De músicas ligeras

Imagen:Intervención digital. Daniela Gaviria

 

Este ensayo de Ramón Ruiz Contreras* se opone a la idea colonial de que hay una baja y una alta cultura y defiende, con pasión y elegancia, la música nacida en Latinoamérica, su carácter danzable y su espíritu aguerrido. Música hecha para el baile, en primer lugar, porque: «no se consolidó en los corredores pacíficos de los monasterios ni en los grandes salones de los palacios».

Lee aquí nuestra edición de diciembre: Músicas.

 

El escritor y musicólogo cubano Alejo Carpentier, en su ensayo «La consagración de nuestros ritmos», publicado en 1922, refiere una anécdota muy graciosa y harto curiosa,  muy ilustrativa en cuanto a los juicios y comentarios que ciertos públicos inexpertos y faltos de criterio e imaginación respecto de la apreciación musical, osan hacer, quizás de manera bien intencionada pero absolutamente desorientada; de la valoración de los matices y las posibilidades de asumir la experiencia  musical del mundo, de su variadísima historia y contextos sociológicos  e implicaciones culturales. Dice el escritor, que cierta vez, en una conferencia sobre las formas danzables de Cuba y sus características marcadamente eróticas, ofrecida por Harry Pilcer en París, un miembro del público, inquieto por una preocupación pueril y desenfocada  se había arriesgado a preguntar que «…si al bailar una danza tan sensual como la rumba de salón, no serían los europeos elevados  hacia preocupaciones de orden estrictamente erótico»; cosa que evidentemente irritó al conferencista y a Carpentier, quien estaba también presente en el recinto.

Además del estupor que puedan causar comentarios tan desatinados, lo que más llama la atención en esta anécdota, referida por Carpentier, es la vigencia que este tipo de actitudes  prejuiciadas tiene aún en ciertos «ámbitos» culturales y en ciertos personajes que, asignándose el status de críticos, creen que al juzgar como ligera o intrascendente y hasta inmoral manifestaciones musicales como la danza o el baile en general, hacen justicia a la música, que se supone, desde su miope perspectiva, debe ser un producto de un carácter elevadísimo. Esto podría ser aplicado a la valoración, más ligera en este caso que en el anterior, que se hace de algunas músicas que no conllevan en sí otra intención que la de estimular un movimiento corporal, de por si natural, tan natural como el mismo respirar, correr, saltar e incluso el caminar.

En  defensa de la naturaleza danzable de la música, el eminente musicólogo lanza en el mismo ensayo la explicación lúcida, real y justa (si justo puede ser dar a cada cosa su exacta proporción y posición, sin comparaciones inútiles y pretenciosas) aduciendo que «La danza es ritmo, acción armoniosa de los músculos», y continúa con una opinión más real e interesante: «¡Tristes individuos los que ante una orquesta de baile, no se dejan llevar por la voluptuosidad del movimiento grácil, por la simple alegría, vieja como la humanidad, de seguir un  ritmo con el cuerpo, por el placer del movimiento en sí, que induce a un niño a correr sin objetivo preciso!» En este caso, y contrario a toda probabilidad, lo natural es tomar las manifestaciones musicales como lo que han sido, una expresión de todos los estadios humanos, sin aspavientos sospechosos que denotan una precariedad en la apreciación y un desconocimiento de su propia evolución, una manera artificial de juzgar y confundir, además, a los consumidores del «arte musical»; casi que un rasgo de hipocresía cultural que termina por enceguecer la verdadera conciencia  de la aprehensión de los hechos sonoros del mundo, olvidando que una cosa es la «música»  y otra el arte musical; que ni siquiera la música de arte ha desdeñado nunca el sentido primigenio de su propia manifestación que ellos se atreven a poner en tela de juicio.

Y más aún, la reciprocidad espontánea entre el sonido producido y el movimiento corporal queda explícita en la siguiente frase en la que Adolfo Salazar define esta unión fisiológica, casi hormonal: «El ser humano no ha producido nunca sus sonidos sin que, simultáneamente, un movimiento de su cuerpo se produzca, de tal manera que sea como la indicación corporal de la voluntad de comunicación que el sonido producido por él mismo tiene en sí y de cuya voluntad nace y es expresión». Casi que es una voluntad de la música que las cosas que la rodean se agiten a su paso.

