltas y se lucían mejor con dos centímetros más de altura. El derecho… el izquierdo.  Sus zapatillas arrinconadas bajo la cama daban lástima de tan pobres. Al fin, se elevó como una reina sobre la altura gris y pulcra de aquellos artilugios que parecían fabricados por el hada madrina de los cuentos: exactos a su medida.

La nostalgia de Armando la golpeó como un viento caliente que la tomó por sorpresa y la arrebató por dentro.  Transportada por su visión en el espejo, se soltó el pelo que rodeó sus hombros como un aura sedosa y oscura. Armando decía que su cabello era lo que más le gustaba; se hundía en él para respirarlo, para morderlo.  Con sus dientes tironeaba de sus mechones hasta que ella le reclamaba, mimosa. 

Buscó los cosméticos: un mueble diminuto con tres cajoncitos. Imprescindible.  Abrió el primero; el maquillaje se deslizó por sus dedos y luego por sus mejillas, en suaves pinceladas.  Cerró los ojos, qué bien se sentía la textura sedosa sobre la piel. Armando solía lamer su rostro, decía que tenía un sabor especial en las mejillas y en el mentón…  Con el rubor compacto dibujó anchas líneas bajo los pómulos: parecía una indígena y el latido de su corazón, hondo y profundo, sonaba como una ancestral convocatoria. 

Se dejó llevar: delineó sus párpados y engrosó sus pestañas con el rimmel oscuro. Cómo la reñiría Armando si pudiera verla ahora, tan diferente. Se quedaría mirándola, extrañado o, quizá, enojado, le daría otra vez unas palmadas con sus dedos ásperos, con esas manos que la dejaban ardiendo de dolor y de un fuego lindo.  Un fuego de los dos… Ahora, el lápiz labial. Un brillo color caramelo sobre su boca ávida. Rico, dulce de besar. Ay, Armando, tan lejos. 

Miró el reloj sobre la mesita de luz: ni siquiera las once. Don Roberto, el padre de Virginia, estaría aún en su sesión de kinesiología con el acompañante nuevo.  No le caía bien. Algo en sus ojos, en su mirada esquiva, la hacían desconfiar. Era demasiado atento. Y tenía las manos tan blancas y delgadas, con las uñas prolijas como de manicura.  Pero el tiempo que pasaba con el viejo le venía muy bien a Wanda: podía hacer sus tareas a su ritmo y hasta animarse a ciertas libertades. Como esta misma mañana, por ejemplo.  

En el armario, a la derecha, se acomodaban por color los juegos de ropa interior de Virginia: exquisitos, livianos.  Los perfumaba con aquellos deliciosos jabones que traía de los lugares a donde volaba: Miami, Río de Janeiro, Colombia. Eligió una bombachita mínima, toda espuma de encaje. Muchas veces se había preguntado cómo se sentiría introducir aquella delgada línea de tela en medio de sus glúteos.  La miró tratando de definir cuál sería el frente y cuál la parte trasera de aquella insignificancia.

Con el corazón palpitante, se quitó la ropa interior y se acomodó la tanga.  Levantó la falda para verse, dio la vuelta y se regodeó en el espejo, insinuante, inclinándose.  Al hacerlo sintió la cosquilla de la tela tirando dentro de la vulva, y enrojeció con un pinchazo de placer.  Sentía las piernas flojas y la arrebató un calor generalizado e impreciso. Tal vez sería mejor quitarse la chaqueta, sería una imprudencia si su transpiración…  Optó por desabrochar sus botones, todavía contemplándose en el espejo del armario.

Absorta, apenas oyó el ruido apagado más allá de la puerta, un breve sonido cerca de la cocina: sería “el nuevo”, preparando cualquier cosa para don Roberto.  Sonrió; si ellos supieran, si pudieran verla… Por un momento la imaginación la hizo verse mostrándose para ellos, sensual ante los ojos ajenos.   

Su Armando no era hombre de fantasías.  Él era simple, lineal para hacerle el amor: todo en un orden y sin sorpresas («como se debe», decía, dejándola gozar sobre él lo justo y necesario para engolosinarla con aquel mojón rígido y jugoso, donde ella hubiera deseado mecerse interminablemente.  «Como se debe» y Armando la sujetaba de nuevo sobre la cama para montarla como a una yegua, hasta quedar sin aliento). A Wanda le alcanzaba aquel breve galope, el corto y acostumbrado sacudón de la carne caliente dentro de ella, para sacarle de apuro unas ganas breves, a la medida de la costumbre.  Era bastante. O lo había sido, quizá, hasta ahora.

