Rodrigo Arriagada-Zubieta en la Plaza Mayor de Madrid, atrás la Casa de la Panadería y los transeúntes, «apenas sí los fragmentos / de un rincón vacío de nuestras vidas», «como si nunca hubiesen existido».
I
La primera vez que supe de Rodrigo Arriagada-Zubieta (Viña del Mar, 1982) fue a través de una entrevista publicada en una revista italiana (Diálogo con Rodrigo Arriagada-Zubieta). Allí decía que la suya era una poesía que se identificaba con los espacios íntimos, proyecciones de lo que ocurre en la mente —esos espacios de paredes vacías iluminadas por luz de la tarde, llenos de rincones opacos, llenos de recuerdos difusos y nimiedades desparramadas—. Y le interesaba en su poesía esa intimidad, aquello que ocurre en la cabeza, porque ahí estaba la vida, que no es más que eso: algo que ocurre en el espacio intermedio de lo que parece haber sido y lo que permanece a modo de recuerdo trágicamente difuso, decía allí. Lo vivido solo tiene realidad como recuerdo o como ilusión, como ausencia en el cuarto. La experiencia, tristemente, es también aquello que no fue y que existe solo como posibilidad, como nada.
Me deslumbró su capacidad para captar el pulso a la vida interior a través de imágenes que parecían como sacadas de un cuadro de Edward Hopper. Inevitablemente busqué sus poemas y me puse en contacto con él. Me enteré que había publicado su primer poemario, «Extrañeza», en el 2017. Vinieron, consecutivos, «Hotel Sitges», del 2018, y «Zubieta», del 2019, publicados todos por la editorial Buenos Aires Poetry. Supe que era un lector cosmopolita. Sus críticas, traducciones, comentarios y las referencias o apropiaciones en su poesía (varias de sus publicaciones se pueden leer en la página de Buenos Aires Poetry) van de Hart Crane a Boris Pasternak, de Baudelaire y Kundera a Ian Curtis y Morrissey, del pintor Francis Bacon a Jean-Luc Godard. Pero también sostiene diálogos críticos con la poesía de su país: Armando Uribe, recientemente fallecido, o Víctor Jara, Parra o Lihn, Cristián Warnken, Zurita o Neruda, frente a quienes es tan distinto.
Luego intercambiamos impresiones, leí sus libros y el viaje de la curiosidad terminó en su inicio: de mi lectura se desprendió esta entrevista que es, más bien, una extensa conversación sostenida en la distancia. Cada uno abordó su parte en este diálogo desde su habitación propia, interior, asomándose curioso a la ventana del otro. Así construimos esta especie de posible cuarto compartido, de cercanía tan solo aparente. Hablamos de su trabajo poético, de cómo llegó a cada libro, del cine, de su vida, de ser latinoamericano, del despertar chileno. Debo decir que cada respuesta suya sigue deslumbrándome. Su diálogo se construye como un poema sugerente que todo lo asocia, todo lo une. Cada entrevista suya es el pensamiento sobre la poesía que se abre como una flor y ofrece su belleza a quien se acerca. Esta entrevista es una luminosa composición del intelecto que se aboca sobre la poesía, la abre, la indaga.
II
Johny Martínez Cano:
Quiero empezar conversando sobre «Extrañeza», su primer poemario, pues me llama la atención que allí se hable tanto de todo lo que no es, todo lo que tiene una carencia. El primer poema, titulado justamente «Extrañeza», está habitado por espacios hechos de nada, la nada que está en todo, los instantes en los que ilusoriamente estás de paso, como si las cosas fueran reales, como si no desaparecieras a cada momento. Todos los espacios, los tiempos y los sujetos no son. Parecen nombrados a partir de su negación. ¿Cómo fue el proceso de escritura que culmina en este libro y en esta visión casi fantasmagórica de la vida, de la experiencia?
Rodrigo Arriagada-Zubieta:
«Extrañeza» es un conjunto de poemas escritos entre 2009 y 2016 al que anteceden cuatro libros que, de algún modo, cumplieron con la función de asesinar al mal poeta que todo buen poeta lleva dentro. El poemario tiene un tono «recordado» que, como bien observas, remite a la noción de situaciones que regresan a la cabeza en el modo de la fantasmagoría y, en ese sentido, creo que lo que termina armonizando el tono final de los poemas es ese ingreso de tiempo que desrealiza lo que podría haber parecido mera experiencia referencial, en un gesto profundamente proustiano que tuvo que ver con la sospecha hacia mi propia escritura.
