Imagen: Cristo a la columna. Museo Amparo. Intervención: Daniela Gaviria.
Nos alegra presentarles en Pasión, nuestra edición de abril de 2020, un cuento de José David Castilla Parra* donde el amor, la muerte y el crimen comparten, para efectuarse, el mismo desenfreno, la misma impiedad y la misma pasión.
Al salir de casa no se le pasó por la cabeza que ese sería su último día con ella. Antes de cerrar la puerta, palpó su chaqueta para revisar si tenía las llaves y se tocó el bolsillo del pantalón para sentir la billetera. Miró la casa con cierto halo de fastidio. Le parecía que todo estaba fuera de lugar: los orines del perro empapando las esquinas, la ropa tirada en el comedor y restos de comida abandonados a su suerte en platos sucios. Se fue, pero con él se quedó la sensación de haber dejado algo incompleto.
Llegó a su cita una hora antes de lo pactado, por eso buscó un café baratero y se puso a ver la televisión un rato. Pidió un pandebono y un tinto. Aunque no tenía mucho apetito, se empujó la comida y se la tragó gracias a los sorbos del café.
Según lo acordado, debía esperar una camioneta blanca que iba a parquear frente a una de las droguerías más viejas del barrio. No podía ser muy vistoso mientras aguardaba y, ante todo, tendría que mantener el camuflaje que llevaba cargando desde hace un par de meses. Las manos le sudaban y no podía controlar un tic en el ojo izquierdo que, hasta ese día, desconocía por completo. Terminó de tragar mientras la rockola del lugar tocaba esa canción de Vicente Fernández sobre matar a las mujeres con ternura.
Fue al baño y se restregó el rostro con mucha fuerza, casi con rabia, como queriendo ser otro ser humano. Hace poco había cambiado de peinado, estaba seguro de que a ella no le iba a gustar. Tenía la barba de tres semanas que le daba ese toque patético de lampiño resentido. Respiró y abrió su celular para monitorear la aplicación de control de estrés. Los ojos le ardían por el sueño y llevaba un par de noches sin dormir bien. Se untó los dedos con un poco de agua y se los pasó por los párpados. Soltó un suspiro y salió; faltaban quince minutos para volverla a ver. Pagó y se fue sin recoger las vueltas, aunque le hacían falta.
***
—¡Muévase, imbécil!— gritó por la ventana del carro mientras sacaba la pistola. Su compañero estaba desangrándose en la parte de atrás. El hedor de la sangre coagulada, exacerbado por el calor de ese pueblo, ya le estaba dando ganas de vomitar. Atrás, los policías pasaban por encima de todo lo que respirara. La sirena de la patrulla se sincronizó con los latidos de su corazón y empezó a sentir un cosquilleo que se apoderó de su cara y sus manos. Vomitó mientras manejaba a toda velocidad.
Los quejidos de su amigo cada vez eran más débiles. Se estaba poniendo tan pálido que los labios cogieron el color de la remolacha. Uno de los policías disparó contra las llantas del Clío en el que huían, con tan mala suerte para la ley que la bala rebotó en el asfalto y rompió el vidrio de una casa.
Necesitaba una distracción, no quería dejar a su compañero atrás, pero la sangre ya le estaba untando los zapatos. Con todo el remordimiento que pueda tener un hombre cuando deja a uno de sus amigos tirado, abrió la puerta de atrás con el control remoto, cogió una curva de forma brusca y dejó caer el cuerpo desangrado. Lo había conseguido: la patrulla se detuvo de forma tan abrupta que casi termina estampada contra un poste.
Todo se había ido a la mierda, pero no abandonaría este mundo sin dar pelea. Cruzó por la última calle del pueblo y aprovechó las curvas infernales de la carretera para desaparecer del rastro policial. A medida que pasaba el camino, crecía su certidumbre sobre los tiempos de paranoia que llegarían y de los que no podría escapar tan fácilmente.
