Foto: Daniela Gaviria
Les presentamos, en nuestra edición de septiembre dedicada a las Ciudades, un cuento de Daniela Garrido Gómez* que explora la vida, casi autómata, de quienes trabajan en la ciudad.
Me levanté. Más temprano que de costumbre. No tuve una buena noche de sueño y en lugar de seguir intentando dormir aunque sea cinco minutos más decidí pararme de una vez. Tenía que trabajar a las 9:00 am y eran apenas las 4:00 am, lo que me daba tiempo de sobra para las rutinas mundanas de cada día: el desayuno, bañarme, vestirme, leer las noticias…Tomé el desayuno de costumbre junto a una taza gigante de café negro cargado, buscando una fuente de energía alterna al sueño con resultados rápidos pero no certeros. Esa mañana además de las consecuencias físicas del insomnio sentía una carga encima de mí, inexplicable, indescriptible. Por más que tratara de soltarle y relajar mis hombros no conseguía más que sentirme rara y tensa con pasos y movimientos limitados haciéndome parecer una autómata. Me parece que me quedé mirando la pared fijamente por más de una hora sin darme cuenta que el tiempo pasaba o de que yo existía, simplemente estaba ahí sentada sin realizar movimiento alguno como un león cazando su presa y al fin caí en cuenta de mi propia respiración cuando mi taza de café se deslizó de mis manos encalambradas y cayó al suelo creando un espléndido caos de cerámica y líquido negro por el suelo. El sonido del choque hizo que saltara de mi puesto como un cohete, un signo de vida, un reflejo de supervivencia, un despertar forzado de la naturaleza, mi propio cuerpo en modo automático. Sangre corría de alguna parte de mi cuerpo, la veía caer roja borgoña, pero al llegar al suelo se mezclaba con el café negro creando una muestra de una nueva especie, un nuevo color, el dolor rojo con el negro despertar, mezcla homogénea de vida vino tinto. No quise recoger el desastre hecho y tampoco me curé la herida, la dejé fluir para poder sentirme así por unos minutos más hasta que comenzara a cicatrizar mi puente hasta el mundo de los vivos. Con pasos ligeros fui hasta el baño y me bañé con agua caliente. Caía directamente en la herida abierta y me ardía pero yo sólo gritaba de dolor unas frases que se deslizaban solas de mi boca: «¿Todavía estoy aquí? ¡Estoy viva! ¡Viva!» La pesadez que me hacía sentir no humana momentáneamente me había dejado.
Al pisar el suelo de la calle a las 8:30 de la mañana del miércoles me sentí tan liviana pero de una manera insignificante. Cómo mis pies podían llevarme hacia el trabajo tan puntualmente cuando yo no había dado el mandato de ello. Ellos sabían el camino de memoria sin que yo se los dijera, y no preguntaban si quería o no ir hacia allá, sólo seguían su paso seguro. Mis brazos cómplices de los pies y traicioneros de mi persona paraban un taxi en medio del tráfico y mis piernas y nalgas se acomodaban para sentarse y viajar en el tiempo dentro de esa máquina anti natura. «¿Cómo está? ¿Hacia dónde la llevo?», y sin darme cuenta mis labios certeros ya habían respondido… Al arrancar mis ojos se desviaron hacia la ventana de mi derecha y vieron un cóctel de cientos de autos, edificios, negocios y personas pasando, todos siendo parte de un unísono bullicio citadino. Caras confusas no pertenecientes a nadie en específico mezclados en una escena psicodélica sin colores fluorescentes sino en escala de grises. Sólo nos detenían los semáforos, llenos de vendedores ambulantes que nos ofrecían melcochas y panela con limón con una rapidez increíble porque tenían los segundos contados. El camino que siempre se me hacía largo por alguna razón ese miércoles se sintió fugaz, todo pasaba a mi alrededor sin ser consciente de nada pero al mismo tiempo sabía exactamente qué sucedía, cuándo y cómo. Lo veía todo pero en realidad no veía nada. Estaba encerrada en mis pensamientos cuando de un frenazo pegué la frente en el vidrio del carro que me sacó de mis cavilaciones. La palabra «vida» pasó por mi cabeza y rozó mis labios. «Vivo», murmuré muy por debajo. Casi al mismo tiempo el conductor se volteó y me dijo: «Perdóneme, casi me paso del lugar, que pena», y yo, con una expresión confundida pero con voz segura, le respondí: «Está bien, no pasa nada». «¿Se ha lastimado, señora?» «No, no estoy lastimada. Estoy perfectamente», y con un movimiento airoso salí del auto, sintiéndome viva y con la certeza de que si saltaba lo suficientemente fuerte podría salir volando. Pero ese sentimiento sólo duró segundos pues al dar el segundo paso firme en el suelo era de nuevo la mente bajo el mandato del corrupto cuerpo que me llevaba a lugares que no quería ir y no al revés.