Se trata, en general, de situaciones de desencuentro amoroso que se mediatizan en torno a la borradura, al extrañamiento producido por un sujeto cuya cabeza funciona como una pantalla donde se reproduce la vida, escenas del cine, de la pintura, canciones, etc. Ahora bien, la negación de eso que tan fácilmente llamamos realidad o mundo se encuentra en el origen de mi proyecto poético, es la intuición original que me mueve a escribir poesía. Pensemos que desde Nietzsche, Jean Paul Richter y Nerval se sitúan las primeras tensiones, y mucho antes, desde Pascal y el silencio de los espacios infinitos, el arte moderno es una gran empresa humana que tiene la difícil misión de cargar con la nada que deja el cristianismo agonizante.
La poesía, particularmente, se lleva el peso de contrarrestar la nada en un esfuerzo por dejar de servir a la verdad de fundación platónica. En ese sentido, hay varios poetas de la modernidad que resisten en el modo de un ateísmo religioso. Basta pensar en el maniqueísmo de Baudelaire, en poemas como «Elevación» o «El ideal», donde se produce un contrapunto entre lo maldito y una parte divina desterrada que el parisino descubre en la obra de Joseph Von Göerres. Sin embargo, con más de cien años de diferencia, puedo decir que mi poesía ha asumido el derecho a abismarse en la nada, en vez de contrarrestarla. La voluntad de apariencia, de ilusión, de engaño, funciona en mí de modo más fuerte que la voluntad de realidad o de afirmar el ser.
Mi poesía es citadina a contrapelo. La ciudad me seduce al mismo tiempo que me repele. En eso tiene que ver el hecho de que padezco de un extraño síndrome de hiperreactividad cerebral, es decir, un cerebro incapaz de desincronizar sus conexiones, de apagarlas. Quienes me conocen de cerca saben que me cuesta mucho sobrevivir a las ciudades grandes y sus estímulos: Santiago, Barcelona o Madrid se me han hecho insoportables mientras he vivido ahí, y he tenido que retirarme a lugares pequeños como Sitges o Toledo, actualmente. Ese síndrome se contrarresta con una serie de anestésicos que he estado consumiendo durante los últimos 20 años. Por lo tanto, convivo con las amenazas del shock en torno a las cuales divagaron Simmel y Valéry, en el modo del extrañamiento, por un lado y, por otro, con cierta soledad e insularidad en que se hunde el adicto a los fármacos en un intento de atenuar los excesos de la vida moderna y que, en mí, funciona como un mecanismo de autodefensa. Me parece que es Sloterdijk quien identifica algo como eso en su filosofía.
Fisiológicamente, mi experiencia de vida es la de alguien que experimenta intermitencias, borraduras y sensaciones de un tiempo diluido que de seguro están en mi poesía representadas como formas de desaparición, a través de una imagen insurrecta que se afirma a sí misma, lejos de la seguridad o el embotamiento en lo real o en el discurso histórico de cierta poesía que a mí no me dice nada. Al contrario, en mi poesía el hablante se abstrae de objetualizar lo inmediato, lo habitual, lo familiar, y dirige su atención a la opacidad. Las imágenes en mi poesía se vuelven, pienso yo, cada vez más enigmáticas e insurrectas en el camino que va desde «Extrañeza» a «Zubieta», impenetrables por su «reconocibilidad». De ahí que sugieran la nada, más que la presencia.
Johny Martínez Cano:
Sí, en «Extrañeza» hay una persistencia en señalar esa nada que somos y esto lleva a que las relaciones interpersonales a lo largo del poemario sean siempre conflictivas, casi inexistentes: un simulacro hecho de nada. Parece imposible comunicarse con el otro. En un poema como «Lector», el yo habla de nuestros cuerpos que nunca se comunican. En «Phone call» se dice a quien se interpela: no sé si alguna vez fuimos persona a persona. ¿Cómo se relaciona esta constatación de la incomunicación con el acto de escribir poesía? Lo pregunto porque se trata de un acto que, finalmente, interpela a otro, a un lector.