Después de andar por un par de horas en una trocha, se detuvo en el filo de un abismo y dejó que el Clío se fuera colina abajo. Se metió a un caserío donde tenían un billar de mesas podridas que servía de droguería, bar y miscelánea. Pidió que le vendieran un minuto a celular y la llamó. En el compás formado por los sonidos de espera de la llamada intentó ordenar una excusa para explicarle que su amigo murió, pero que todo salió conforme al plan.
***
—¿Qué mierda te hiciste en la cabeza?
—¿No te gusta?
—No, me encanta. Claro, si tuvieras quince años estaría perfecto.
—¡Uy! pero no te pongas pesada. Llegaste con las botas puestas.
—¿Y qué? ¿El peinado es para disimular las pelotas que no tienes?
—Bájale…
—No me jodas.
—¿Qué vamos a hacer?
—Pregúntate qué harás tú.
—No me vas a dejar morir…
—Tú eres experto en eso.
—Déjate de estupideces, la cosa se salió de control. ¿Qué se supone que iba a hacer? Al menos me pude volar.
—Pero no hiciste gran cosa.
—El director está muerto, como habíamos cuadrado.
—Y a ti te están buscando en medio país. A caso crees que con una puta cresta y una cédula falsa que compraste en la 53 vas a vivir tranquilo caminando por ahí, con tu cara de pendejo.
—No sé qué hacer. Al menos tenemos la plata mi amor, podemos ver a donde ir… tal vez a esa casa de tus viejos en Panamá…
—¡No me vuelvas a decir así! Olvídate de mí y bórrate esos planes de la cabeza. Entre menos vínculos existan entre nosotros será mejor. O es que quieres que lleve mi vida al mismo caño en el que se está hundiendo la tuya. Deja que al menos uno de los dos se salve, ¿o tan pobre es el amor que dices sentir por mí?
—No me manipules de esa forma. No seas tan hijueputa.
—¡Ja! ¿Hijueputa yo? Tú te inventas todo este estúpido plan y me metes en un lío tremendo, quieres que me pudra contigo en una cárcel. Vives en una telenovela barata con un amor de tres pesos. Piensa, por favor, piensa. Es mejor que podamos estar separados, pero a salvo, que someternos los dos a una tortura como la que nos espera. Dos no pueden esconderse tan fácilmente.
—Pero… pero… todo lo hice por ti.
—Y ahora estás muerto en vida. Yo no te mandé a que hicieras esa mierda. Deja de intentar hacerme sentir culpable por las cosas que tú decidiste hacer.
—Habías prometido otra cosa. Tú fuiste la única que ganó, no es justo que yo…
—Lo sé, con esto íbamos a ganar todos. Ahora me tocará a mí asumir sola todo este embrollo ¿Crees que para mí es muy fácil? Ya nunca podremos estar juntos. El amor no será lo mismo… Yo no quería esto. Te pude prometer el cielo, la realidad nos trajo el infierno.
—¿Nunca nos volveremos a ver?
—Si te cogen te visitaré cada vez que pueda… Es jodiendo, no me pongas esa cara.
—¿Y mi casa, nuestras cosas, el perro? ¿no te lo vas a llevar?
—Todo hay que dejarlo atrás.
— …tengo mucho miedo, Claudia.
Se quedó sin reacción, sumergido en un llanto silencioso mientras las lágrimas le empapaban las mejillas. Era como un bebé que se da por enterado que está perdido en medio de la nada.
Claudia lo dejó en un callejón que apestaba a orines. Antes de irse lo miró a los ojos y le dio un par de palmadas en la espalda. Siguió su camino en la camioneta blanca mientras se ahogaba con la bocanada de un cigarrillo. No sabía si eso era lo mejor, pero la desgracia había llegado para hundirlos a los dos. Al menos, por el respeto a esta estúpida situación, tomaría la dirección de la compañía y seguiría adelante con la última fase del plan. Miles de millones por una vida llena de ausencias, era la menor porción de desgracia que pudo conseguir. Se echó a reír con carcajadas contenidas. En su cara se marcaba una mueca de horror: nunca se imaginó que sería la persona que ahora conduce ese carro lujoso, completamente sola y que huye de sí misma.
