En El territorio del cuerpo, nuestra edición de mayo, les presentamos un cuento de Verónica Vidal*, en el que se unen el misterio, el amor y el dolor de un cuerpo a punto de fallecer.
Era una suerte de aplauso el sonido que producía el choque de mis pies contra el suelo. El tacto frío y la lustrosidad típica de eso que no quiero decir, el lugar me lo tenía prohibido. Las paredes, que se levantaban entre aquellos corredores improvisados, estaban suspendidas sobre el camino que mi piel besaba con cada pisada. A veces sentía el ligero temor de que ese piso tan inmaculado fuese a colapsar.
Tenía una prisa desconocida y una sed inmisericorde producto de las horas que llevaba corriendo. No había señalizaciones, aunque algo me decía la ruta que debía seguir para llegar a un destino todavía incierto. Sólo sabía que alguien me esperaba allí, en algún lugar. Corría sin detenerme porque juraba que cada minuto de descuento podía ser doloroso. Debía alcanzar pronto el destino, de lo contrario él me alcanzaría o quizás me dejaría en el limbo. Era un lugar, quizás esa era mi certeza, en el cual aguardaba una salida a esta carrera que parecía no tener fin. Sin embargo, no estaba cansada. Entonces apareció Rita.
Ella me esperaba paciente, estaba vestida con el blanco nacarado de su bata de hospital. En su cuello reposaba un delgado estetoscopio negro, que se confundía con los mechones libres de su frondoso cabello oscuro. Sus grandes ojos me escrutaban, con la actitud de averiguar la mentira que estaba por decirle. Su boca se curvaba hacia arriba con cada centímetro menos entre ella y yo. De pronto Alfonso apareció a su lado, con su tradicional camisa verde de mangas largas y su pantalón de lino caoba. No olvidaba en ese momento, que entre Rita y yo, en alguna primavera ya muy atrás, le habíamos obsequiado esa vestimenta para su graduación de médico. En la mirada de Alfonso había un remanso del pasado, como si los diez años que tenía sin verlos hubieran sido aire entre los dedos. Sonreían cómplices, me conocían más que yo misma.
–Llegas tarde Janel, como siempre— dijo Alfonso negando con la cabeza.
–Sí, lo sé… Perdón, como siempre, por haberles hecho esperar.
–¿Y bien?— preguntó Rita con la seguridad de saber lo que contestaría.
–Vine sólo a decir que no iré. Esta vez no voy a acompañarlos.
Rita y Alfonso se miraron estableciendo esa conexión innata entre dos hermanos. Sonrieron y sus miradas como dos universos se establecieron en mí. Entre nosotros se formaba una improvisada trinidad y nuestras almas parecían fundirse. En un instante de diferencia, la incomprensión de los hombres superó una vez más los lineamientos de la materia.
—De acuerdo, no hoy, no ahora—. Me dijo Alfonso mientras Rita se consolaba con sus propios recuerdos míos, una vez más.
Abrí los ojos y descubrí mis manos enlazadas a las de Victorio. El azul de sus ojos era el único color vivaz del lugar; estaba en actitud de esperar con ansias. No tan sosegado como estaban Rita y Alfonso.
–¿Qué se siente despertar después de diez días, Janel?
–…Rita y Alfonso.
–…Son tus amigos.
–Lo sé, quiero verlos.
–Te recuerdo que estás en España. Rita y Alfonso viven en Venezuela.
–Llévame.
–Tranquila, te llevaré cuando estés igual que antes.
–¿Las niñas?
–Las niñas están con tu mamá.
–¿Mamá ha venido?
–Sí mi amor, este es tu décimo día en cuidados intensivos. Le avisaré a Heiser que estás despierta.
–¿Heiser está aquí?
–Sí, Heiser y tu mamá han venido para estar pendientes de ti.
Cuando mi hermana Heiser entró en la sala supe que la situación no debía haber sido una simpleza. Tuve que gritarle haciendo un esfuerzo físico, que no fue bien respaldado por mis reservas de energía, para que accediera a explicarme qué había sucedido conmigo en diez días. La comunión letal de neumonía y varicela me habían postrado a merced de aparatos y especialistas. En pleno invierno de Galicia, Heiser y mi madre desafiaron sus aptitudes y apoyaban a Victorio en lo que sería la pérdida de su esposa. —Si no me hubiera encontrado con Rita y Alfonso—.
—Sabes Heiser, estuve soñando con Rita y Alfonso. Me siento perturbada, son diez años sin verlos y sin saber de ellos. ¿Has tenido noticias suyas?
Heiser abrió los párpados, piadosos de esa ignorancia que era casi un insilio. Si la varicela deja alguna secuela, en mi caso fue la nieve que se instalaba en mi pecho; mi hermana recorría mi expresión y me dejaba claro que el temor toma tus manos con fraternidad, aunque te rompa al hacerse tangible. De mi hermana nacieron dos lágrimas de disculpa. Sus apagados ojos negros dijeron que sí, que mi temor era yo misma con los ojos cerrados.
—Janel, en el noventa y ocho, el carro que conducían Rita y Alfonso se accidentó en medio de la carretera. Una tormenta azotaba al Estado durante esos días… Ellos quedaron varados en una batea… — La calma de Heiser me desmoronó antes de escuchar las palabras que revocarían la lisis de mi malestar—: …Ellos se bajaron del carro a ver qué sucedía y la fuerza del río en su desborde los arrastró a ambos.
El tiempo no respira, Heiser me ha dicho algo y la sangre me pesa. Rita desde la puerta me mira, y sin que mueva sus labios la escucho diciéndome: —Llegas tarde, Janel, como siempre.
* Verónica Vidal es profesora de idiomas y editora adjunta de la Revista Literaria Awen. Sus textos aparecen en ANT[ROP]OLOGÍA DEL FUEGO. Ha publicado la plaquette de narrativa Cartuchos Vírgenes (Ediciones Awen, 2018) y el poemario Nardos Casi Despiertos (Ediciones del Útero, 2020). Textos suyos han sido publicados en revistas y plataformas como Liberoamerica, Revista Madriguera, Letralia.