Rodrigo Arriagada-Zubieta:
Me resultan difíciles las relaciones humanas. Creo que han caído —incluso el amor y la amistad— en una lógica transaccional donde se exigen monedas de cambio que reproducen mecanismos de consumo de la sociedad capitalista. A eso se suman las interferencias de las nuevas tecnologías que falsifican, bajo el modo de la presencia, ausencias absolutamente incontrarrestables que son el sino del sujeto contemporáneo: su liquidez e inestabilidad, la indiscenibilidad de zonas que comparte con el animal y que muy bien expresa Bacon con su poética de lo horrorosamente bello; y su insularidad constitutiva, los espacios públicos en los que ya no se interactúa, donde todos aparecen abstraídos en sus propios intereses, lo que hace que el sujeto recurra a mecanismos de comunicación que paradójicamente evitan el contacto.
De algún modo mi poesía ha sintomatizado todos esos fenómenos y lo que he hecho hasta ahora es una poesía que no tiene significaciones clausurantes, una poesía no «conversacional», como la poesía latinoamericana de después de los sesenta o la de los beat en Estados Unidos, expresiones artísticas que han tenido una pervivencia arrasadora y cuya herencia se observa en los poetas jóvenes y no tan jóvenes de la actualidad. En general, se suele asociar su aparición con las solicitudes de una claridad que tiene que ver con procesos políticos de la época, como un modo de introducir ideas en el poema. Pues bien, como te señalaba, yo practico una poesía que no se parece en nada a la conversacional y que, a diferencia de lo que se puede pensar, sí tiene un correlato político, sin ser política al modo de muchos poetas actuales.
No hay nada más aborrecido por la sociedad burguesa que no poder comprender y yo comienzo mi proyecto con la premisa de que todo es suplantación. Realizo, por tanto, una poesía que se resiste al consumo inmediato. En cierto sentido, mi poesía es una investigación sobre la irrealidad de la realidad, pero no en el modo de la ironía o la clausura de los grandes metarelatos, como ya la practicaron Parra, Beckett, Lihn, Borges o la deconstrucción filosófica. Se trata de una creación esmerada en hacer perder al lector evidencias cognoscitivas a través de disonancias que obligan a la relectura de los poemas.
Una poesía poética —me perdonarás la tautología— que rechaza el reconocimiento fácil, especular, o que niega hacerse eco de consignas políticas o de situarse en la comodidad de la reproducción de los lenguajes de la calle o los tribales, aspecto de gran actualidad en la poesía de mi país. Pienso que el interés que pueda suscitar mi obra se enmarca en esa diferencia radical, en la práctica de una poesía que es hermética, pero, no obstante, produce una comunicación por la vía de la perplejidad ante el objeto que se ausenta, mediante las dislocaciones que busco producir en el lenguaje y en la mente de un potencial lector.
Como verás, no dejo de encarnar una actitud propia del Romanticismo, con su ideal de artista solitario en directa oposición a esos poetas que quieren echarse la historia en sus hombros y pontificar desde lo más alto. Pero un poeta del Romanticismo sin naturaleza. Si hubiera una metáfora espacial para compararme con mis compatriotas, mi lugar no sería ni la altura de Neruda y Zurita, ni la horizontalidad, nivel calle, de Parra y Lihn, ni el retorno al lar de Teillier, ni la visión espacial de Huidobro y Maquieira: soy un poeta de las habitaciones, de los espacios cerrados.
Johny Martínez Cano:
La relación del arte con lo real es particular en los poemas de «Extrañeza». En primera instancia, pareciera haber una separación de ambos: Las películas no son como la vida, dice el primer verso de «El cine y la vida». Pero después, en el mismo poema, pareciera que justamente la vida se explicara solo a partir del lenguaje cinematográfico: el cuarto oscuro de la memoria, el montaje ilusorio, el espectáculo de sí mismo, los actores. Algo similar pasa en un poema muy bello, «Cenicienta, actriz favorita». ¿Cómo concibe usted esa relación problemática entre eso que llamaríamos la vida, lo real, la experiencia, y las distintas formas artísticas? ¿Cómo se comunican? ¿Cómo se responden?
