Cuerpo y territorio

En El territorio del cuerpo, nuestra edición de mayo, un relato de Juan Camilo Betancur Jaramillo que reflexiona sobre el modo en que cuerpo y territorio están ligados.

Fotografía: Elizabeth Guarin Quiroz 

 

 

Al bajar del Land Rover, llegamos a la entrada de la casa de Emma. Las primeras en salir a saludar fueron las dos perras con las que vive: Manchas y Pecas. Contoneándose de un lado para otro y agitando su cola se abalanzaron contra nosotras hundiéndonos entre una multitud de patas, pelos, orejas y resoplidos. Más allá de este recordatorio de que la vida es movimiento están Emma y su esposo; nos miran con una expresión afable.

Lo primero que escuchamos de parte suya, además del saludo, fue un ofrecimiento de
comida. Había preparado la cena con anticipación a nuestra llegada. Mientras descargábamos nuestras cosas y las poníamos en una habitación de la casa, ante nosotras, momentos después, pondría en la mesa varios platos con fríjoles, arroz, ensalada y pescados que había sacado de su lago. Los pescados eran cachamas plateadas que, según ella, pesaban alrededor de un kilo; a cada una —Cristina, Lucero y yo— nos
correspondía media.

Antes de cenar caminé por los alrededores de la casa mientras escuchaba los sonidos de la finca. En las lomas del cafetal podía escuchar el canto de grillos y gallinaciegas, aves que se pueden ver en las noches en medio de las carreteras rurales, por lo que también se conocen como guardacaminos. Miro las hojas de los naranjos, algunas matas de plátano y pienso, con preocupación, que Emma aún no sabe que soy vegetariana. La conozco desde que visité por primera vez La Celia, un pueblo que se esconde entre las
montañas de los Andes occidentales. Eso fue hace más de un año. En ningún momento
habíamos comido juntos, por lo que en nuestras conversaciones no había surgido el tema
del consumo de animales. Hoy, por primera vez, me quedo en su casa; por primera vez me invita a comer y, aunque no esperaba —ni deseaba— comer pescado, tampoco me sentía totalmente cómodo con la idea de rechazarlo.

En el comedor, lugar donde estuvimos desde la cena hasta el momento de dormir, conversamos sobre nosotros, las relaciones humanas, su experiencia como mujer rural y
sobre lo que significan la feminidad y la masculinidad. Respecto a esto último, Emma
considera que las mujeres no deberían intentar emular a los hombres, sino que, por el
contrario, deberían conservar su feminidad. ¿Qué es la feminidad?, le preguntamos. «Es
delicadeza, belleza, suavidad; no tosquedad. Se concreta en las maneras de vestir, de
sentarse, de hablar y de interactuar».

Pienso en ella y en cómo su contexto hace de la feminidad un campo en tensión. Mientras asocia la feminidad con lo delicado, no niega que sea afín con la fuerza ni con actividades físicamente demandantes como castrar cerdos, mover cosas pesadas, andar en cuatrimoto por las agrestes carreteras del municipio u otras labores que la ruralidad —o, por lo menos esta ruralidad— demanda. Entre la negación de un ethos de tosquedad y los trabajos de la finca, lo femenino se resignifica en diálogo con una territorialidad particular.

Hace unos minutos dijo algo que da vueltas por mi cabeza. «Para ser bien visto en la
ruralidad, para ser alguien confiable, a menudo es necesario demostrar fuerza, verraquera, habilidad para hacer trabajos pesados». También reflexionó alrededor de
cómo su hija, Victoria, ha podido ejercer su profesión en este ámbito, pues se muestra
como una persona fuerte y apta para las labores que el campo demanda.

Si bien hasta este momento había meditado varias veces en torno a mi vegetarianismo y
cómo el trabajo de campo puede entrar en conflicto con esta postura, esta situación revela algo nuevo. Algunas dificultades para ser vegetariana eran evidentes, pues el consumo de vegetales es nulo frente a las grandes cantidades de animales que, de una manera u otra, terminan por servirse en los platos. En los restaurantes del pueblo casi todo se prepara con carne. Y, pensándolo bien, que los cultivos principales del pueblo sean café y plátano, mientras que las hortalizas sean una fracción ínfima de lo que se cultiva, dice mucho de lo que eventualmente se pone sobre la mesa. Desde que me di cuenta de esto en las primeras visitas pensé que, por lo menos aquí, me vería forzada a comer carne en algunos momentos, aunque fuera vegetariana desde hace 8 años y además de asco me diera indigestión.

Mientras digiero la conversación sobre la feminidad y la masculinidad, pienso en el rol de la carne en las sociedades. Me pregunto qué papel cumple la carne y cómo se imbrica su consumo con las dinámicas de género en el municipio. En su libro, «La política sexual de la carne», Carol J. Adams[1] estudia esta relación en sociedades occidentales, particularmente norteamericanas y europeas; en sus páginas, Carol advierte cómo el consumo de carne suele ser asociado con la fuerza física y la virilidad —masculinidad—.

Las fincas, como mencioné antes, exigen trabajo arduo. Basta pensar en el sonido metálico del azadón labrando la tierra o en el crujir de los sacos de café cuando, uno sobre otro, caen en la parte trasera de un Jeep hasta desbordarlo. También podemos imaginar las tensiones que ejerce el cuerpo de un recolector para llenar de café sus canastas sin caer rodando montaña abajo. Todo este esfuerzo físico, muscular, debe sustentarse en algo, aunque ese algo sea el músculo de otro animal.

«Los hombres deben ser fuertes, por tanto, deben comer carne», dicta la política sexual de la carne; mandato que, además, evoca cierto pensamiento supersticioso: comerse un
animal fuerte, como las vacas, transferirá su fuerza a quien lo coma. ¿Será que aquí, en una geografía y temporalidad distinta a la de publicación del libro, la carne opera de manera similar? ¿en qué medida mi vegetarianismo, al momento de ser revelado, afectaría mi relación con Emma y las demás personas que conozca aquí? ¿qué pasaría si un día respondiera «no, gracias, yo no como carne» mientras me extienden un plato de comida?

Lo único que tengo claro es que cuerpo y territorio están ligados. El territorio existe porque lo habitan cuerpos y hay cuerpos en la medida en que hay territorios; no es posible concebirlos como entidades autónomas, pues son espacios vivos. Ambos evidencian la huella de quienes los habitan. Estar en un territorio es compartir un lugar configurado, en parte, por una multiplicidad de cuerpos: sus prácticas le dan forma, condicionan lo que en él sucede, lo hacen más propenso a unas cosas que a otras. Ser cuerpo y habitar un territorio es descubrir la interexistencia.

[1] Adams, Carol. J. (2010) [1a ed.: 1990]. The sexual politics of meat: a feminist-vegetarian critical theory. (3a ed.). New York: The Continuum International Publishing Group Inc.

Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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