Foto: Sara Harb, San Onofre, Cesar, Colombia.
Les presentamos un cuento que devela el erotismo y la magia del Caribe colombiano, perteneciente al libro «El relojero de Ginebra» (Escarabajo Editorial, Bogotá, 2019) de Sara Harb*.
Pital de Megua
a Rafael Salcedo C.
No sabía con qué se encontraría. Salía de correría por caminos secundarios adonde lo llevara el azar y se metía en cualquier pueblo desconocido. Le gustaba comprar frutos y legumbres del campo, recién cosechados. En diciembre elegía un municipio cerca de la ciudad para entregar unas cuantas bolsas de abarrotes y viandas al primero que se le apareciera.
Particular forma de dar las gracias por tanta cosa buena que le había sucedido. Ya era otra vez él, y su trabajo de escritor se le había definido por la virtud del coraje y el amor. Había publicado su primera novela con algún éxito y recuperado la credibilidad entre los suyos, especialmente sus parientes, quienes pensaban que su razón estaba cerca del desatino.
Le llamaba la atención Pital de Megua, uno de los municipios de gran tradición indígena, uno de los más antiguos, y a pesar de ello, uno de los últimos en conocerse. En varias ocasiones vino a comprar pasteles de arroz, famosos por su sazón. Comelón como era, no había plato de la región que se le perdiera de vista.
Dejó el carro a un lado de la carretera para no parecer foráneo y para evitar atascarse en sus calles de arena de río. Entró al pueblo. Caminó con las bolsas por la calle principal de casas de bahareque, de techo de paja y árboles que crecían donde quisieran. Entonces la vio, menuda, delgadísima, llevaba un trajecito gris de mangas de tres cuartos, y falda a media pierna. La siguió con discreción. Se detuvo bajo un árbol a esperar a ver qué hacía la anciana. Ella siguió caminando por la explanada hacia la salida del pueblo que llevaba a un arroyo seco. Bordeó una cresta que daba a un barranco horadado seguramente por la crecida de las aguas en épocas de lluvia. Al final de la cresta había una casita de bahareque y techo de láminas de zinc, con una puerta que apenas ajustaba. La anciana entró a ella.
Esperó un momento, siguió sus pasos y tocó la puerta. La anciana lo miró sin comprender. Él dijo una mentira. Que estaba buscando a un trabajador, no lo había encontrado y traía una compra que él le había hecho para agradecerle. Le rogaba que se la recibiera. La señora lo hizo pasar. Era un espacio único de piso de arena, con un camastro a un costado y al fondo una ventana que daba al barranco del arroyo, donde había un fogón de bloques de cemento y una parrilla oxidada. De una cabuya tendida en la cocina, colgaba un cucharón de madera y unas ollas de peltre. De otra, extendida en la sala, ropas, una toalla y un vestido negro. A un costado había dos sillas y un cajón de madera que servía de mesa con una lámpara de kerosene. Eso era todo.
—Señor, le ofrecería un café, pero no tengo.
Él sacó café de una de las bolsas y se lo dio. Esperó a que lo preparara. Bebieron en silencio.
Se atrevió a preguntarle su nombre:
—María Quiroz —dijo ella.
Vivía ahí desde siempre, había heredado de sus padres el pedazo de tierra. Se había casado y enviudado, no tenía hijos, ni parientes. Entre la anciana y él se dio una cordial relación.
Al año siguiente volvió. Ella lo recibió con amabilidad. Sonrió como quien recibe a un pariente. Él se sintió feliz de ver su sonrisa. Sacó su grabadora. Su afán del registro exacto lo obsesionaba cuando volvía a rescatar las anécdotas que casi siempre le servían para completar lo que escribía. Se atrevió a preguntarle más cosas.
Ella le dijo que había sido la mujer de un hombre mayor, impuesto por sus padres, tan pobre como ellos, pero honrado, que la dejó por culpa del amor.
—¿Por culpa del amor? —le preguntó.
—Sí, supo que mi amor no era suyo. Pero fue generoso y me hizo este rancho —le dijo mientras restregaba los pies en el polvo del piso.
