Foto: detalle de La reproducción prohibida (Retrato de Edward James, 1937). René Magritte.
Les presentamos una reseña sobre el poemario Doppelgänger (Ediciones de la Casa, Casa del Escritor Museo Salarrué, San Salvador, 2018 ) del poeta salvadoreño Jorge López.
Por: Fabio Castillo*
En algún momento, Borges nos habló y enseñó sobre el juego de los espejos, del reflejo, de duplicarse, de encontrarse consigo mismo y emprender ―desde un punto de partida que será también estadio primigenio― un viaje de constante ida y vuelta. La necesidad de ver reflejado en otras instancias lo que se asemeje a nuestra realidad, o que por lo menos, nos permita identificarnos con nuestra realidad alterna. Esa que se mueve como sombra, como fantasma y que se oculta detrás de nuestros miedos, o de todo estado que altere ―o atente― el orden normal de las cosas.
El poeta Jorge López (Santa Ana, El Salvador) nos invita a un espacio dual que se niega a sí mismo pero que no se desprende de lo esencial, de las emociones arraigadas que se mantienen a lo largo de una línea temática que se va dibujando de a poco en un poemario que se reinventa porque la carga de estas emociones es fuerte y suele ser pesada. Es por eso que el poeta utiliza ―y multiplica― los recursos para mantener ese estado poético en su forma más concreta. Vemos cómo la figura del infante camina a lo largo de estas sendas poéticas como una imagen que puede reprochar o simplemente enseñarnos cómo llegar al encuentro consigo mismo. La muerte, el desarraigo, la nostalgia, son también espectros que visitan las líneas de López y que proponen ―desde varios puntos― el dolor que, como forma condensada de vida, se puede traducir, sin problema alguno en un estamento amoroso y esperanzador.
Jugar con estos espacios no es empresa fácil, y es el cuidado de la palabra lo que permite que la realidad planteada no se deforme ni se desvíe. El poeta hace un viaje muy interno, que se torna denso, desesperado por encontrar respuesta y voz en el perímetro de sus sentimientos, y este fragmento del poema Historia de una espantapájaros nos lo describe:
De mis ojos cuelga un grito
una lágrima.
La lágrima
cae al suelo
y el eco no encuentra oído.
No hay nadie que advierta
que entienda el idioma mudo
que estalla en mis adentros.
Puede ser una implosión, pero mencionamos la capacidad de duplicidad que nos propone el poeta y a lo mejor nos encontramos con una realidad que se desdobla para ser más entendible, más llevadera, menos mortal. Hemos hablado de viajes, y los pájaros se encargarán de hacerlos en momentos justos de la obra del poeta. Figuras que pueden ser como niños, simples recuerdos o una premonición de lo que la poesía nos ofrece en cada paso hacia ese interior. Existe una necesidad ―que en momentos se observa como imperiosa― del desprendimiento. Un cuerpo, un recuerdo, una caricia, una sensación que se extrapola para poder definir un sentimiento que se debate entre el ser y el no estar.
Son las manos, los espejos y lo que se ve al otro lado del mismo lo que ayuda a configurar ese sentimiento prolongado que el poeta ofrece y manifiesta. Es un rostro que encontramos a lo largo de la obra, que se mira a sí mismo y al ser querido. A veces con desdén, otras tantas con arrepentimiento. En fin, toda una experiencia escatológica porque el poeta no deja de pensar el final del túnel que promete la redención o la condena.
Hice mal la oración de los astros.
Invoqué a los pájaros adentro de mi niebla
e intenté cambiar sus nombres
por otros
más hermosos que el de los cometas.
En el poema Redención (fragmento que se ofrece), el poeta resume toda esta experiencia en una suerte de ritual, donde la identidad ―que decimos de nuevo, se puede duplicar― juega un papel fundamental, no para saber nombrar los días de lluvia o el vuelo que se dibuja en las alas de los más pequeños sino para plantear la posibilidad de reunir a un nuevo conjunto de nombres que puedan devolver la belleza que se pierde por ratos, que se niega, que se rebela, pero que siempre vuelve. Algunas veces maltrecha, pero vuelve. El abismo es un elemento que también se dibuja y el poeta sabe identificarlo como el final de un camino que se asoma a un estado profundo, nada amigable. Sí, podemos leer un panorama un tanto sombrío de constante lucha, pero el poeta no se olvida de la posibilidad redentora de un beso, de recobrar el hálito de vida que le queda a la habitación, de ser una vez más, ave transitoria. El poema Elegía infinita nos habla un poco de esto:
Dame un beso, muñeca, ahora que bulle suspiros
de los más sublimes de mis incendios
mientras tu aliento se diluye a torrentes como la luz
en el ojo de un muerto.
El poeta sella su propuesta con el poema Intento fallido de olvidar las heridas, donde nos plantea una mirada que ya se repitió en ocasiones distintas, pero dijimos que este es un viaje de constante ida y vuelta, y es ese espacio que vuelve y se repite lo que no deja de plantear una lucha que se extiende más allá del poema, de todas las posibilidades. De la vida misma.
Los rostros se iluminan con nombres parecidos a la muerte.
Los rostros danzan.
Los rostros mascullan álgidas canciones desde el ojo en que el sueño
deja sus heridas.
El poeta ―en ese preciso instante― se encuentra solo y sabe de la importancia de reponerse a los desaciertos de una caricia, de un poema roto, de una canción de cuna en una funeraria. El amor como esa entidad múltiple pero indivisible, única pero prescindible, dicotómica pero fragmentada, es lo que también aparece en un libro denso, donde la palabra se encargó de darle el cuerpo de algo o alguien y la voz de muchos. Una voz ―duplicada o no― que se planta a través del poeta López como una palabra tallada con la paciencia de los que esperan la resurrección.
* Fabio Castillo (Comayagua, Honduras). Poeta, cuentista, promotor y gestor cultural.