Semejantes bien intencionados pero innecesarios inquisidores no logran  entender que, «eso» que llaman música ligera, comercial o cualquier otra designación imprecisa, existe a pesar de la historia y de la voluntad humana, y que moverse o dar alaridos al compás de un son es connatural al ser humano desde las mismas cavernas; que atreverse a ignorar deliberadamente  la  fuerza motriz de algunas manifestaciones musicales, en aras de hacerla más «refinada» y «cultivada» es una necedad propia de mentecatos sin perspicacia ni discernimiento; una verdadera vulgaridad muy cuestionable. La música es naturaleza en movimiento y no tiene hijos bastardos; y eso no basta, pues es también muchas cosas más.

Dudoso, además, como lo da a entender Carpentier, que alguien pueda sustraerse a la poderosa pulsación rítmica de cualquier música por banal que esta parezca. Los seres auténticamente musicales disfrutan y responden automáticamente a todos los componentes de la rítmica sonora, sin necesidad de alimentarse con  especulaciones meramente sociológicas, vanas, como su propia y vacía hipocresía.

Otra actitud equivocada, que se desprende de esta falta de información y de rigor en la apreciación, es el pretender  ver como superiores músicas que han tenido un desarrollo diferente, una historia al margen de la expresión elemental y pura del sonido. Difícil sería aceptar que hay unas músicas más «evolucionadas» que otras; decir esto equivaldría a estratificar la creatividad humana, a asignarle una etiqueta esquiva a la imaginación y al proceder natural del cuerpo. Muy al contrario de lo que estos imprudentes críticos consideran, se ponen en posición tercermundista quienes están convencidos de que las músicas bailables son inferiores, poniendo por encima otras de carácter más elaborado, evidenciando así su mentalidad decimonónica y su completo desconocimiento de la espontánea naturaleza del sonido y de la historia que definió para siempre el carácter de ciertas músicas, mezcla de movimiento, erotismo, pobreza, dolor, de condiciones humanas que supieron encontrar en la manifestación sonora una manera perenne de registrar la experiencia del ser y su entorno, y en el sonido una manera de trascender la cotidianidad. Géneros como el jazz, el tango, la samba e incluso algunas derivaciones de la música clásica tuvieron en sus orígenes una esencia danzable y, en algunos casos, una reputación dudosa. Si de admirar y seguir lo «civilizado» se tratara, defenderían los rasgos propios de aquella civilización que les ha dado su sangre y no intentarían mirar, con actitud de paraíso perdido, aquella a la que no pertenecen.

El caso de la música latinoamericana «comercial» y su relativa banalidad, tan despreciada en este sentido por este tipo de acritudes ignorantes, es un clarísimo ejemplo de territorio que supo absorber y recomponer los elementos que la misma historia le proporcionó. Ingenuo sería esperar  que en América hubiera florecido, en las mismas entrañas de su condición, una música de carácter reflexivo o meditativo, una música para ser meramente oída, puesto que la música en nuestro continente no se consolidó en los corredores pacíficos de los monasterios ni en los grandes salones de los palacios. Mucho menos en la erudita atmósfera de las academias. Nuestra música se forjó al calor del sol en la tierra, en la desesperación de un trago de alcohol, junto a la turbulencia y al paso de un río, en el desahogo abyecto de un prostíbulo, en la defensa a puños de un pedazo de pan.

Asociada fundamentalmente al baile, como  hija predilecta de África, nuestra música sigue siendo esencialmente primitiva, y es precisamente esta posición lo que la define frente al mundo. Seguiremos siendo, en detrimento de quienes buscan el paraíso perdido, un continente, musicalmente hablando, muy poco «civilizado».

 


* Ramón Ruiz Contreras nació en Cúcuta, ColombiaRamón Ruiz Contreras, Revista Literariedad. Es licenciado en Lingüística-Literatura. Su microrrelato Milagro fue incluído en la antología Porciones del alma, publicado por la editorial Diversidad Literaria en España en el año 2013. Es autor de la crónica La doble sed que forma parte del libro de crónicas El país en una gota de agua, publicado por El Banco de la República y la Universidad Javeriana en 2016. Publicó el libro de cuentos Notas ocultas en 2018. Ha sido colaborador del magazín Imágenes del diario La Opinión de Cúcuta en su sección de música. Autor de los libretos  para las óperas El Jamás Vencido, Bárbara y el forastero, y Pif, compuestas por el compositor venezolano Edwin García. Se desempeñó como promotor cultural en la sección de música del Área Cultural del Banco de la República, seccional Cúcuta. Fue, además, creador y presentador del programa de música Rapsodia en la emisora de la UFPS del año 2008 al 2010.

 

 

Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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