Inclinado sobre la puerta, «el nuevo» se arrodilló en la alfombra del pasillo, frente al dormitorio de la azafata.   

Don Roberto había quedado extenuado después de la sesión matutina. Su acompañante lo dejó recobrándose y fue hacia la cocina para prepararle el jugo de frutas que solía tomar a media mañana. En el camino escuchó ruidos en la habitación de Virginia y, al acercarse más, el inconfundible clic de la cerradura del otro lado de la puerta del dormitorio. 

Ayudó al viejo a dejar la camilla y lo dejó en la cama, el vaso lleno sobre la mesa de luz y las persianas bajas.  Sabía que dormiría por lo menos una hora, hasta que él fuera a despertarlo para el almuerzo. Era la rutina.  

Ahora, con la frente apoyada sobre la puerta, se esforzaba por ver más allá del área diminuta de la cerradura por donde aparecía el perfil de Wanda,  vestida con el uniforme de la azafata ausente. En un revuelo de brazos la vio levantarse la falda, exhibir sus muslos morenos y las nalgas rotundas entre las que alcanzó a vislumbrar la delgada vibración de la tanga. Una presión repentina de la carne pujó desde adentro de su boxer.  Acalorado por la visión de la hembra solo al alcance de su mirada, se contuvo el pene con una mano y automáticamente comenzó a frotárselo por encima del pantalón.

Bilda eligió un perfume de los que su patrona guardaba en una caja de madera entreabierta, debajo del velador: el brillo de los frascos la encendió. Al destaparlo se mojó los dedos urgentes y los introdujo en el escote de la blusa; enseguida abrió otro envase de color vino, dulce y ácido como una fruta.  Su mano bajó hasta la entrepierna y esparció aquel rocío por la cara interna de sus muslos calientes. Se dejó caer en la cama, de espaldas, la respiración apurada y unos latidos poderosos que parecían abrirse como una marejada desde su pecho hasta los bordes mismos de su piel, húmeda, más húmeda. Ah, Armando. Los dedos de Armando, su boca sabia, su lengua ágil…

Afuera,  «el nuevo» jadeaba con ella.  Se abrió la bragueta justo cuando Wanda, al arrojarse en la cama, desaparecía de su vista.  Se le escapó un gemido de frustración. Intentó reencontrar cualquier porción del cuerpo de la chica.  Nada. Solo escuchaba el rumor rítmico sobre el acolchado mullido, el roce de la piel y la música de la respiración ronca, más parecida a una queja que a un goce.  

Wanda, la mucama del piso 8, se retira a las dos, luego de limpiar y dejar la comida preparada, en estos días solo para don Roberto y el acompañante terapéutico que se quedará con él hasta media tarde.  Hoy, además, piensa dejar en la tintorería el uniforme de azafata, no sin quejarse a nombre de su patrona— por el mal estado en que lo recibió a la mañana.

A punto de salir del departamento, unas manchas le llaman la atención en la puerta del dormitorio de Virginia: alrededor de la cerradura hay una amplia zona brillante, grasienta, que nunca había notado.  Más abajo, a pocos centímetros de la alfombra, una gruesa línea vertical, todavía fresca, ensucia la madera con una sustancia pegajosa que no alcanza a reconocer.

Las manchas persisten, a pesar del esfuerzo de la sirvienta que frota con un paño húmedo, después con detergente, después con blanqueador, después…


Foto Martha Valiente.jpg* Martha Valiente. Poeta y narradora rioplatense.  Uruguaya de nacimiento y argentina por convicción desde 1985.  Ha editado una docena de libros incluyendo poesía, cuento y novela.  Entre sus poemarios, dos fueron publicados en España: Devocional y Montüiri a deux veus (edición bilingüe-español/catalán) y presentados ambos en Mallorca y Buenos Aires.  Entre sus relatos, su libro Solo para sus ojos recibió el primer premio de relatos de Editorial Dunken (Argentina) en 2008 y Todo sobre mi hija fue galardonado con el primer premio de la Fundación Victoria Ocampo en 2010.  Ha integrado numerosas antologías y ha recibido menciones dentro y fuera del país. Participa periódicamente en publicaciones literarias del ámbito latinoamericano.  En 2018 su cuento Fetichismo fue premiado y publicado en El éxtasis llega contigo y otros relatos pecaminosos en el concurso organizado por Contacto Latino y Amazon  U.S.A.

Coordina desde 2005 PalabraPuente, taller literario no-académico, donde encara el acto de escribir como un recurso de autoconocimiento y desarrollo amplio de las propias capacidades creativas.

Y sigue escribiendo, claro.

Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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