Al pasar por la puerta del edificio Altamira, el más alto de toda la ciudad y emblema nacional, el portero me saluda con su «Bienvenida, señora Ángeles» a lo que mi voz respondía «Gracias señor Raúl, ¿cómo está?». No sé si realmente quería saber cómo estaba él, sin embargo dije lo que dije, hice lo que hice. Como un reflejo miré hacia mi muñeca y vi la hora, 8:55; con movimientos rápidos y bruscos me precipité hacia el ascensor que aún no llegaba pero que indicaba el piso en el que estaba haciéndonos saber que su arribo sería en unos segundos. No sabía la razón pero sentía que me ahogaba, mi respiración corta y jadeante, el corazón lo tenía en la garganta. ¿Qué era? La frase «llegas tarde» pasó como un rayo por mi mente y se repetía continuamente, segundos después la frase estaba escrita en un aviso de neón que centelleaba cada vez más rápido y brillante. En realidad no me importaba llegar tarde, podía enfrentarme a mi jefe, no dar razones y seguir hasta mi puesto como si nada hubiese pasado. En mi mente era una situación idónea, plausible, pero ningún músculo de mi cuerpo respondía a estos pensamientos sino a otros que subyacían más allá de estos. Mi cuerpo inmóvil ante el miedo de ser despedido aunque yo odiara ese trabajo y no quisiese ir más nunca.
Con un «hola, mi señora, buenos días» me recibió la secretaria, haciéndome gestos corporales que me indicaban que llegaba tarde, como señalarse la muñeca con su índice repetidas veces y abrir sus ojos exageradamente girándolos hacia la oficina de la jefatura pero sin decirme nada directamente. «Él la está esperando en su oficina, no ha desayunado, le digo…» Traté de sonreírle y hacerle entender que me era indiferente si el jefe había desayunado o si estaba de mal humor o me iba a despedir porque llegué 15 minutos tarde. Pero dentro el corazón me latía muy rápidamente, saltaba y saltaba a punto de romper mis costillas y salir disparado. Entré a la oficina y él me esperaba con mirada fija en la entrada, «Ángeles, segunda vez esta semana que llega con retraso, dígame ¿esto será algo de costumbre o vamos a mejorar?» Quería escupirle en la cara pero algo me detuvo. «No señor, claro que no, he tenido varias noches sin dormir y…» Primera maldita excusa, «..y creo que eso ha afectado mis horarios…». ¿Quién estaba hablando? «Me he levantado más tarde de lo habitual pero prometo que no volverá a pasar». Mentiras. «Más le vale». Podía sentir su aliento a tabaco desde donde estaba parada. «Una mujer tan exitosa, preparada e inteligente debe saber que hay ciertas reglas que aplican a todos, desde el empleado de la puerta hasta los más altos cargos y definitivamente no hay excepciones». Las manos me sudaban y mi pulso subía. «Aunque, aquí entre nosotros, si usted algún día siente que no puede llegar o quiere pedir días extras nos podemos arreglar con antelación…». Aquí bajó su voz hasta hacerla un susurro. «Estoy seguro que usted está consciente que además de su inteligencia y rasgos académicos usted también posee ciertos atributos físicos». Al decir esto hizo una interpretación de mis curvas con sus manos. Ojalá estuviese muerta y no tener que escucharlo. Hice una mueca con mi rostro y creo que fue repulsiva, mi verdadero yo en pelea con el impostor que me poseía. No escuché otra palabra que decía, solamente lo veía abrir y cerrar su boca como un ventrílocuo. «¿Está bien?» «Sí señor, entendido, tenga buen día». Esos eran quince minutos tarde en mi vida. Y cerrando la puerta me preparé para salir corriendo, mis pies en posición de salida, mis brazos listos para impulsarme pero no lo hice y en lugar de eso me senté en mi escritorio sintiendo todo mi ser vacío. Un pinchazo en mi cabeza me hizo recordar que tenía una herida y presionándomela desee que el techo cayera encima de mí y con el choque revivir mi cuerpo todo al mismo tiempo.