Rodrigo Arriagada-Zubieta:
Comencé a escribir poesía en 1998 en una relación directa con el cine. Crecí y me eduqué en un colegio de corte humanista en mi ciudad, en Viña del Mar. Participé durante mi formación secundaria en un taller de cine arte, donde aprendí a apreciar tempranamente a autores como Lynch, Wenders, Antonioni, Godard, Kieślowski, Polanski y Bergman, por mencionar algunos. Una de las indagaciones del taller, en el que estuve 4 años, consistía en realizar video-poemas. En general, el resto de los estudiantes solían leer en off un poema de un autor canónico y sobreponerlo a imágenes que funcionaban de manera bastante literal. A mí me parecía que eso era algo redundante y no contribuía a construir una conciencia crítica de la imagen. Por lo demás, trabajaban en grupo y a mí siempre me gustó la cosa individual, me interesaba expresar lo que me pasaba a mí y eso, generalmente, es difícil de realizar en instancias compartidas. Por eso no sostengo ni creo en los conglomerados artísticos de orden neovanguardistas que se asemejan más bien a instituciones militantes y militarizadas como las de las primeras vanguardias europeas.
De manera que comencé a construir mis propios textos en solitario y luego a buscar imágenes que hicieran algo de sentido con esos poemas. Pero lo que ocurría era que las imágenes que filmaba y creaba artificialmente tampoco narraban nada. A veces ponía la cámara solo para observar una mutación de un objeto. O recuerdo haber ido a una playa de Viña del Mar en la que instalé una copa a través de la cual observar, del otro lado, Valparaíso de noche. Los efectos eran bellísimos por sí solos. Pero para los que veían esos videos me imagino que era una experiencia desconcertante; es decir, la expectativa de recepción doblemente negada, tanto por la oscuridad del poema, como por la independencia de la imagen. En cierto modo esa vocación cinematográfica ha sido consistente con mis poemas, con la salvedad de que en «Extrañeza» hay contenidos narrativos, es decir, casi siempre los poemas parecen contener una historia. Pero esa historia no es la vida real, es una experiencia mediatizada por una concepción estética o por hitos artísticos que iluminan de mejor modo lo que he querido expresar.
Respecto de los cruces entre artes podría coincidir con lo que Lyotard denomina estética figural. Es decir, una serie de deformaciones que fracturan una figura matriz, que nunca puede ser vista, o un acontecimiento dado y que, pienso yo, tienen que ver con la acumulación de imágenes en el inconsciente. Todo el arte moderno se resolvió como una querella de disgregación o un despliegue de diversos medios de atracción y atrapamiento del receptor, los cuales tienen que ver con la imagen presentada a modo de evocación y no ya como reproducción. Por supuesto que esto se nota mucho mejor en pintura y tiene su comienzo en Manet y se consagra en Goya, en De Chirico y en Magritte. Pero es un recurso que también se da en poesía, sobre todo en el surrealismo, período del arte que me interesa bastante por sus productos, más que por las concepciones de base que lo animan. Sobre todo, rechazo la idea de la escritura automática, pero puedo ver logros notables en Éluard, en Breton y en René Char, por mencionar algunas figuras.
Johny Martínez Cano:
¿De qué manera ser lector, investigador y crítico de la modernidad estética ha influido en sus propias preocupaciones en la poesía? Me refiero a las que le he nombrado: la forma de entender la experiencia, el aislamiento del sujeto y el papel conflictivo del arte en la vida. ¿Hay autores que hayan influido fuertemente en esta visión de la modernidad?
Rodrigo Arriagada-Zubieta:
Creo la formación es importante a la hora de asumir un proyecto poético, pero no garantiza en absoluto la encarnación de dichas lecturas en la praxis escritural. A fin de cuentas, la explicación al porqué ciertas personas sí pueden escribir poesía y otras personas fenomenalmente cultas no permanece en el más atávico de los misterios. Eso sí, un poeta que haya leído un corpus textual meramente nacional o generacional parte en desventaja respecto de otros que asimilen mayor cantidad de lecturas. En ese sentido, más que la actividad de investigador, resulta definitoria la lectura de aquellos poetas que se hicieron preguntas similares y que —salvando las diferencias estructurales— profesaron ideales estéticos afines. En general ha ocurrido que primero escribo y luego encuentro algunas concepciones teóricas o preocupaciones que podrían iluminar mis textos, pero siempre ha sido a posteriori.