—¿De qué vive? —le preguntó preocupado.
Le contó que para acomodarse en esa pobreza hacía pasteles de arroz que vendía al borde de la carretera los domingos, también en tiempos de feria y de carnavales, y en la semana, los vendía en la ciudad en los bares del centro. Lo hacía desde cuando estaba casada, desde siempre.
Un día se armó una gritería en un bar. La gente se arremolinó en la puerta. La policía venía persiguiendo a un hombre. ¿Cómo entró al bar? Nunca se supo. Corrió hacia el fondo. Dos policías se le fueron detrás. Ella venía de la cocina de entregar los pasteles. En el corredor había una escoba. Vestido de un verde fulgurante, el hombre pasó delante de ella como un rayo. Se quedó parado detrás de la escoba de palo alto de deshollinar los techos. Los policías pasaron de largo. No lo vieron. Ella tampoco supo para dónde se había ido.
Se metió al baño de la vieja casa que todavía conservaba la ducha. Tomó su ropa colgada de un gancho, pues también hacía la limpieza del lugar para ganarse unos pesos. Empezó a cambiarse, quedó desnuda y advirtió la presencia de un hombre alto, delgado casi flaco; el que huía vestido de verde.
En la penumbra del baño, el Pájaro Verde se le puso delante. Así lo llamaban en la crónica roja de los diarios y emisoras que hablaban de él como el malhechor más buscado. No alcanzó a coger nada para cubrirse. Él se le acercó. Ella temblaba como un papelito al viento. Se decía de su ferocidad, que robaba a los ricos para ayudar a los pobres, que era sanguinario y cruel con sus víctimas.
—No te asustes —le dijo—. No te voy a hacer nada. ¿Cómo podría hacerle mal a tanta belleza?
—Te andan buscando —dijo ella.
—A ti te andaba buscando yo —dijo él.
—¿A mí? ¡Yo no sé nada!
—Te busco desde hace días. ¿De dónde eres?
—De Pital de Megua.
Ella intentaba ponerse su ropa. Él la tomó de la mano y se lo impidió. La miró, se le acercó y la besó. Ella intentó voltear la cara. La mano del Pájaro Verde le tomó el rostro y la obligó a poner la boca, que al comienzo ella no abrió. En esa pelea de labios, se dejó besar.
—Voy a volver por ti.
—¿Por mí?
—¡Ya verás!
—Pero ellos están allá afuera.
—No me van a encontrar.
El Pájaro Verde la volvió a besar.
—¡Te vas conmigo!
—¿A dónde? Yo no puedo.
—De todas formas vendrás conmigo.
—¿Cómo?
—Aquí te llevo —le dijo señalándose el pecho—. Aquí te llevo.
Ella seguía inmóvil.
—¿Cómo sabes que voy a esperarte?
—Ya lo sé.
Se quitó la ropa verde, quedó desnudo y la acercó a su cuerpo. Lo demás ella lo calla. Solo dijo que se vistieron al tiempo, y él se puso una ropa de hombre que estaba colgada en el baño. Ahora era un cliente del bar. Era otro. Ni ella misma sabía si era el mismo. Salieron agarrados de la mano. Ella flotaba, se dejaba llevar. La voz de Orlando Contreras le confirmaba que era el hombre que había esperado, que en un beso la vida y en tus brazos la muerte. Ocuparon una mesa en el fondo del lugar cerca de la salida trasera, la que estaba en penumbras.
Entró al bar un fotógrafo. Sudoroso llegó a la barra y se empinó una cerveza. Empezó a hacer fotos a los clientes que en parejas se besaban amartelados. Llegó hasta donde ellos y sin preguntar tiró una foto. Salió del bar con la promesa de traerla enseguida. Cuando volvió, ya el Pájaro Verde no estaba. Ella recibió la foto y la guardó.
La anciana hablaba con los ojos perdidos en una ensoñación cuando una pregunta del escritor la trajo a la realidad.
—¿Cómo se llamaba?
—Ricardo Morales —dijo.