***
Las cosas de los dos estaban en el apartamento y tendría unas pocas horas antes de que la policía llegara a fisgonear el lugar. Todo pasaba infernalmente lento frente a sus ojos. Nunca se había sentido así y no sabía qué hacer ni a dónde ir- Ella lo había dejado solo.
Después de pensar un poco concluyó que lo habían usado. Ella nunca se había quedado una noche entera, nunca traía el mismo carro que llevaba a la oficina. Solamente iba y culeaban cuando ella mandaba. Él le prometía una vida distinta y ella le hablaba de sus frustraciones en esa empresa de mierda. Ella lo indujo a planear ese atentado. Sus palabras y la forma en la que caminaba desnuda en medio del apartamento, mirándolo a los ojos, desarmándolo ante la razón. Esa fue su guía a la locura.
Pensó en su cinismo y se llenó de rabia. Apretó su revólver y empezó a acariciarlo con fuerza, a él volvió el impulso homicida que lo poseyó cuando mató al hijo de puta que no la dejaba progresar. La ira empezó a obnubilarle los pensamientos y al llegar a su apartamento cogió la puerta a puños. El perro empezó a ladrar con desespero.
A cada segundo su mente le jugaba en contra y escuchaba botas policiales en el pasillo o patrulleros en las calles. Tenía que huir pronto. Imaginó que los agentes estaban detrás de las puertas de sus vecinos esperándolo a que entrara. A la mayor brevedad hizo una lista de cosas que debía empacar para sobrevivir un par de meses más.
El perro no dejaba de ladrar. Los quejidos retumbaban por todo el apartamento. El animal le destruía cada intento de calma con ese “guau, guau”; el mensaje encriptado del cariño reprimido con el estrés de estar abandonado durante todo un día. Lo miró y por poco lo mata a golpes con la empuñadura de la pistola. Como pudo y pese a los quejidos desesperados del perro, apeñuscó la ropa en una maleta que tenía inutilizada debajo de la cama. Recogió unos billetes en la mesa de noche y dejó el celular que utilizó durante la mitad de su vida adulta. No era un tipo de cambios muy bruscos, y para colmo tenía que alistar un trasteo en medio del pánico.
Pese a sus deseos volvió a pensar en ella. La dicha regresó a él cuando la imaginó riendo, pasándola del carajo en una oficina nueva y llevando la ropa más elegante de la ciudad. Por eso no podía darle el lujo de matarse o de que se lo llevara la policía. Debía dejar en el ambiente un hilito de paranoia para que la persiguiera de por vida y le arruinara cada goce y cada risa.
Al tiempo en el que meditaba sobre un lugar al cual ir, miró al perro que habían ido a comprar hace un año. El animal ladraba, aullaba, rascaba las paredes y se detenía cada diez segundos para arrancarse un pedazo del rabo. No sabía cómo había sobrevivido estos dos meses. Le costaba imaginar a Claudia llegando todos los días para cambiarle el agua y la comida, pero estaba seguro de que ella no era así. Por ahí dicen las malas lenguas que los canes son la cuota inicial de un hijo. Una familia… nunca se había detenido a pensar en ello, pero sabía que cualquier posibilidad de esos planes se desparramaron en medio de la nada.
El perro seguía intranquilo, movía la cabeza de un lado al otro, pero no suplicaba. Los dos estaban seguros que se acercaba el momento de la despedida. Algo se tenía que dejar atrás. En esa noche, mientras los vecinos dormían, sonaron dos tiros. Después de eso, un perro dejó de ladrar y un hombre se fue deambulando con su maleta vieja hasta llegar a la terminal de transportes.
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* José David Castilla Parra (Cúcuta, Colombia, 1993). Periodista, abogado y cuentista. Ha trabajado para periódicos colombianos y ha publicado relatos de ficción en las revistas Marabunta, El Coloquio de los Perros, Milinviernos, entre otras.