Distinto es el caso de la crítica. La reflexión sobre la poesía de otros —y aquí vuelvo al vocablo griego original krinein— me ha permitido criticar, quiero decir, separar lo que es propio de mi trabajo a través de la experiencia directa con otras manifestaciones artísticas ajenas. En ese sentido, y en relación a las referencias al trabajo de otros en mis poemas —las alusiones a Baudelaire, a Lihn, a Pasternak, a Mallarmé y algunos otros pintores, como Hopper, Bacon, o cineastas como Godard y Lynch—, estas representan un grado de identificación en la manera de percibir el mundo y un interés permanente por un tipo de arte que reflexiona sobre sus propios medios de expresión. Este cúmulo de resonancias pueden, ciertamente, complejizar la experiencia de lectura de mi obra. Pero no he querido renunciar a una poesía oscura. Por el contrario, creo en ese viejo recurso ya identificado por los formalistas rusos del extrañamiento de la forma como una posibilidad de restitución de la experiencia. Se trata de un efecto de demorar la percepción para que alguien pueda ver en vez de meramente mirar; saturar la realidad de rareza para que finalmente se vea, parafraseando a Shklovski.
Johny Martínez Cano:
Ahora quisiera hablar de «Hotel Sitges», su segundo poemario. ¿Cómo surge este libro? ¿A qué se debe que, de principio a fin, haya una reflexión constante sobre lo que es la poesía, sobre quién es el poeta y cuál es su función? Esta pregunta por la naturaleza de la poesía se puede ver desde el epígrafe de Pasternak (Poesía, te voy a jurar / y termino, estoy ronco: / tú no eres el habla melosa, / tú eres el estío en tercera clase, / tú eres arrabal, y no estribillo). Y hay una serie de poemas cuyos títulos se refieren a ese extraño ser, que es el poeta, y a su oficio: «Studium (el poeta es el detalle)», «Taxi Driver (el poeta no conduce a ningún lado)», «Urinario (hizo sombra al nombre del poema)», «Desencanto (punto final para la poesía)».
Rodrigo Arriagada-Zubieta:
«Hotel Sitges» fue escrito durante tres meses, en estado de insomnio, durante una estadía en Barcelona. Primero en el Barrio Gótico, de donde huí no sin desesperación, y luego en la comarca-playa de Sitges que da nombre al poemario. Frente a la amplitud temporal de «Extrañeza», me propuse escribir un poemario que expresara las imágenes que captaba durante el viaje; algo que en general se ha hecho poco en la poesía latinoamericana y se asocia mucho más a la narrativa y a la crónica modernista, como géneros. Pienso en Gómez Carrillo, en Casal, en Nervo y Ambrogi, para luego saltarnos a los libros de viaje de Lihn, Cardenal, Eugenio Florit y Dionisio Cañas, particularmente en Nueva York.
Sin embargo, en medio del silencio y el estrés de no poder dormir, comencé a escribir forzosamente, sin temática alguna, y el poemario acabó convertido en lo que es, una especie de crónica del no-viaje en donde se tematiza la necesidad de que la palabra rompa su silencio. De ahí la filiación con una serie de poetas, como Pasternak, que de algún modo se sumergieron en las oscuridades del oficio y que dieron cuenta del desacomodo del poeta en la sociedad actual. El resultado del poemario parece ser el de haber sido escrito a la espera de un lector que no existe en la actualidad, por su hermetismo, y por el planteamiento de una poesía sin héroes ni parcelas, una especie de poema socialista, como bien notó Juan Arabia al criticar el libro para un medio norteamericano.
