Imagen: El último tango en París (1972)
¿Qué línea va de Bertolucci a Deleuze, de Marlon Brando a Roland Barthes? Este ensayo de Eduardo Sabugal* propone una lectura heterogénea del famoso (y escandaloso) filme que revolucionó la historia del erotismo en el cine.
(Lee aquí completa Eróticas, nuestra edición de septiembre de 2019)
Notas para ver un film de Bertolucci
Un hombre toma una barra de mantequilla y la unta en el culo de una jovencita, luego introduce el pene, montado en ella como un animal. Hombre y mujer, después del violento acto sexual, se desploman sobre el piso exhaustos. Ambos están en un apartamento parisino, en donde no hay nada, salvo ellos, aún vestidos, como puestos ahí al azar. Esa es la escena que escandalizó a moralistas hipócritas, y que quedó fija en los censores que tildaron El último tango en París, de pornográfica. Realizada en 1972, la película de Bernardo Bertolucci, no solo significó una renovación temática, sino al mismo tiempo la clausura del cine que inauguraba. En una sola película, Bertolucci expone su visión de las relaciones humanas, las problematiza y las estigmatiza, el otro solo está ahí para espejear nuestra desaparición. Ya no más tangos, ni viejas historias de amor. Esta danza de pareja, que no es danza sino juego, broma, circo decadente del antiguo amor de pareja, es la última que debe ser filmada, parece decirnos Bertolucci. En toda la película no hay nada referente al tango, salvo en las últimas secuencias, y es justamente puesto ahí como último eslabón de un encabalgamiento denigrante. Es la pequeña danza de la muerte, aún con su carga erótica, que anuncia la desaparición definitiva del sujeto. Marlon Brando, como actor, estaba prácticamente olvidado en Hollywood y a María Schneider nadie la conocía; uno gordo y con muestras de calvicie y la otra con un erotismo brutal, aún sin pulir. Justo esa pareja, la decadencia y lo ignoto, fue lo que Bernardo Bertolucci buscó hacer resonar en su film. Un viudo fracasado, una sensual veinteañera que engaña a su novio y que reniega de todo lo establecido por la burguesía francesa de inicios de los setenta, son solo los dos pretextos para que este film funcione. Lo que acontece realmente, no tiene que ver con la construcción física o psicológica de los personajes, sino que sucede en un apartamento que hace las veces de territorio filosófico, escenario de lo neutro. Ese hábitat derruido no es un sitio para el ritual erótico entre dos extraños, solución banal y fácil, sino que opera como un no-lugar. El manejo de la luz y la sombra, los pocos muebles, la facilidad para entrar y salir, hacen del apartamento un lugar en el que no se puede estar, o al menos no se puede estar mucho tiempo. Ahí, hacen el amor, lloran, hablan, se observan, recuperan su animalidad, pero nunca están estables, no hay donde detenerse. Las figuras de estos dos amantes que tienen sexo ocasional y que ni siquiera saben sus nombres, parecen siempre a punto de desaparecer, como los personajes que pinta Francis Bacon y que no por casualidad Bertolucci introduce desde el creditaje inicial. Pintura del «entre», de una desesperada ambigüedad, figuración que se diluye, las figuras y el fondo se problematizan. Por algo la pintura de Bacon fue de gran interés para un filósofo como Gilles Deleuze, a quien ya no le interesaban ni los estados de cosas ni los sujetos que las experimentaban, sino el devenir de las cosas, el arduo esfuerzo por el que una cosa terminaba siendo algo. El film de Bertolucci está interesado en este no lugar, o lugar de lo neutro. Atmósfera neutral, en donde aún seguimos a los personajes a través de una fase cuasi-evolutiva, monstruos sexuados que sufren una involución, un separatismo pegajoso, en donde es imposible saber dónde empieza un sujeto y dónde termina otro, amantes copulantes que se devoran y torturan, deseo y violencia, falsa unión, falsa separación, el triunfo de las dos, unión separatista, separación unificada, el reino de lo neutro. Salen de cuadro o son arrojados a zonas totalmente oscuras, luego son reunidos en la cama, en el piso, son bañados por la luminosidad del cuarto de baño. Se recargan en una pared, forcejean con sus ropas, se tumban entre muebles y cortinas que no permiten distinguirlos, individualizarlos. Hay un contraste entre esa metamorfosis de los personajes bajo nuestros ojos y el ambiente finito del departamento parisino. Los humanos se desdibujan, no tienen sustento, las paredes y el piso están ahí, inertes, fijos. Después de todo el departamento que rentan está domiciliado, hay una dirección. Ellos son nómadas, él vive en un hotel de mala muerte y ella ha perdido el hogar familiar. Él ve pasar los trenes mientras maldice a Dios y ella llega en tren.