La anciana se levantó, fue hasta la caja de madera, la abrió y de una lata llena de papeles sacó una foto. Se la mostró.
—Este era él, Ricardo, mi Ricardo.
Era la foto de una joven en una taberna sentada en una mesa frente a dos botellas de cerveza. A su lado, una silla vacía.
—¿Dónde está él? —preguntó el escritor.
—Ese es él —dijo ella mostrando la silla vacía—, lo que pasa es que desaparecía cuando no quería que lo vieran.
—¿Y volvió?
—Mi esposo se dio cuenta de que ya no era la misma, enfermó y murió muy pronto. El día del sepelio lo volví a ver escondió detrás de un árbol. Me puse a llorar. La gente desconocía mi dolor. Yo sí sabía cuál era mi felicidad. No se acercó porque lo andaban buscando. Decían que había robado a los turcos de la albarrada una gran suma de dinero. Cuando todo se terminó me vine para la casa. A medianoche, sin saber cómo había entrado, se me apareció. Me dio cincuenta y ocho pesos, una fortuna. No los quise recibir. Insistió. Él tenía que irse muy lejos y no sabía cuándo volvería. Viví la noche más feliz de mi vida. Caía un torrencial aguacero. El arroyo rugía. En ese momento ni me importó que se pudiera llevar la casa. Si se la llevaba yo me iría con él. Cuando paró la lluvia ya era de madrugada. De pronto afuera se oyó un estropicio. Él se levantó, se puso la ropa y salió por la ventana. Era la policía. Tumbaron la puerta.
—¿Lo agarraron?
—No. Se fue caminando sobre el agua; se les perdió entre el monte. Yo sí había oído que él podía hacer eso, cosas imposibles. Ese día lo vi.
—¿No supo más de él?
—Después supe que casi lo cogen. Había atracado un vapor que venía por el río cargado de gente con plata. Dicen que sacó unas alas verdes, enormes, que lo elevaron por el aire y que el botín se lo dejó a esa pobre gente de Talaigua.
Se dio cuenta de que estaba cayendo la tarde y que el viaje de regreso era largo. Le prometió a la anciana que volvería el próximo año. Se despidió de ella con un abrazo. Se fue dejando el sueño revivido en aquellos ojos tristes.
Volvió al año siguiente. Caminó hacia el extremo por donde ascendía la cresta que formaba el arroyo y encontró la casa derrumbada. Se había rajado y caído al barranco. Solo quedaba en pie parte del techo, una pared y la puerta. Los vecinos le dijeron que a la casa se la había llevado el arroyo. De la mujer no sabían nada. La vieron irse del pueblo maleta en mano tomada del brazo de un hombre.
*Sara Harb Said. Nacida en Barranquilla, Colombia, primera generación en Colombia de inmigrantes libaneses, y francesa, es una cineasta en ejercicio por más de treinta y cinco años. Ha publicado cuentos y poemas esporádicamente en medios impresos y virtuales. Su libro de poemas Travesías del Sueño fue publicado por Editorial Poesía Letra a Letra.
Su libro El Relojero de Ginebra es su ópera prima de narraciones cortas. Ha escrito seis largometrajes de ficción y varios cortometrajes.
Ha realizado películas de corto y largometraje ficción y documentales, principalmente.
En su formación profesional, es ingeniero industrial de la Universidad del Norte, en Barranquilla, Colombia; Master en Business Administration de la Universidad Católica de Lovaina, Bélgica; Cineasta con preparación en diversas instituciones educativas, tales como Image Insitute, Atlanta, Estados Unidos; Escuela de Cine y Tv en San Antonio de los Baños, Cuba; Master en guion de Cine y Tv, Universidad Carlos III, Madrid, España. Políglota certificada en inglés, francés e italiano. Ha sido directora por doce años de la Fundación Cinemateca del Caribe, en Barranquilla, Colombia. También docente universitaria durante doce años en las cátedras de escritura de guion de corto y largometraje, en la Universidad del Norte, en Barranquilla, Colombia.
Foto autor: Lili González
Evocador relato de las leyendas urbanas nacidas en estas tierras olvidadas…