La poesía actual sufre de un problema transaccional, no por haber ingresado en la lógica mercantil del alto capitalismo, sino por fatalidad, por su presencia como excedente del sistema. Pienso en algún libro de Octavio Paz —disculpa la laguna bibliográfica— en donde, comentando la obra de Rimbaud, señala que gracias a su gesto de despreciar la alquimia del verbo aquello decanta en una apuesta por la acción en la que, finalmente, fracasa. Siendo así, en la modernidad quedaron abiertos dos caminos: la acción, la industria y la revolución o escribir ese poema final que sea también el fin de la poesía. De esa escisión nacieron la poesía comprometida y la poesía sobre la poesía, es decir, la poesía comprometida (adaptada a las exigencias de un momento histórico y una ideología política) y la metapoesía, que, yo diría desautorizando a Paz, se practica desde mucho antes. Pensemos simplemente en los trovadores medievales y su alta conciencia del oficio.
Pero volviendo a Paz, creo que da en un punto clave: la poesía moderna es poesía de la poesía. En mi obra eso está desde el comienzo en gestos escriturales que se realizan precisamente en «Extrañeza»: se escribe sobre lo que se escribe y también sobre lo que se podría escribir, a través de desdoblamientos del hablante poético. Aquello se profundiza en «Hotel Sitges», texto que, como bien has visto, es mucho más metapoético y posee versos y títulos de poemas muy alusivos a lo que trato de decir: «Desen-canto», «Epílogo al siglo XX», «No alcanzó a escribir este poema», etc. Sin embargo, y asumiendo mi adscripción a esa modernidad de la poesía sobre la poesía, creo que yo practico una tercera vía. Y aquí me interesa hacer una distinción crucial para mi proyecto poético.
No son lo mismo la poesía comprometida y el compromiso poético. No creo en la revolución colectiva, pero sí en la revolución del espíritu crítico que no rehúye siquiera de la crítica de uno mismo. Ese es mi compromiso. Por ahora, esa tarea, profundamente solitaria e incapaz de disolverse en el colectivo histórico, puede sonar incomprensible, pero me parece que en mí funciona como una crítica del capitalismo. Se trata de una poesía que, al no poder mirar al pasado ni al futuro (la Historia), al no poder fundirse en el silencio del misticismo (la trascendencia), como en el Medioevo, se afirma en la imagen, pero en una imagen que ya no tiene el valor de símbolo de otra cosa y que existe a la ofensiva, esto es, una imagen que se resiste a ser inteligible.
Vuelvo entonces a lo que tú reconoces como fantasmas en mi poesía. La noción de fantasma puede relacionarse con la crítica de Platón a la poesía y la causa por la cual expulsa a los poetas de la República. Son imágenes que no tienen valor de verdad. Son imágenes sin mundo o a la espera de que ese mundo surja en medio de los signos de debilitamiento del actual. Por eso en algunos poemas de «Hotel Sitges» se apela a la lectura diferida de un lector del futuro, como en el caso del poema «Studium», en donde ese receptor potencial se encuentra con el libro de un modo azaroso. Yo diría que muchas de las imágenes del libro son imágenes sin mundo o a la espera de un nuevo ser humano que ha postergado la lectura, particularmente la de poesía.
Johny Martínez Cano:
La presencia de Edward Hopper es explícita en su poesía. El pintor está en las portadas de ambos libros. Está en el poema «Excursión a la filosofía», de «Extrañeza», que es sobre el cuadro homónimo de Hopper. Y en «Hotel Sitges» está en dos poemas, «Hopper, Morning Sun, 1952» y «Hopper, Soir Bleu, 1914: antes de subir al barco», el poema más extenso de este libro y el que es, a mi parecer, el más bello de todos. ¿Qué encuentra en Hopper que le llame tanto la atención?
Rodrigo Arriagada-Zubieta:
Hopper es un artista que siempre me ha fascinado. Pero su aparición como correlato de mis poemas surge en la etapa de escritura final de «Extrañeza», para luego ser interiorizado de mejor manera en «Hotel Sitges», de modo más consciente. Pienso que Hopper realiza una exploración del letargo y de la soledad a través de un medio bastante específico como es la luz, el color. En sus cuadros no es lo narrado —es decir, la trama de la escena— lo que provoca la sensación de soledad, sino que es la filtración de la luz. Una soledad que no deja de ser iluminada mediante una irradiación silenciosa. Me pareció que había una similitud entre esa sensación y algunos de mis poemas que tienen en general un corte narrativo, sobre todo los de «Extrañeza», acerca del final de las relaciones amorosas.