¿Qué sentido tienen estos sujetos? Roland Barthes pensaba que el sentido se basaba siempre en un conflicto y por lo tanto, todo conflicto es generador de sentido. Pero el conflicto es un paradigma, dramático y filosófico. Cualquier guionista sensato buscaría encontrar el conflicto de los personajes encarnados por Brando y Schneider, pero no estamos en el régimen de la sensatez. Es más seductor el pensamiento de una creación estructural que deshace, anula o contraría el binarismo implacable del paradigma, mediante el recurso a un tercer término, el tertium. La película de Bertolucci, como una pintura de Bacon, muestra aquello por lo que está hecha, algo así como su material neutralizado. No ella ni él, no ellos y el departamento o París, sino lo que resuena en el «entre». No el pene ni la vagina sino la invaginación, el devenir pene de la vagina y el devenir vagina del pene. Juego de pliegues en verbos siempre conjugados en infinitivo. Es un film que no retrata lo que alguien sintió, ni siquiera el estúpido enamoramiento de una veinteañera o la anécdota decadente del viudo americano que vive en un hotelucho; tampoco retrata ningún objeto simbólico, un apartamento o un colchón, sino que el film retrata la sensación misma como algo que está entre los sujetos y los objetos. Un acontecimiento que crece por los bordes, entre esas vagas figuras humanas y los espacios que más o menos las sostienen u ocultan. El trance, la puesta en trance, es lo que le interesa a Bertolucci, asistir a una transición, un pasaje o un devenir. No la lucha entre ellos, sino una tercera instancia que es la deformación. Es justo eso lo que hace posible el flujo fílmico, la puesta en escena de una ambigüedad.
La fabulación que opera en El último tango en París, como en la pintura de Bacon, toma cuerpos y rostros en el momento de su primer nacimiento y los sigue entre las sombras y las luces, anticipa su desarrollo hasta un máximo de perfección. En efecto, nuestra más alta obsesión somos nosotros mismos, como pensaba Bacon, y por eso el interés de Bertolucci no radica en París ni en la atmósfera sombría de un hotel, ni siquiera escarba en la construcción de individuos solitarios condenados a la existencia, sino que pone todo el énfasis en la reunión mentirosa de dos o más contornos, dos sujetos-amantes en donde es fácil inferir irremediablemente una narración, aunque siempre hermética, inexistente, utópica ¿Qué ha pasado entre ellos? ¿Es una historia pornográfica o de amor? ¿Hay redención posible en él gracias a ella? Imposible contestar. No hay una historia (con sus semillas de moraleja) sino una narración en gestación, maquinación y fabulación que no llevan a nada, no hay historia de amor o desamor posible, ningún final alterno, en todo caso siempre la desaparición, la muerte del sujeto. Un sujeto desfigurado demasiado pronto, aún con el rostro de Marlon Brando, como para ser amado o desamado. En este escenario de lo neutro se pone en marcha, no el amor, porque ese ya no existe, sino el deseo como trinchera. Y uno ve esos cuerpos juntándose como animales, besándose, gruñendo, piando, revolcados sobre un colchón con olor a rata muerta, y se pregunta si será posible en efecto, como planteaba Roland Barthes, suprimir, desbaratar, esquivar el paradigma, sus conminaciones, sus arrogancias. Se podrá en verdad evadir el amor, la permanencia, los nombres, es decir se podrá exceptuar el sentido del conflicto, dar con lo neutro.
Desbaratar el prejuicio del tercero excluido es en efecto, como lo plantea Barthes una actividad ardiente, por eso hay que asistir a un arder. Los personajes de El último tango en París se dejan invadir por lo neutro, pierden sus polos, y dejan de ser polos ellos mismos. Ya no hay hombre y mujer cortejándose, ni francés ni inglés, no hay lengua, solo un sonido animal neutro y un aparearse. La piel habla una no-lengua. Lo neutro atraviesa la lengua, el discurso, el gesto, el cuerpo, el acto. Al entrar al apartamento hay una suspensión del juicio, es imposible decidir sobre algo, imposible evaluar. Después de todo Husserl también neutralizaba el mundo a través de su epoché. Pero hay otras suspensiones, no sabemos si el tipo maduro y su mujer suicida eran una pareja feliz o infeliz, si él tuvo la culpa de ese suicidio o no, no sabemos si ella ama al novio cineasta o no, no sabemos si él la penetra a ella o viceversa. Todo queda suspendido, sin axiología posible. Después de todo es un mundo sin dios. Las secuencias en la pista de baile son solo una exageración de la violencia y la pasión de lo neutro, por lo neutro. Una danza neutralizada es imposible de bailar, por eso este último tango es fuga, fuga pánica que terminará en un balazo, detonado en una terraza, sobre el cuerpo de un extraño.
* Eduardo Sabugal Torres (Puebla, México, 1977). Es escritor de cuento, ensayo y guion cinematográfico. Cuenta con dos libros de cuento publicados, Involuciones (2010) Secretaría de Cultura del Estado de Puebla y Liquidaciones (2012) Fondo Editorial Tierra Adentro, así como un libro de poesía, Sudario (2017) en Editorial Abismos.
Ha sido ganador dos veces de la Beca Estatal FOESCAP dentro del área de literatura con el género de cuento y una vez de la Beca PECDA en el 2013 con un ensayo sobre cine.
Ganador en 2014 del 13vo Concurso Nacional de Cortometraje del IMCINE. Es Maestro en Lengua y Literatura Hispanoamericana. Actualmente es catedrático en la Universidad Iberoamericana de Puebla. Productor y conductor de radio en Puebla Radio.