De por qué escribo: voz y silencio — Ángela Gaviria Piedrahíta

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En nuestra edición de julio, Diarios, les presentamos dos entradas de la escritora colombiana Ángela Gaviria Piedrahíta* que dialogan, precisamente, con el hecho de llevar un diario, sobre la razón de ser de la escritura y su relación con la libertad.

 

 

Escribo contra el miedo. Contra el viento con garras que se aloja en mi respiración.

Alejandra Pizarnik

 

 

7 de diciembre de 2018

Muchas veces he pensado en lo inútil que sería explicar esto. Y sin embargo, acá me encuentro, narrándolo desde el principio, o en desorden, no importa. Ahora no me esfuerzo en explicarlo con mi voz. Que las letras hagan el trabajo. Puede sonar sencillo o no. Pero no lo es tanto enfrentar el silencio cada día. Ver que extiende raíces sobre ti y que las cuerdas vocales están infestadas de musgo.

Hoy intenté entender ese miedo, ese temblar frente a mi propia voz, ese estar presa de todas las palabras. Revisé las primeras entradas de estos cuadernos: no son más que narraciones ingenuas de cada día. Con los días, los trazos se vuelven más rápidos, fuertes, difíciles de entender. Y las palabras, más ambiguas y abstractas.

Pero no sé en qué orden pudo haber ocurrido. No sé si primero callé para poder entonces escribir eso que me había prohibido decir, o si fue al contrario, y al escribir me fui dando cuenta de lo difícil que hablar podía llegar a ser. De cualquier forma, mi garganta se cerró. No entraba el aire ni salían las palabras. Poco faltaba para olvidar incluso el tono de mi voz. Toda palabra se volvió prohibida. No tardé en acostumbrarme a mantener la boca cerrada, pasara lo que pasara. A reír y llorar sin hacer ningún ruido, a respirar con cuidado y a caminar descalza para que nada pudiera despertar al ruido.

Me desquitaba con las letras. Casi rasgaba el papel con el lápiz. Luego tachaba páginas enteras con el mismo desespero, como si quisiera castigarme a mí misma por mis palabras, tanto de las que no podía pronunciar como de las que se me escapaban por la boca. Esas no podía escribirlas, tacharlas, rasgarlas y volver a empezar. Una vez las soltara, ya no eran mías.

De eso me di cuenta a las malas. A duras penas conocía el vocabulario, leía de vez en cuando, y ya podía intuir la ferocidad de las palabras, cuál era su poder y su peligro. Una sola palabra de más podía volver monstruosa una oración entera. No quise hablar. Me preguntaron. Me sentaron en sillas inquisidoras, se pusieron al frente mío y me dijeron que no se moverían de allí hasta que yo no pudiera hablar. No podía. Pero ellos ya se habían empeñado en arrancarme las palabras, a la fuerza, como fuera, aunque tuvieran que llevarse parte de mi piel también. Picoteaban con preguntas, hasta dejarme herida, desnuda, expuesta. Me dejaron temblando, con la garganta forzada, sin querer volver a hablar. Me habían despojado de mis palabras. Y temía incluso a refugiarme en ellas, pues no parecían más un refugio. Una condena, tal vez. Quería hablar, quería gritar, pero salió un murmullo débil, en una voz aguda, quebrada, que no se sabía entender ni a sí misma.

Mayo 21 de 2015. Intento hablar. […] Convertir mi silencio en grito. Pero las palabras no quieren salir. Prefieren volver a la cabeza de quien las pensó, sellar los labios de quien las pronunció, ahogarse en […] quien las sintió. Se preguntan por qué siquiera alguien ha pensado una criatura tan escurridiza como una palabra.