La fascinación de Hopper es tan insistente que nos obliga a pensar esas ausencias humanas como presencias. Todas esas personas de pie, sentadas, inmóviles —que, yo diría, miran a cualquier parte— están reducidas a caracteres generales. Es decir, son personas sin nombre, son todos o ninguno. Me interesa particularmente la capacidad de aislar un momento que puede volverse variante de sí mismo cuando lo observa el espectador. Hopper deja fuera del cuadro partes del cuerpo humano y eso ya implica una interiorización de la experiencia, que es lo que me atrae a mí del arte, no la mera reproducción de una totalidad, ni de un retrato. No son los seres que viven los que están ahí representados, como tampoco en mis poemas, sino la amarga prueba del aislamiento propio a través de un sistema de signos.
Johny Martínez Cano:
Hablando de aislamientos y de la interiorización de la experiencia, en varios poemas de «Hotel Sitges» quien habla se reconoce como un chileno al otro lado del océano, en Sitges, esa provincia de Cataluña. Pero en «No tan horroroso Chile» ese yo se sabe «insensible al abismo de estar del otro lado». Pareciera que, a pesar de saberse en otro lado, la certeza de la nada que está en todas las cosas sumergiera al hablante en la inmutabilidad. Y, sin embargo, los poemas se refieren a una división entre el allá, de Chile, y el acá, de España. Por eso quiero preguntar: ¿cómo fue construir esta experiencia de desplazamiento espacial en su poesía?
Rodrigo Arriagada-Zubieta:
El desplazamiento que tú observas no es más que la constatación de que no importa dónde esté, porque siempre permanezco aislado en mis obsesiones personales, sin lugar para la ansiada novedad, como dice el poema «Ferroviaria» de «Hotel Sitges». Quizás lo que hice, no muy conscientemente, fue rebatir esa idea del meteco latinoamericano tan propia de los cronistas modernistas: de Darío, de Huidobro, de Lihn y de Cortázar. Ese galicismo y europeísmo mental que impregna toda la literatura hispanoamericana. Incluso Sarduy trabajó codo a codo con Barthes en Tel Quel. Esta idea implica ver en Europa una especie de superioridad cultural a la espera de encontrar la esencia de la identidad latinoamericana.
A mí, en definitiva, me parece que la identidad latinoamericana no es una esencia o sustancia, sino un evento de apropiación creativa permanente que sostenemos, en las artes, con Europa y Estados Unidos. Y eso en ningún caso nos pone en una relación de inferioridad respecto a otros países, en materia poética, porque en muchos momentos nuestros artistas se han puesto por encima de sus pares del «primer mundo». Simplemente pensemos en momentos concretos: la poesía de Darío, de Neruda, de Vallejo, la narrativa, la poesía y los ensayos de Borges, la novela de García Márquez, el interés de los beat por Parra y la avasalladora atención por la obra de Bolaño, la más leída actualmente en España.
Johny Martínez Cano:
Por último, quisiera hablar de su tercer poemario, «Zubieta», que se publicó hace poco. He leído algunos de sus poemas y lo que primero que me llama la atención es la persistencia, en varios de ellos, de un nosotros, algo que no era muy común en los dos libros anteriores. Y sospecho que tiene que ver con que los poemas hablan de una experiencia común, una contemporaneidad en crisis, que nos encierra a todos, y un Santiago de Chile moderno, que también implica una colectividad. Estos versos de «Formas de desaparición» me sorprendieron mucho: El tiempo está ideal para desaparecer / —a quién le importa— / si desde 1973 alguien habla por todos. Se alude directamente a la dictadura en algunos poemas. Siento que este libro señala más directamente la experiencia concreta. El primer poema nombra la Gran Torre Santiago, su título es «Costanera Tower». E incluso el título del poemario señala un nombre propio. ¿Qué proceso llevó a la escritura de este tercer poemario?