Al salir del edificio mi cuerpo decidió regresar caminando hacia mi casa, aunque mi mente se sentía cansada y no quería mover un solo músculo. Lágrimas brotaban de mis ojos, calientes rodaban en mis mejillas y saladas las saboreaba en mis labios. No sabía por qué lloraba, esto era mi día a día, misma rutina cada maldita vez. Acepté que esto tenía que pasar aunque yo no lo quisiera, rendirme ante lo humillación de la vida, burla hacia mi persona y violencia hacia mi cuerpo. Llorar hacía que todo a mí alrededor pareciera más cuerdo. Un niño pasando a mi lado le haló el vestido a su mamá y le preguntó «mamá ¿por qué la señora llora?». Al oírle clavé la mirada hacia el suelo y aunque no me sentía mal por esto así reaccionó mi cuerpo. Mis oídos sensibles al bullicio de la hora pico también me hacían miserable y no entendía por qué pero el ring ring ring ring ring sonaba dentro de mi mente bang bang bang bang y gritos de gente desesperada por llegar a sus hogares hacían hervir el pequeño infierno dentro de mi mente. De manera automática y con movimientos robóticos busqué los audífonos en mi cartera, me los coloqué y callé al mundo. Aun llorando, una sonrisa maníaca se asomó en mis labios. Una risa me poseyó y después estaba riendo a carcajadas mientras mi cuerpo se movía y sentía que levitaba entre la gente que pasaba. Cada paso que daba se sentía certero y válido y por un instante de ese día una vez más me sentí viva.
Al llegar a mi casa me quité los zapatos en la puerta, guindé mi abrigo y me dispuse a guardar mis cosas. Pensé lo pequeñas e insignificantes que eran mis acciones para el universo. Un día más en mi vida se acababa, tantas cosas que hice y viví que me dejaron tan agotada que podría haberme desmayado en medio de la sala. ¿Qué hacía yo en medio de este caos? Si cada vez moría un poquito más y al universo no le importaba un carajo. Con esto en mente mi cuerpo quedó fijado al suelo, a través de mis audífonos el silencio se escuchaba como las emisiones de una radio mal sintonizada. Mi yo humano necesitaba comer pero mi yo autómata no respondía, dándole paso a una batalla final haciendo mis extremidades tensas y dejando a mi mente a punto de explotar. Así quedé paralizada una vez más. Patética. No fui consciente del tiempo que permanecí de esa manera pero mi consciencia volvió en el momento que me vi tirada en el suelo en posición fetal. Aterrorizada, no entendía nada de lo que ocurría, pero luego de unos segundos me acostumbré y presté atención: me di cuenta de que observaba desde una perspectiva alta, creo que estaba en el techo, y en ese momento fui testigo de mi propia miseria. Si existía un dios, ¿así de pequeños nos veía?
Cuando volví a mi cuerpo sentí una sed incontrolable, me levanté corriendo hacia la nevera y tomé un vaso de agua. Mis párpados estaban pesados y me costaba ver con claridad. Corrí hacia mi habitación y me miré en el espejo: era la misma, nada había cambiado fuera de mí, pero dentro había algo diferente. Lo reconocí apenas me vi, el alien parasitario consumiendo lo último que quedaba de mí, finalmente poseyéndome por completo y yo le concedía el permiso de ello. Me sentía atrapada en mi propio cuerpo, muerta viviente de pacotilla miserable y paranoica. Me acosté.
* Daniela Garrido Gómez es docente de inglés y estudiante de comunicación social. Desde pequeña demostró su pasión por la escritura y lectura. Siempre tiene un libro o un cuaderno de notas en sus manos. Le importa el medio ambiente y las causas sociales, profesa la paz, la igualdad y la protección de animales. Se proclama feminista. Reside en Cúcuta, Norte de Santander.