Desde entonces, solo fui capaz de hablar poseída por algún espíritu que me arrebatara por instantes. E incluso en esos momentos, mi lengua era extranjera ante todas las demás. Era torpe y se enredaba. Lo que solía gritar, solo era capaz de susurrarlo. En eso se habían convertido mis cantos: silencios y palabras. Lo único que quería era seguir callando, como si acaso el silencio pudiera proteger. La jaula. Una que me protegiera de las palabras, de las que salían y de las que llegaban a mí. Así le llamé a mi miedo. El no saber a dónde ir, el necesitar con urgencia un refugio. No lo hubiera considerado de una forma tan seria hasta que sentía vértigo con pensar en pronunciar una palabra, aunque fuera una sola.

«Ojalá tus palabras te sirvieran. Podrías respirar a partir de ellas», alguien me dijo hace días. No, siempre me las he tragado enteras. Algunas venenosas, algunas insípidas, pero todas me dejan en el mismo lugar. En la quietud y el silencio. No escribiría sobre gritos si mi garganta los pudiera soltar. Escribo entonces porque no queda de otra, por incapacidad y no al contrario.

Durante casi años estuve encerrada en letras, lo único que tenía y que permanecía, escribiendo solo para redimir mis silencios. Y desarrollé, a partir de miedo e imaginación, una rara manía: escribir. Escribir lo que no podía ser, decir, hacer. Escribía desde la más honda necesidad, y era que tenía unos gritos muy adentro que de una forma u otra tenía que desenterrar. Pero el miedo seguía ahí, intacto.

15 de enero de 2019. Sientes que no te puedes escribir. Que las palabras no te pueden llenar. Que pueden expresar todo, menos a ti. Las palabras, humo sobre mí y el mundo. Una vez he nombrado algo, lo aíslo. Lo vuelvo un objeto de estudio, extraño a mí y extraño a las demás cosas. Y si he escrito tanto, ¿qué me quedará? Me queda lo que no he nombrado, lo mismo que nunca sabré nombrar.

Miro las palabras desde arriba. Veo un abismo. Miedo, vértigo, de que las palabras puedan aplastarme, o yo caerme en ellas, mares enteros. Nada puedo controlar.

Hoy, todavía sigo buscando una rendija que me deje salir. Solo las encuentro en esas rasgaduras que le quedan a las páginas cuando escribo muy duro, con mucha ira.

 

6 de marzo de 2020

Llegué a mi casa llorando de felicidad. Si juntara todos mis diarios, esta sería la escena final de una historia que empezó hace seis años, con mi mayor silencio, y que termina ahora, con mis pies cansados de bailar, la garganta seca de cantar y los oídos aturdidos. Entiendo por fin a qué se refería Charlie al decir que, por un momento, se sintió infinito. Y entendí a qué se referían los griegos al bailar en sus fiestas a Dioniso.

Escuché esas canciones de blues por primera vez, y sin conocerlas las cantaba. No sabía bailar, pero bailé. Ya ni tenía voz, pero grité. Luego de tanto silencio, que el ruido me aturdiera. Y fui multitud. Sacudía el pelo, de un lado a otro. Y sacudía una falda de flores. Con la vista borrosa, me sentí el centro de un mundo sin centro. Perdida entre cuerpos, sudor, movimiento, con el pecho vibrando y la emoción saliéndose por los oídos.

Lo siento todavía en mi garganta, ahora, quebrada. En mis oídos que todavía retumban. Mis pies cansados de saltar y mi cuerpo dolido. Todo evidencia lo plena que fui por un instante, lo aturdida de tanta vida que me siento ahora. Puedo decir que he despedido aquel miedo. Que puedo escribir sin consagrarme a él y me puedo sentir tan inocente como cuando mi garganta no había conocido los nudos. Que ahora puedo saltar por los cuartos de mi casa, dar vueltas con los ojos cerrados, chocarme contra los muebles y tumbar las cosas hasta sentirme de nuevo rodeada de esa misma multitud sudorosa, cantando a gritos.

 


* Ángela Gaviria Piedrahíta. Terca, torpe, e indecisa, como una polilla. También es habitual colaboradora de nuestra revista.

Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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