Rodrigo Arriagada-Zubieta:
Creo que la lectura es acertada, si entendemos por concreto el guiño referencial que se realiza en esos pasajes que señalas, como un modo de situar el texto y posibilitar una efectiva experiencia de lo «real» en el lector. Eso es lo que en Chile ha prevalecido desde la antipoesía, como una negación de la poesía pura de corte surrealista, que flotaba en el mero lenguaje. Es decir que paulatinamente se produjo en mi país la incorporación del extratexto como un modo de que el receptor reconociera los presupuestos culturales sobre los que el poema descansa. Ese proceso también se dio en toda Hispanoamérica por la búsqueda de una teleología que nos hiciera comprender nuestra esencia, por oposición al mundo occidental o europeo. Lo anterior derivó en un auge del ensayo y de la prosa en los años sesenta, dos modalidades literarias que permiten expresar con mayor claridad contenidos o ideas.
Sin embargo, me parece que en «Zubieta» esa incorporación del extratexto es engañosa, tiene sus limitaciones, y lo que vemos es una ciudad completamente mental que tiene que ver con cierta enajenación en la que se abisma el hablante, que abate al lector a través de un despliegue torrencial de imágenes de corte surrealista. No es raro entonces que al hablar de «Plaza de Armas» se refiera al barrio de los marineros, aunque en Santiago no hay mar. Este es un pequeño ejemplo para explicar que lo que comienza como una épica, como una especie de «Canto General», con signos de reconocimiento objetivo, termina en los últimos poemas como una exacerbación donde el poeta se reconoce como mero poeta y no como ciudadano.
El punto de vista del habla es móvil: oscila entre un nosotros, una apelación al pueblo de Chile, referencias a la segunda persona y poemas escritos en primera. Probablemente ese procedimiento nace con la observación de la disolución de los ideales colectivos y con la reafirmación del individualismo como moneda de cambio. En ello radica la crítica al capitalismo, signado en 1973 de manera más bien arbitraria, porque sus prácticas han existido en Chile desde mucho antes. El texto anima, en todo momento, a la acción de un pueblo «desaparecido» y creo que a la luz de lo ocurrido el 18 de octubre, el despertar chileno, este libro, concluido en junio de 2019, puede tener un carácter anticipatorio que no hace más que confirmar mi confianza en la poesía como herramienta cognoscitiva de lo real. Es decir que lo que me motivó a escribir durante todo ese tiempo, desde mi regreso a Chile desde Barcelona, fue la percepción de una energía permanente, de un estado de disolución que yo reconocía primeramente en la configuración espacial de la ciudad, ferozmente claustrofóbica.
En «Zubieta» hay una remisión permanente a los edificios, a los balcones, a los símbolos de poder en altura, y a los antros nocturnos como símbolos de dilución moral, a todo aquello que, dice el hablante, se va a quemar. Creo que «Zubieta» sintetiza los elementos esenciales de mi búsqueda poética y rompe, de algún modo, con mi anterior adhesión a ciertas lecturas de formación, con Lihn particularmente, para no contaminarme con su influencia. Se trató, de algún modo, de matar al padre literario. Por eso dejé solo y simbólicamente mi apellido materno, apellido por el cual mucha gente me ha llamado durante mi vida. Es un texto reafirmatorio que clausura una etapa en mi escritura, de ahí el gesto de utilizar mi apellido como título: es un fin y un comienzo sustentado en la construcción de la subjetividad a través de la poesía misma y acaso una desaparición de la persona privada o biográfica, paradójicamente.
III
De los espacios hechos de nada a la inmensa Costanera Tower de Santiago, es decir, de «Extrañeza» a «Zubieta», lo que persiste en la poesía de Rodrigo Arriagada es la constatación de la irrealidad de lo real, el hermetismo contra el sentido burgués, el aislamiento del sujeto, la fantasmagoría de la experiencia. En la extrañeza de sus versos está el pálpito de la vida moderna. Es un poeta contemporáneo. Sus composiciones responden a esa tradición de la poesía que se erigió sobre la negación y la crítica del presente y de lo real (como si el sentido de aquello fuera dado de antemano por alguien). Pero esa negación y esa crítica también erigen las revueltas, cimentan movimientos, como el despertar chileno, y son formas de conocimiento del mundo. Eso comparten la poesía y la revolución: la negación y la crítica del presente, la aspiración de un nuevo mundo, de un nuevo inicio, como aquel que busca feroz la poesía de Zubieta.